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Jeffrey Miron |
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La lógica económica, dice, indica que reducir el consumo de drogas no es una meta apropiada ni fácil de alcanzar, y que la prohibición es el peor método para alcanzarla
La primera pregunta de una política sobre drogas es si el gobierno debe tratar de reducir el consumo drogas. Es decir, si debe tratar las drogas de manera distinta al café, el helado, los automóviles, los hornos tostadores, el esquí alpino, el alcohol, el tabaco o cualquier otro producto o actividad. La mayoría de la gente piensa que la respuesta es obvia, pero es importante preguntar por qué las drogas habrían de ser diferentes de otros bienes.
En términos generales, los economistas suponen que la gente consume determinados bienes porque piensa que ese consumo la hará sentir mejor. Así pues, el punto de partida natural para los economistas es que la política no debe desalentar el consumo de drogas: cualquier tentativa en ese sentido reduce el bienestar de los consumidores al ponerles obstáculos para consumir. Ésa es la postura de la economía en relación con todos los bienes y es válida también para el caso de bienes que podrían ser adictivos (Becker y Murphy, 1988).
El argumento paternalista
La primera objeción es que cuando la gente “decide” consumir drogas no está necesariamente tomando decisiones informadas que sopesen los costos y beneficios. Más bien lo contrario: muchos consumidores podrían estar desinformados sobre los riesgos del consumo de estupefacientes, o carecer de la disciplina para controlar su consumo de bienes adictivos, o ser demasiado optimistas respecto a su capacidad de resistir la adicción. Si algunos consumidores toman decisiones “irracionales” sobre el consumo de drogas, las políticas encaminadas a reducir ese consumo pueden mejorar la situación de esos consumidores.
Cabe hacer algunos reparos a la adopción de esta perspectiva “paternalista”.
Para empezar, suelen exagerarse las consecuencias negativas del consumo de drogas para la salud y para la productividad. Se exagera también el riesgo de adicción (Miron, 2004). Por otra parte, la posibilidad de un consumo irracional difícilmente se circunscribe a las drogas. De hecho, muchos bienes son potencialmente adictivos o peligrosos, de modo que si la política ha de desalentar el consumo de drogas, también habría de dirigirse a desalentar el de otros bienes.
Es verdad que la política actual busca reducir el consumo de alcohol, tabaco, juegos de azar y grasas polinsaturadas, así como fomentar el ejercicio y el ahorro para el retiro. Pero la lista de bienes y actividades que podrían ser objeto de un exceso irracional es mucho más amplia. Por ejemplo: negociar acciones en línea, ver demasiada televisión o practicar deportes extremos. De modo que el gobierno agotaría muy rápido sus recursos si se propusiera evitar todos los consumos que podrían ser irracionales.
El paternalismo es un terreno resbaladizo para fincar una política antidrogas. Si concedemos que el gobierno sabe más sobre el consumo personal de drogas que las propias personas, no estaríamos lejos de suponer que el gobierno sabe mejor que nadie cuánto debemos ejercitarnos, qué debemos comer, cuánto debemos estudiar, a qué escuela debemos ir, qué libros debemos leer, qué religión debemos practicar, y así sucesivamente. A lo largo de la historia los gobiernos han adoptado políticas coercitivas en todas estas esferas. A menos que confiemos en que las más de las veces el paternalismo del gobierno será benévolo, la posibilidad de entrar en terrenos resbaladizos debe hacer que se tomen precauciones respecto a poner al gobierno a cargo de las decisiones personales sobre el consumo de estupefacientes.
Otro reparo de crucial importancia es que si bien el consumo de drogas puede ser irracional, gran parte de él no lo es. Millones de personas consumen drogas con efectos nocivos mínimos y afirman que obtienen de ellas grandes beneficios médicos, recreativos, religiosos o de otra índole. Toda política que tenga por objeto reducir el consumo irracional de drogas probablemente restringirá también su consumo racional, y es imposible, por tanto, saber de antemano el efecto final que tiene en los consumidores.
Las políticas paternalistas plantean problemas complejos y podrían tener más costos que beneficios.
El argumento de los efectos secundarios
La segunda objeción a la perspectiva de la elección económica racional sostiene que aun si la mayoría del consumo personal de drogas es racional, puede perjudicar a terceros. Estos efectos secundarios en no consumidores, conocidos por los economistas como externalidades, incluyen accidentes automovilísticos, daños en la salud de nonatos y mayores costos del sistema de salud pública. Cuando el consumo de un bien genera externalidades negativas, las políticas que reducen su consumo aumentan el bienestar social.
Aquí hay también algunos reparos que hacer. Es fácil exagerar las externalidades negativas del consumo de estupefacientes. Por ejemplo: el efecto de la marihuana en la capacidad para conducir, aunque no es nimio, es menor al del alcohol (Miron, 2004). Pero hay otros muchos bienes que no son drogas y generan externalidades negativas, entre ellos manejar en carretera (lo cual da lugar a congestionamientos y contaminación), lavar platos o ropa (contaminación del agua) y ver televisión hasta muy noche (menor productividad laboral por falta de sueño). Y otra vez: buena parte del consumo de drogas no genera externalidades, de modo que las políticas que se enfocan a restringir el consumo de drogas coartan a los consumidores sin obtener con ello beneficios compensatorios para la sociedad.
