Cuando existe un mundo globalizado y, más aún, una Unión Europea, hablar de nacionalismos desde la capital de una ex potencia colonial inevitablemente tiene un tufo de racismo.
Pascal Beltrán del RíoNo tengo modo de comprobar si la decisión de Petróleos Mexicanos de incrementar su participación en la empresa petrolera española Repsol-YPF es —como dijo la semana pasada el flamante secretario de Hacienda y ex titular de Energía, José Antonio Meade—una “operación bien pensada” que permitirá “llevar valor a Pemex, en beneficio de todos”.
Tampoco me atrevería a opinar si la adquisición de 56.3 millones de acciones de Repsol, que se dio a conocer el pasado 29 de agosto, se hizo con apego a las normas y procedimientos —algunos de ellos francamente tortuosos— que rigen la administración de Pemex. Determinar eso debe ser el trabajo de abogados y auditores.
Asimismo no creo que sea pertinente aportar en esta discusión los cuestionamientos, hechos por el periodista aragonés Gervasio Sánchez, respecto de la actuación de Repsol en el plano internacional, donde ha hecho negocios con gobiernos muy cuestionados en el terreno de los derechos humanos, como los de Guinea Ecuatorial y Kazajstán.
Todo aquello puede ser motivo de debate. Lo que no admite discusión, porque riñe con la congruencia, es la furibunda reacción nacionalista que suscitó el anuncio de que la participación de Pemex en Repsol había pasado de 4.8% a 9.8%, sobre todo porque dicho paquete accionario, unido al de la constructora Sacyr, que posee 20%, pudiera representar un reto a los poderes ejecutivos de Antoni Brufau, presidente de la petrolera española.
Bajo el pretexto de que el apesadumbrado gobierno socialista de España ya tiene “bastantes problemas”, el ministro de Industria de aquel país, Miguel Sebastián, quiso atajar lo que algunos medios llaman el “asalto” a Repsol mediante un llamado a no poner en el riesgo la “españolidad” de la empresa.
Desinteresado en batirse con alguno de los contendientes de esta telenovela empresarial —Brufau, por un lado, y Luis del Rivero, presidente de Sacyr, por el otro—el ministro aseguró que la alianza en la que participa Pemex había dado garantías de que no atentaría contra el interés de España.
El gobierno, dijo Sebastián, “no toma partido, no está detrás de alguna de las partes y de lo único que se asegura es que una empresa estratégica, porque sus reservas son las de España, continúe siendo española”.
Sin embargo, no todos los socialistas españoles encumbrados respiraron tranquilos tras de dicha declaración. El más conspicuo de ellos, el ex presidente Felipe González, se pronunció porque se mantenga el control que actualmente tienen La Caixa y BBVA, entre otros accionistas, sobre Repsol.
En una entrevista que otorgó a la Cadena Ser, González arremetió contra lo que cree que son las intenciones ocultas de la paraestatal mexicana en esta operación: “Que me digan que Pemex va a tener como prioridad número uno mantener la españolidad de Repsol… Es una broma, ¿no?”.
Lo que no es broma es que Felipe González —quien siempre me ha parecido un político sensato— es un jugador importante del sector energético de su país. Participa como miembro del consejo de administración de Gas Natural, donde comparte un asiento con Brufau.
Además es extraño ver a González usar descaradamente la carta nacionalista, ejemplificada en su llamado a que la Comisión Nacional de Energía estudie la alianza Pemex-Sacyr y “que dictamine a, b o c, pero si lo hace previamente no lo entiendo o sí, lo entiendo muy bien, y no me gusta”.
Yo recuerdo a otro Felipe González, quien, más allá de fallas y aciertos, siempre estuvo dispuesto a revisar los viejos paradigmas de la izquierda, entre ellos el nacionalismo de oropel.
¿No fue acaso él quien, pragmáticamente, promovió la entrada de España en la OTAN hace 25 años, contra la postura de su partido, porque, según él, dicho paso aceleraría el ingreso de su país en la entonces Comunidad Económica Europea?
Cuando existe un mundo globalizado y, más aún, una Unión Europea, hablar de nacionalismos desde la capital de una ex potencia colonial inevitablemente tiene un tufo de racismo.
Sé que los socialistas españoles están preocupados por las elecciones de noviembre entrante, pero bien harían en no calcar expresiones propias de las formaciones de extrema derecha que pululan por todo el continente europeo.
La cosa es mucho más sencilla. Aquí no hay grandes conspiraciones. Pemex, como cualquier accionista minoritario, busca no ser avasallado en la junta de accionistas y para eso establece alianzas. Por su parte, Sacyr busca maximizar sus rendimientos para cubrir la enorme deuda que arrastra desde que decidió convertirse en el accionista mayoritario de la empresa.
Insisto en que no quiero comprar por adelantado los objetivos que el gobierno mexicano ha enunciado respecto de la ampliación de su participación en Repsol, pero habría que darle el beneficio de la duda de que dicha operación ayudará a Pemex a hacerse de tecnología de punta para la explotación de hidrocarburos en aguas profundas, algo de lo que casi carece.
Por otro lado es imposible no ver la incoherencia de quienes se quejan por la participación de Pemex en Repsol pero pasan por alto las inversiones españolas en distintos sectores de la economía mexicana. Hablemos tan sólo de la banca, donde opera BBVA (antes Bancomer), una institución que obtiene en México la mitad de sus ganancias mundiales.
También me ha llamado la atención la reacción que ha suscitado en nuestro país la compra de acciones de Repsol. No sé si es la suspicacia de siempre o la incapacidad de pensar que Pemex pudiera llegar a controlar una empresa extranjera.
En cualquiera de los dos casos, no se toma en cuenta que la participación mexicana en Repsol data de hace tres décadas, cuando Pemex adquirió acciones de Petronor para poder usar una refinería en Vizcaya y facilitar así sus exportaciones hacia el mercado europeo.
De las críticas que he escuchado sobre este caso, sólo encuentro una irrefutable: la que señala la incongruencia de que Petróleos Mexicanos pueda comprar acciones de empresas extranjeras al tiempo que la ley mexicana es celosa de casi cualquier inversión privada en Pemex.
Esa es una visión superada en el resto del mundo y una de las causas de que el contribuyente mexicano tenga que cargar con saldos de operación negativos, que tan sólo en Pemex Refinación sumaron casi 360 mil millones de pesos entre 2005 y 2009, lo doble de la sangría de la extinta Luz y Fuerza del Centro en el mismo lapso.
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