Por Fernando Díaz Villanueva
Libertad Digital, Madrid
Los Estados pueden quebrar y, de hecho, lo hacen bastante a menudo. Sólo en el siglo XIX España presentó suspensión de pagos siete veces. La razón es simple, el Tesoro estaba a cero y no podía atender a los acreedores, ni a los de dentro ni a los de fuera. Los Estados tienen ese privilegio del que carecemos los individuos. Si un Gobierno dice que no paga pierde la confianza de los inversores, pero nadie le embarga ni le reclama por la fuerza lo que debe.
Como la última quiebra soberana del Estado español fue hace siglo y pico, exactamente en 1882, nadie se acuerda de sus efectos. Entonces, claro, el Estado no tenía un papel tan importante en la economía ni era, como hoy, el primer terrateniente ni acaparaba más de la mitad de la riqueza del país. Las consecuencias fueron infinitamente más suaves para la gente que si esa bancarrota se produjese en esta década.
Acreedores sin cobrar
Hoy, si un Estado quiebra, lo primero y más inmediato es que sus acreedores se quedan sin cobrar a no ser que hubiesen suscrito un seguro de quiebra, un CDS. En tal caso el acreedor saldrá airoso del brete, no así el asegurador, que tendrá que cubrir lo que el Estado ha dejado de remunerar. El agujero no se tapa, se transfiere. El impago origina una corrida de inversores que abandonan el país a toda prisa, al tiempo que frena en seco el flujo de capital desde el extranjero.
En Argentina, cuando se produjo el default de 2002, los capitales salieron despavoridos del país. El Estado debía casi 200.000 millones de dólares, el equivalente al 79% del PIB y disponía de sólo 10.000 millones de dólares en reservas en divisas. Tal fue la quiebra, que el propio FMI estuvo a punto de colapsar por culpa de Argentina. Otorgó a De la Rúa un crédito de urgencia de 8.000 millones de dólares para evitar un default soberano que, finalmente, se decretó en contra de los criterios del Fondo Monetario.
Paro, miseria y violencia
La suspensión de pagos estatal que, aparentemente, parece una vía expeditiva para acabar con la angustia económica, es parecido a cortarse una pierna porque el pie tiene una dolorosa herida. Implica exactamente lo contrario de lo que los políticos auguran: el surgimiento de nuevos problemas que antes, con el grifo de la financiación abierto, ni siquiera se imaginaban.
El día después de la bancarrota estatal, la crisis se desencadena con virulencia en todo el país. En Argentina, que es el caso más reciente y el país más parecido a España, a la quiebra le sucedió la devaluación del peso y un aumento vertiginoso de la tasa de desempleo (del 12,4% al 25% en 4 años) y una reducción brutal de ingresos familiares que, según la UNICEF, fue un 30% en sólo un año entre 2001 y 2002.
A los siempre fríos datos macroeconómicos le siguen el siempre caliente corolario de violencia y miseria. Al derrumbarse el sistema de protección social y devaluarse las pensiones, los más expuestos quedan a la intemperie, sin posibilidad de encontrar más trabajo que subempleos en la economía sumergida lo que aboca a muchos a la delincuencia. Argentina ha padecido en los últimos años una epidemia de inseguridad ciudadana. Sólo en Buenos Aires, entre 2001 y 2003 los secuestros exprés se multiplicaron por cuatro, de 77 a 307.
Los que habitualmente se sienten más seguros de sus ingresos por venir del Estado, los funcionarios y los jubilados, también lo sienten en carne propia. Si se desata una hiperinflación sus salarios quedan reducidos a la nada como pasó en 1923 en Alemania, cuando los altos funcionarios del Estado prusiano tuvieron que mendigar. Eso, en el peor de los casos, el que suma quiebra e inflación. En Argentina no se disparó la hiperinflación, y no por falta de ganas del Gobierno, sino porque la demanda de dinero había caído y todo el mundo quería dólares, no los devaluados pesos. No le quedaba, pues, el recurso de emitir moneda para expandir de nuevo artificialmente la economía.
El Gobierno de Duhalde decidió entonces reducir por decreto el sueldo de los empleados públicos y las pensiones un 13%. Cobrar las pensiones en Argentina se convirtió en una odisea durante años. Los jubilados hacían largas colas en los bancos y, en ocasiones, se pagaban en multitudinarios actos en cines y estadios de fútbol. El caos fue tal que en el año de la quiebra dos pensionistas murieron en la fila de cobro.
El dinero deja de ser dinero
Uno de los problemas de una quiebra soberana cuando los billetes impresos por el Estado no los quiere nadie es que falta dinero de verdad. Por eso, en el momento álgido de la crisis, el trueque floreció de un modo espontáneo. Llegó a haber 8.000 clubes de trueque en el que participaron unos 6 millones de personas de todo el país. En el colmo de la sofisticación, algunos clubes de trueque emitieron papel, “créditos” se llamaban, que actuaban como una especie de “cuasimoneda” aceptada en los mercados.
Y no fueron los únicos en inventarse el dinero. Las provincias, cortas de efectivo para pagar sueldos, crearon bonos-moneda que no devengaban interés y carecían de respaldo del Banco Central. En Buenos Aires se llamaban “Patacones”, en Córdoba “Lecor”, en Chaco “Quebrachos” y en toda Argentina “Lecop”.
La pobreza es lo siguiente que aparece de un modo generalizado. Siguiendo con el ejemplo de Argentina, a mediados de 2002, la mitad de la población, más de 18 millones de personas, se había deslizado por debajo de la línea de la pobreza, de los cuales 8,5 millones eran indigentes. Eso en un país ahíto de recursos naturales y con una de las cabañas ganaderas más grandes del mundo.
Votar con los pies
Entonces, ¿Por qué se dieron brotes de hambruna en ciertas zonas del país? Pues porque, con motivo de la quiebra soberana, la inversión privada se había desplomado, muchas empresas arruinado por la imposibilidad de financiarse y no había liquidez para emprender nada nuevo que generase otra vez empleo y riqueza.
Los más castigados por las quiebras son siempre los pobres y la clase media. El tequilazo del 95 en México machacó a la clase media del país hasta hacerla desaparecer. En Argentina, los que pudieron, la gente joven y con preparación, emigraron al extranjero. Entre 2001 y 2002 unos 200.000 argentinos salieron del país rumbo a Estados Unidos y Europa, especialmente a España. Tres de cada diez argentinos que viven en el exterior lo hacen nuestro país.
¿Y el Estado permanece quebrado eternamente?
No, los políticos actuales, que gestionan Estados elefantiásicos, tratan de recuperar la confianza de los mercados porque siguen necesitando recurrir al extranjero para financiar sus proyectos y sus cuantiosos gastos. Entonces, tienen que apretarse el cinturón y emprender profundas reformas que, con el tiempo, inspiren confianza de nuevo en el exterior.
Argentina recurrió al FMI, que permitió al país renegociar y reprogramar los vencimientos de la deuda de 3 a 5 años. Pagó tarde y mal, pero pagó. La recuperación de la economía (y del crédito internacional) ha posibilitado que el Gobierno argentino vuelva a endeudarse. Porque, aunque la quiebra no es eterna, vuelve periódicamente si los gestores del Estado no aprenden un principio elemental al alcance de un niño de primaria: nunca se puede gastar lo que no se tiene.
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