Otro problema del argumento de las externalidades es decidir en cuál conviene concentrarse. Fumar perjudica la salud y aumenta los costos del sistema público de salud. Si se quiere evitar esta externalidad hay que gravar el tabaco para reducir su consumo. Pero el asunto puede verse también al revés: fumar es causa de muerte prematura, lo que implica menos costos de seguridad social para fumadores que para no fumadores. ¿Debemos concluir por esto que para ahorrar en salud hay que subsidiar o fomentar el uso del tabaco? Lo que quiero decir es que el argumento de las externalidades puede esgrimirse selectivamente, sin reflejar necesariamente el tamaño real de las externalidades negativas.
Una visión racional de las externalidades justifica ciertas políticas de reducción del consumo (por ejemplo, conducir bajo los efectos de drogas). Pero nada indica en esa visión que el objetivo correcto es eliminar todo consumo de drogas. Manejar un auto contamina y provoca accidentes, pero nadie recomienda eliminar los automóviles o que se prohíba conducir. El análisis económico sólo recomienda reducir el consumo de drogas irracional o que genera externalidades negativas.
Una estrategia posible para reducir el consumo de drogas es la prohibición: declarar ilegal la producción, distribución, venta y posesión de drogas y castigar las violaciones con cárcel, multas, confiscación de bienes, etcétera. Pero la prohibición no es el único camino. También puede recurrirse a poner los impuestos especiales, la restricción a la edad de los usuarios, campañas publicitarias de salud pública y el tratamiento subsidiado a consumidores problemáticos.
Todas estas políticas tienen costos y consecuencias no deseadas, de modo que la pregunta correcta es: ¿cuál compensa mejor sus costos y sus externalidades negativas? Es un hecho casi inobjetable que la prohibición representa la peor de las opciones.
Los costos de la prohibición
La prohibición no elimina los mercados de drogas ilícitas, simplemente los lleva a la clandestinidad. Puede reducir la cantidad de consumo, pero persisten mercados importantes, incluso en el marco de prohibiciones muy estrictas (Miron, 2004). Los mercados negros tienen varios efectos secundarios negativos.
Para empezar, en esos mercados los participantes no pueden resolver sus conflictos mediante mecanismos no violentos, por ejemplo los pleitos legales o la publicidad para afianzarse en el mercado. Entonces recurren a la violencia. Tampoco tienen la opción del cabildeo legislativo, por lo que la corrupción es más generalizada.
El índice de actividades delictivas generadoras de ingresos es mayor en el contexto de la prohibición porque los consumidores de drogas que obtienen sus ingresos de actividades como el robo y la prostitución deben pagar precios más altos por las drogas y, por consiguiente, cometen más delitos.
El control de calidad es más difícil en un mercado clandestino, de modo que las intoxicaciones por impurezas y las sobredosis accidentales a causa de drogas demasiado potentes son más comunes. Los consumidores están en peor situación porque enfrentan mayores precios y una disponibilidad reducida, compran a vendedores clandestinos y no a proveedores legales, y corren el riesgo de ir a prisión.
La transmisión del VIH se vuelve más frecuente con la prohibición porque los altos precios de la droga fomentan métodos de administración de drogas muy rendidores como la inyección; esto, sumado a las restricciones de acceso derivadas de la prohibición a agujas limpias, propicia el intercambio de agujas contaminadas.
El afán prohibicionista limita el uso de drogas para fines medicinales y genera onerosas restricciones para la investigación.
El esfuerzo estadunidense de imponer la prohibición en todo el mundo trae consigo mayores grados de violencia y corrupción en los países proveedores y de tránsito como Colombia, Perú, México o Afganistán.
El afán de aplicar la prohibición restringe libertades civiles y tensión racial, dada la naturaleza voluntaria de la compra de estupefacientes. Además, la prohibición siembra la falta de respeto a la ley porque no importa el celo con el que se haga valer, mucha gente la evade y todos aprenden que las leyes son para los tontos.
En vista de estos aspectos negativos de la prohibición, es difícil sostener que es una mejor política que la del laissez-faire.
La alternativa obvia para la prohibición es un impuesto especial sobre drogas, similar al que se aplica en la mayoría de los países al alcohol y el tabaco. En condiciones generales y en sentido estricto, los impuestos especiales son preferibles a la prohibición (Becker, Grossman y Murphy, 2006).
Se puede elegir un impuesto especial óptimo para subir los precios de los estupefacientes y disminuir su consumo en mayor medida de lo que ocurre dentro de una prohibición óptima (Becker, Grossman y Murphy, 2006). Con ese impuesto el precio sería casi tan alto como en el régimen prohibitivo —de forma que el consumo sería casi el mismo—, pero la sociedad se ahorraría todos los costos secundarios de los mercados negros, así como algunos de los costos que implica aplicar la prohibición.
En el régimen del impuesto especial, los proveedores legales que paguen el impuesto tendrían una ventaja estricta sobre los proveedores ilegales o evasores de impuestos, que serían los perseguidos por la ley de modo que proveerían legalmente y cumplirían sus obligaciones fiscales. Las mismas medidas contra la producción ilegal que se aplican hoy a todos los proveedores, se aplicarían sólo a los que intentaran evadir el impuesto. La evasión puede volverse tan cara que pocos productores se atreverían a evadir el pago del impuesto. Los costos de aplicación de la ley se limitarían a mantener en regla a los evasores, reduciendo enormemente los costos del régimen de prohibición total.
Más allá de los pros y contras del consumo de drogas, las alternativas distintas a la prohibición podrían dar una mejor relación costo-beneficio. Los impuestos especiales, en particular, aumentan el precio de las drogas y disminuyen el consumo, con efectos secundarios negativos mucho menores. En consecuencia, la lógica económica recomienda la legalización de las drogas, no su prohibición.
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