por Carlos Alberto Montaner*
(FIRMAS PRESS) Es comprensible. Los estudiantes universitarios chilenos, y me figuro que los de cualquier país, quieren buenos planes de estudio, accesibles para cualquiera con un título de secundaria, y pagados no por ellos y por sus familias, sino por el conjunto de la sociedad por medio de los presupuestos generales del Estado. Suponen, porque así se lo han asegurado los políticos, que la educación universitaria es un derecho y, por lo tanto, se trata de una responsabilidad colectiva.
Menos comprensible es la hostilidad de estos muchachos contra las universidades privadas, especialmente las que tienen ánimo de lucro. Muchos estudiantes chilenos no sólo quieren que les regalen los estudios, sino se oponen a que otros estudiantes paguen por esos servicios o que las universidades que los educan sean empresas rentables. ¿Por qué? Porque creen que convertir la educación en una transacción comercial –comprar y vender educación—envilece el conocimiento y degrada la calidad.
El razonamiento es muy curioso. Si desaparecieran las universidades privadas todos esos estudiantes irían a parar a instituciones públicas ya abarrotadas y generalmente ineficientes, agravando la calidad y encareciendo notablemente un costo final que tendría que ser sufragado con mayores impuestos.
Además, no parece cierto que las universidades privadas reducen la calidad de los estudios. Tres ejemplos de los cientos que se pueden alegar: Harvard es la mejor universidad de Estados Unidos y es privada. La mejor universidad de España es la de Navarra y es privada. La Francisco Marroquín es la mejor de Guatemala y también es privada. Podría nombrar las veinte peores universidades de América Latina y casi con toda seguridad más de la mitad son públicas.
Por otra parte, uno de los mayores fracasos de América Latina es, precisamente, el de su sistema de educación pública. Como no se cansa de recordar Andrés Oppenheimer en Basta de historias, entre las 500 universidades mejores del mundo, sólo comparece la UNAM mexicana y en el número doscientos no sé cuánto. ¿Qué les hace pensar a estos revueltos estudiantes chilenos que volcar en las instituciones públicas a sus compañeros que hoy estudian en las privadas mejoraría la calidad de la enseñanza?
Nadie puede dudar de la importancia de la educación superior, pero no creo que formar profesionales sea más trascendente que alimentar a la población. En la pirámide de las necesidades que Maslow estableció hace muchas décadas, a la cabeza de todas está alimentarse. ¿Por qué los chilenos no plantean que la producción y suministro de alimentos sean gratis y proporcionados por el Estado? La misma lógica que conduce a reprochar que se venda la educación puede utilizarse para rechazar la sucia tarea de negociar con la alimentación y la supervivencia de la gente.
¿Y por qué no ampliamos ese modo de razonar a la vivienda? ¿Se quiere algo más entrañable para las personas que el hogar en el que viven? ¿Cómo permitir que unos mercaderes desalmados ganen dinero con algo que consagra la constitución cuando establece que todos tenemos derecho a una vivienda digna? Si los estudiantes desenredan cuidadosamente el hilo de sus razonamientos tienen que manifestarse para que el Estado les entregue, sin costo directo, ese hogar tan anhelado por todos.
Todo esto es un sinsentido. En realidad, donde tendrían que poner el acento los Estados es en mejorar la calidad de la enseñanza primaria y secundaria. Es en los primeros diez años de la vida en los que se forja el núcleo de la personalidad, y es en los siete años siguientes de la adolescencia donde las personas adquieren los valores y hábitos de comportamiento que los van a acompañar hasta la tumba.
Quienes hemos tenido el privilegio de enseñar en algunas universidades, sabemos que los estudiantes que arriban a estos altos centros de estudio ya vienen moldeados por la anterior experiencia docente y es poco lo que puede hacerse para convertirlos en profesionales excepcionales si no traen unos cimientos bien fundados.
Los que llegaron con una buena base, serios, estudiosos y decentes, serán notables profesionales y excelentes ciudadanos. Los que llegaron con grandes lagunas –algunos no saben escribir ni hablar coherentemente–, dispuestos a cumplir con una sola ley, la del menor esfuerzo, si alcanzan a graduarse serán tramposos y mediocres.
Esta realidad indica dónde hay que arrimar el hombro.
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