11 septiembre, 2011

¿Nos roban el trabajo los chinos?

Made-in-china Por Juan Ramón Rallo

Libre Mercado, Madrid

En un sistema económico caracterizado por la división del trabajo y el intercambio, es normal que muchas personas vean amenazada su posición cuando otros agentes salen de la pobreza y comienzan a producir bienes y servicios que compiten directamente con los suyos. Cuando la población de una pequeña aldea crece, el tendero de toda la vida probablemente deba enfrentarse a nuevos competidores, de modo que su posición de monopolio (y las rentas extraordinarias que de ahí derivaba) desaparece. Eso no significa, sin embargo, que el incremento de la población empobrezca a la aldea: al contrario, el antiguo tendero monopolista pasará a dedicarse a otras labores y la variedad de bienes y servicios disponibles para el intercambio (la riqueza) se incrementará.

Lo mismo sucede cuando el tamaño de esa aldea global que es la economía mundial se expande. Por supuesto, habrá sectores locales que salgan perjudicados por la mayor cantidad de productores y competidores extranjeros –incluso podría haber algún país pequeño, concentrado en unos pocos sectores productivos, que sufriera una crisis nacional–, pero eso no significa, ni mucho menos, que el crecimiento de esa aldea global sea perjudicial, sólo que a corto plazo requerirá reestructuraciones.

A China se le pueden reprochar muchas cosas, como su continuada violación de los derechos humanos, su enorme corrupción, sus poco honrosas alianzas externas o su estructura política dictatorial en manos de la nomenclatura nacionalista y comunista, pero no que haya muchos chinos. Sin embargo, ése si es el temor de muchos occidentales que ven cómo la avalancha de manufacturas chinas nos está engullendo: al final, se nos dice, en Occidente nos quedaremos sin nada que producir porque los chinos son más competitivos en todo (debido a sus bajos salarios) y no hay en el mundo demanda suficiente como para absorber toda esa avalancha de producción.

La idea parece intuitivamente cierta, pero incurre en dos errores archirrefutados por la ciencia económica: la falacia de la sobreproducción generalizada y la falacia de la ventaja absoluta.

La falacia de la sobreproducción generalizada sostiene que la producción puede crecer más allá del poder adquisitivo existente, de modo que no habrá mercado para colocar todas las mercancías fabricadas y acaecerá una crisis. De hecho, no han sido pocos quienes pretenden explicar la presente crisis meced a la sobreproducción china. Fue Jean Baptiste Say quien en sus Principios de Economía se encargó de enterrar este mito: en última instancia, todo lo que compramos lo pagamos con otros productos que previamente hemos producido y vendido (la llamada "ley de Say"). Por consiguiente, si todos producimos más, nuestro poder adquisitivo crece correlativamente: tenemos más mercancías que podemos comprar, pero también más mercancías que podemos vender. Los chinos no sólo producen, sino que también compran (ya sean bienes de consumo o de inversión). En definitiva, una sobreproducción generalizada nunca será posible (una mayor oferta sienta las bases para una mayor demanda); otra cosa son las sobreproducciones sectoriales, que obviamente sí son posibles, como ha sucedido con la vivienda.

La falacia de la ventaja absoluta fue enunciada por Adam Smith al sostener que los intercambios entre individuos y naciones se guiaban por quien fuera mejor a la hora de producir un bien. Si Inglaterra es mejor que Portugal produciendo tela y Portugal mejor que Inglaterra produciendo vino, entonces ambos países trocarán sus mercancías. Pero, ¿qué pasaría si Inglaterra fuera mejor que Portugal fabricándolo todo? A esta pregunta respondió otro economista, David Ricardo, cuando explicó que los intercambios en realidad no se mueven por ventajas absolutas, sino relativas: cada persona se especializa en aquello en lo que es relativamente mejor que el resto. Por ejemplo, si Inglaterra genera mucho más valor que Portugal produciendo tela pero sólo un poquito más produciendo vino, será conveniente que Inglaterra se especialice en la tela y le deje a Portugal producir vino. Otro ejemplo quizá más comprensible: un empresario puede saber más contabilidad que nadie, pero normalmente subcontratará su gestión a una tercera persona para que él pueda centrarse en aquello en lo que es mucho mejor que todos, crear valor para los consumidores.

Por tanto, si no puede haber una sobreproducción general y todos podemos ocupar nuestro lugar dentro de una división internacional del trabajo, parece claro que no son los chinos quienes nos condenan al desempleo estructural, sino más bien nuestras rígidas regulaciones laborales.

Existe, con todo, una variante un tanto más verosímil del argumento anterior que no incurre en las mentadas falacias: aun cuando no nos quedemos sin empleos, el capital occidental tenderá a trasladarse a China por sus menores costes laborales, de modo que nuestros salarios se igualarán a la baja con los suyos.

