Liébano Sáenz
El voto democrático ciudadano debe ser la fuente de toda autoridad: esa es la premisa de la República. Por eso no comparto la existencia de figuras de gobierno que resulten del “acuerdo” de algunos legisladores o de una de las Cámaras. Las negociaciones entre miembros de la élite política actual han resultado desacreditadas por sus resultados, sobre todo si se han fincado en el marco de la debilidad de la institución presidencial. El IFE, el cambio estructural, la transformación de la Suprema Corte de Justicia, un sistema electoral equitativo, los derechos políticos para los habitantes del DF, etc., se generaron cuando un partido tenía mayoría absoluta en las Cámaras.
La aprobación del IPAB fue el fruto más trascendente del régimen de gobierno dividido. Ese cambio legal resolvió una situación de emergencia por la magnitud de los adeudos bancarios; sin embargo, no condujo a la modernización del sistema financiero. Y la reforma constitucional, concebida para una mayor transparencia, (IFAI) tenía un enorme potencial pero sólo consiguió resultados magros. Lo que ha sido evidente en los últimos catorce años es la imposibilidad del Congreso para acompañar al Presidente de la República en las transformaciones que el país requiere. No es cuestión de partidos; el PAN obstruyó reformas trascendentes cuando era oposición y el PRI lo ha hecho desde el 2000.
La corriente política que más ha contribuido al estancamiento es precisamente la que ahora se arropa en la exigencia de reformas que no supo o no quiso generar cuando podía. Una de sus propuestas es la creación del Jefe de Gabinete, que supone que la “negociación” entre políticos, y no el voto popular, sea el origen de quien gobierna. Entonces, ¿para qué elegir a un Presidente si no va a gobernar? En todo caso, la propuesta apuntaría hacia un régimen parlamentario en el que la mayoría legislativa, derivada del voto popular, sea la que defina el gobierno. La cuestión es que México, como casi todo el continente, tiene una cultura presidencial, y a ello hay que agregar que, en nuestro país, los partidos, los legisladores y el Congreso están en el sótano de la confianza pública.
El problema tiene salida; una puerta que se abrirá al compás de la renovación de los poderes públicos en 2012. Aquellos que resulten candidatos deberán considerar la necesidad de nuevas condiciones para un mejor gobierno, para una Presidencia que ofrezca resultados y que sea capaz de emprender los cambios que el país demanda, que construya un gobierno eficaz. El primer paso es elemental: evitar la espiral de polarización detonada por la elección presidencial del 2006. Ha quedado claro que el país no puede gobernarse en un ambiente de división y desconfianza entre las fuerzas políticas, como tampoco procede el apoyo condicionado a los intereses propios del ganador de la contienda. Es urgente abandonar el régimen de simulación y de chantaje opositor, la cultura del “Quid pro quo”, como si los legisladores se autorepresentaran.
El próximo candidato del PRD, sea Andrés Manuel López Obrador o Marcelo Ebrard, deberá superar los ánimos de agravio y revancha que sellaron el pasado remoto y cercano de ese partido. Inteligencia y visión son los requisitos. Dar finalmente vuelta a la página y, a partir de la propuesta propia, luchar plenamente para ganar la confianza ciudadana. No son, ni la arenga insultante ni la descalificación del adversario, los caminos adecuados para arribar al poder. Bajo las condiciones de esta elección, especialmente por los problemas que el país enfrenta, la polarización difícilmente servirá para lograr una mayoría electoral. No se trata de declinar principios sino de convertir la política y la propuesta en instrumentos que aporten soluciones, generen esperanza y definan una perspectiva frente a los problemas nacionales.
En el PAN existen cuatro buenos prospectos de candidatos a la Presidencia. Josefina Vázquez Mota, quien por ahora parece tener apoyo ligeramente mayoritario de los panistas, sin prejuzgar el resultado que definirán sus miembros adherentes y activos, representa una de las opciones más interesantes cualquiera que sea el desenlace de la elección. Lo mismo ocurriría si Santiago Creel resultara ser el candidato; la adversidad le ha obsequiado madurez y un mejor entendimiento de su partido y de la tarea que hoy le corresponde. Ernesto Cordero ha optado por una oratoria beligerante que es propia de quien inicia la competencia en desventaja. Sin embargo, es uno de los mejores funcionarios del régimen actual, y su trayectoria, más que su retórica, debe ser la base para evaluarlo. Emilio González, desde la gubernatura de Jalisco, constituye una alternativa interesante por representar una de las regiones más fuertes del panismo.
El PRI es el partido donde existe mayor claridad sobre la candidatura presidencial debido a las preferencias y al reconocimiento que el electorado otorga hoy a Enrique Peña Nieto, dentro y fuera de su partido. El dirigente Humberto Moreira ha sorprendido con la propuesta de elección abierta presentada el pasado domingo ante la cúpula de su partido. No obstante haber un consenso amplio sobre la persona que debe abanderar al partido, trasladar la decisión del candidato es el mejor camino para construir una unidad sustentada en el sentimiento mayoritario y no en el chantaje de los grupos cupulares. La democracia legitima y fortalece. Sin duda, éste será un paso histórico en el PRI, una señal de reencuentro con lo mejor de su pasado y la definición de una nueva forma de hacer política.
Lo fundamental es determinar, desde ahora, las bases para excluir a la polarización de la contienda electoral. En caso de haber un claro ganador, deberá contar con el reconocimiento oportuno de quienes no resultaron favorecidos, y el triunfador tendrá que aplicar una política que permita que el gobierno cumpla su responsabilidad y que la oposición se desempeñe con lealtad a las instituciones y con valores democráticos, alejada del agravio y del chantaje que es, hoy, moneda en curso.
El proceso electoral deberá ser competido, con debate apasionado y definido, con propuestas diferenciadas que no partan de un sentimiento de supremacía moral sino del interés genuino por resolver los grandes problemas nacionales. Es preciso impulsar un futuro inmediato positivo al amparo de una nueva actitud de los actores políticos. Sólo así, podrán sentarse los cimientos para un mejor porvenir.
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