Con el anuncio del cambio de papeles en el Gobierno ruso, queda demostrado que ambos dirigentes se repartieron de mutuo acuerdo los roles de poli bueno y poli malo
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En Imágenes: ¿El fin de una hermosa amistad? |
“Considero que sería conveniente que el Congreso apoye la candidatura de Vladímir Putin a la presidencia del país“. Con estas palabras el actual presidente de la Federación Rusa, Dmitri Medvédev, anunciaba el sábado 24 de septiembre que daría un paso atrás para que su mentor político y antecesor en el cargo pudiera regresar al Kremlin, tras las elecciones presidenciales del próximo 4 de marzo de 2012. Putin aceptó el nombramiento como “un gran honor”, y ofreció a Medvédev el encabezar las listas de Rusia Unida en los comicios parlamentarios del próximo diciembre. De modo que previsiblemente pasará a ocupar el puesto de primer ministro al cesar como presidente. Este anuncio pone fin a la incertidumbre sobre si Medvédev optaría a un segundo mandato y si lo haría con el respaldo de Putin o compitiendo contra él.
Al final, se ha cumplido lo que muchos vaticinaban y algunos se resistían a admitir: que la era Medvédev ha sido un simple paréntesis, dada la imposibilidad según la Constitución de 1993 de un tercer mandato consecutivo de Putin, y que realmente nunca hubo una posibilidad de que su proyecto político se prolongase más tiempo del estrictamente necesario. Por otra parte, las encuestas de opinión apuntan a que sólo un 7% de los rusos deseaban una candidatura del actual presidente, mientras que un 24% se inclinaban por una del anterior y un 42% querían ver a ambos en la pugna. En términos estrictamente electorales, la decisión no tiene por tanto nada de extraño, tanto más si recordamos que Putin dejó el cargo en 2008 con un 70% de popularidad.
En todo caso, las supuestas divergencias entre Medvédev y Putin han sido mucho más retóricas que reales. En cierto modo, se limitaron a repartirse de mutuo acuerdo los papeles de policía bueno y policía malo, como se comprobó durante la intervención internacional contra el régimen de Gadafi, calificada por Putin de cruzada en unas declaraciones posteriormente matizadas por Medvédev. En esa línea, aunque el presidente formó su Administración presidencial con tecnócratas, Putin mantuvo su influencia en los llamados Ministerios de fuerza, así como en las grandes corporaciones en las que había ubicado a personas de su confianza, para desmontar el poder de los oligarcas. Los grandes proyectos de lucha contra la corrupción, modernización de infraestructuras o reforma de la policía, aunque han sido incorporados por Putin al programa de Rusia Unida, no cabe duda de que se asociaban al actual dirigente y se puede achacar la falta de avances significativos en los mismos a su ya demostrada interinidad en el cargo.
No obstante, más que en un plano interno, las consecuencias de esta decisión se reflejarán especialmente en las relaciones de la Federación con el resto del mundo. En la política internacional muchas veces las percepciones condicionan el modo en que los países interaccionan, y en ese sentido la imagen de Putin que ha permanecido en la memoria colectiva, sea justo o no, es la del dirigente intransigente que plantó cara a Occidente durante su segundo mandato, y que fomentó la adopción de medidas de fuerza en la zona de especial interés para Rusia representada por las ex Repúblicas Soviéticas.
Por tanto, y desde el punto de vista de la comunicación estratégica, no es de esperar que el regreso de Putin sea beneficioso para Rusia, además de producirse en un momento especialmente complejo. Tras la llegada al poder de Medvédev en 2008 se sucedieron en el tiempo el inicio de la presidencia de Obama en EE UU, con la puesta a cero de las relaciones con Moscú, la entrada en vigor del Tratado de Lisboa de la UE, la aprobación de un nuevo concepto estratégico de la OTAN y la reanudación de su cooperación con el Kremlin, la discusión en el marco de la OSCE de la propuesta de Medvédev de un nuevo tratado de seguridad paneuropeo para superar definitivamente el legado de la guerra fría, y la llegada al poder en Ucrania y Polonia de nuevos dirigentes más proclives a unas relaciones amistosas con Rusia. Todo ello parecía anticipar una nueva era de las relaciones en el espacio euro atlántico, de consecuencias muy positivas para la seguridad cooperativa de nuestra región.