Lo primero a tener en cuenta es que el capital no se dirige allí donde los costes laborales sean más bajos, sino allí donde los costes totales de producción sean menores en relación con la productividad de los factores productivos; esto es, allí donde cueste menos fabricar valor. El coste laboral es un coste de producción más, pero existen otros como el de transporte, el energético, el de financiación, los regulatorios, las deseconomías de escala o el riesgo institucional. Y, asimismo, existen otros factores que elevan la productividad (el valor) que se genera por unidad de coste: la dotación de capital (incluyendo el humano) o las complementariedades derivadas del efecto red.

Es cierto que los costes laborales son mucho más bajos en China, pero Occidente sigue teniendo ventajas en términos de infraestructuras, estabilidad institucional, seguridad jurídica, formación del capital humano o complementariedades vía efectos red. Es decir, en Occidente se puede formar una riqueza de mayor calidad con costes no laborales en ocasiones más baratos que en China. Por supuesto, esas ventajas son transitorias –conforme China acumule más capital y, sobre todo, si llega a establecer pacíficamente un Estado de Derecho riguroso, sus otros costes se reducirían– pero también lo serán los bajos salarios chinos, debido a que su mayor capital incrementará la productividad de los trabajadores (volverá el factor trabajo relativamente más escaso –y caro– con respecto a los bienes de capital complementarios).

Lo segundo a considerar es que los consumidores occidentales salimos beneficiados si podemos comprar más baratos algunos bienes que nosotros fabricamos de manera más cara. La economía se basa en economizar el uso de recursos para satisfacer la mayor cantidad de fines posibles: si los chinos son capaces de fabricar alguna mercancía más barata que nuestros productores locales, los consumidores occidentales podremos adquirirla a precios más asequibles y nuestros productores locales podrán reorientar sus recursos para manufacturar otros bienes que nosotros podremos comprar gracias al ahorro derivado de las más asequibles mercancías chinas. Ninguna sociedad sale beneficiada por producir a los costes más elevados posibles, pues en tal caso nos convendría abandonar la división del trabajo y que cada ser humano se volviera autosuficiente.

Pero, sobre todo, el mayor error en relación con la presunta destrucción de empleos en Occidente como consecuencia de los menores costes laborales chinos es que no todas las industrias chinas compiten con todas las industrias occidentales. Gran parte de las industrias chinas se dedican a cooperar con las industrias occidentales para lograr una mayor producción. Por ejemplo, la industria de juguetes de China compite con la industria de juguetes de Occidente, pero las fábricas dedicadas a producir chips informáticos se complementan con las industrias informáticas de Occidente. Del mismo modo que no todas las empresas dentro de España compiten entre sí (hay numerosas relaciones proveedores-mayoristas-minoristas), tampoco todas las empresas en el mundo hacen lo propio.

Por ejemplo, en 2010 España importaba de China productos valorados en 20.000 millones de euros, esto es, el 2% del PIB; porcentaje similar al de EEUU (365.000 millones o el 2,5% del PIB). De todas esas importaciones, alrededor del 50% eran bienes de capital que las industrias occidentales emplean para mejorar su productividad (el resto son bienes de consumo que sí compiten con los bienes de consumo que fabriquemos internamente). En otras palabras, si ya resulta poco probable que nos abocamos a la desindustrialización por el hecho de que importemos el 2% de nuestro PIB de China (sobre todo cuando, a su vez, les exportamos alrededor del 0,5%), aún lo es menos si tenemos en cuenta que la mitad de esos productos son bienes de capital tirados de precio que nos permiten ser mucho más competitivos que si los produjéramos internamente a precios más altos. Cuanto más abarate China los bienes de capital que nosotros incorporamos a nuestros procesos de producción, más productivos seremos y más altos salarios podremos permitirnos.

¿Qué nos deparará, por tanto, el futuro? Como ya sucediera con la transición de la agricultura a la industria o de la industria a los servicios, conforme se acumule internacionalmente el capital, las ocupaciones que puedan automatizarse y sustituirse por bienes de capital tenderán a desaparecer (como lo hicieron decenas de agricultores con la aparición de la cosechadora o como podrían hacer los robots de limpieza con respecto al servicio doméstico), mientras que las otras tenderán a revalorizarse. Y entre esas otras hallaremos toda una variedad de empleos: desde los más básicos (como pueden ser peluqueros, policías, camareros... que de momento no pueden prestarse por una máquina ni, por supuesto, en China) hasta los más sofisticados (formación superior muy especializada: directivos, ingenieros, diseñadores, consultores, investigadores, profesores...). Así, por ejemplo, las ocupaciones más especializadas se han duplicado en EEUU desde 1983 (hasta representar un tercio de toda la fuerza laboral) y las medias han crecido en torno al 30%. Los trabajos que realmente se han perdido están relacionados con la agricultura, la minería o las cadenas de montaje, esto es, las ocupaciones más automatizables y con menor valor añadido.

En definitiva, no serán los chinos quienes nos empobrezcan, sino en todo caso el intervencionismo de unos gobiernos occidentales que nos lleve a dilapidar el capital (vía ciclos económicos, regulaciones absurdas o inadecuada formación en universidades públicas) y, por tanto, nos impida crear modelos de negocio que generen el suficiente valor para los consumidores occidentales... y chinos.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

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