En cierto modo esa ventana de oportunidad ya ha comenzado a cerrarse, en parte porque la atención de los gobiernos occidentales se ha focalizado en las consecuencias de la grave crisis económica y financiera. Así, la Administración Obama ha iniciado un claro repliegue estratégico hacia sus fronteras, como lo prueba su limitada implicación en la crisis de Libia y los planes de retirada gradual de Afganistán. Europa sigue sin dar la talla como actor global, lastrada por la diversidad de culturas estratégicas entre los principales Estados miembros (Francia, Reino Unido y Alemania). La recuperada relación OTAN-Rusia se encuentra en un punto muerto, ante los desacuerdos en el desarrollo conjunto del escudo antimisiles. Por último, incluso la relación de Moscú con Kiev ha empeorado en los últimos meses, debido a las diferencias sobre el precio del gas y la negativa ucraniana a incorporarse a la Unión Aduanera de Rusia, Kazajstán y Bielorrusia.
En ese entorno, la futura vuelta de Putin al Kremlin no parece aventurar una época fácil. La crisis económica golpeó duramente a Rusia en 2009, pero los altos precios de la energía le han permitido volver a cifras de crecimiento en torno al 4% en 2010. El actual primer ministro tiene una clara visión del rumbo que debe tomar el país, y su aproximación claramente realista y pragmática para conseguir esos objetivos le llevarán a intentar aprovechar al máximo las crecientes capacidades materiales rusas. En el exterior, al constatar el repliegue estadounidense y la incapacidad europea, es previsible que continúe formando un polo de poder aislado con sus aliados más fieles (Kazajstán, Bielorrusia, Armenia, Kirguistán y Tayikistán), y que priorice las relaciones con sus socios clave en la UE (Alemania, Francia e Italia) sobre la asociación estratégica con el conjunto de la Unión.
Para finalizar con una hipótesis optimista, cabe recordar que muchas de las citadas iniciativas de reforma interna de Medvédev se centran en cuestiones más propias del ámbito de responsabilidad del primer ministro, mientras que Putin intervenía con frecuencia en cuestiones de política exterior y de seguridad del ámbito presidencial, por lo que el previsto enroque de marzo y el intercambio de puestos puede racionalizar el reparto de funciones entre ambos. En todo caso, hubiera sido más positivo para Rusia un segundo mandato de cuatro años de Medvédev y que se hubiera aprobado, entonces, la reforma constitucional de 2008 por la que los cargos presidenciales pasan a durar seis años. De ese modo, Medvédev hubiera sido presidente hasta 2016 y Putin podría regresar al poder desde ese año hasta 2022, cuando alcanzará la edad de 70 años.
En el plano exterior, es de justicia recordar que el primer periodo presidencial de Putin se caracterizó por una fructífera colaboración con Occidente, en base a intereses comunes (como la lucha contra el terrorismo internacional), y en el uso de instrumentos de poder blando para aumentar su influencia entre sus vecinos. Una tendencia que se truncó más por culpa de los gobiernos occidentales (la invasión de Irak, la entrada en la OTAN de los países bálticos o el apoyo a las revoluciones de colores), que por decisión del Kremlin. El escenario más favorable sería, por tanto, aquel en que las relaciones entre Occidente y Rusia se desarrollen en la línea del periodo 2001-2003, lo que en gran parte dependerá de cómo la comunidad internacional reciba al ya presidente Putin a partir de marzo y, sobre todo, del resultado del proceso electoral estadounidense de 2012, ya que es previsible que el candidato republicano haga bandera en política exterior de un endurecimiento de la postura frente a Moscú para desgastar a Obama.
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