Nadie puede estar de acuerdo con el aborto ya que, en la mayoría de los casos, dicho procedimiento resulta una experiencia traumática para las futuras madres que desgraciadamente deciden someterse a ello. Si las mujeres son auténticos seres mágicos que cuentan con la capacidad de crear la vida, sólo en un caso extremo podrían verse obligadas a renunciar a su naturaleza. Sin embargo, no es al Estado ni a la Iglesia ni a la sociedad, a quienes corresponde decidir las reglas fundamentales en relación al cuidado del cuerpo y del organismo de las mujeres. La materia de la ley debe ser la cosa pública y no las decisiones íntimas de las mujeres. En el DF existe, afortunadamente, respeto a su derecho a ser madres, en los términos de lo dispuesto por el artículo 4 de la Constitución: “Toda persona tiene el derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos”. ¿Pueden entonces algunos trogloditas de la Corte votar en contra de la decisión de las mujeres para tener el número de hijos que deseen?
No se le puede dar una interpretación religiosa a las normas constitucionales ni concederle personalidad jurídica a un embrión. Resulta imperativo distinguir entre un cigoto y un ser humano. Con independencia de lo dispuesto por la ley, ¿las diferencias no se pueden constatar a simple vista? Al penalizar el aborto se sanciona a las mujeres que carecen de recursos y que mueren desangradas o infectadas por cientos de miles en las planchas de los consultorios clandestinos. Las mujeres acomodadas salvan la vida y la salud en hospitales de lujo o en el extranjero, de la misma manera que obtienen el divorcio religioso a cambio de dinero. Las pobres, que se hundan sin consuelo espiritual y sin tener acceso a los centros de salud.
Por si lo anterior fuera insuficiente, los ministros reaccionarios de la Corte, carentes de una elemental formación jurídica, que mandarán a la cárcel a las mujeres embarazadas ultrajadas por algún delincuente enfermo de sida, entre otros ejemplos más, tampoco tomaron en cuenta al acatar las consignas electoreras del jefe del Poder Ejecutivo, las consecuencias sociales relativas al nacimiento de más niños indeseados y rencorosos, que serán abandonados al nacer o golpeados a lo largo de la infancia o eternamente castigados que, con el paso del tiempo, sin cariño, sin cobijo y sin escuela, en su desamparo, podrían llegar a sumarse a las pandillas de rufianes que acosan al México de nuestros días.
Cómo se atreven estos ministros pro clericales, enemigos de la paz y de la evolución de México, a sostener, al igual que la Iglesia católica, el respeto a la vida del feto, del embrión o ya del ser humano, cuando el Vaticano “ha reconocido, según el catecismo, el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para que, en caso de extrema gravedad, se llegue a aplicar el recurso de la pena de muerte”. Sí, señores, el clero católico está de acuerdo con la pena de muerte, con el hecho de privar de la vida a los delincuentes que hubieran cometido penas graves. Las enseñanzas de teología moral, de acuerdo al catolicismo son irrefutables: “Es lícito matar al malhechor en cuanto se ordena la salud de toda sociedad”. ¿Las personas encargadas de aplicar la pena de muerte a los sentenciados también estarían excomulgadas por la Iglesia católica al igual que lo estarían los médicos que liberan a las mujeres de su embarazo que les amargará la existencia? ¿Justifica la Iglesia el asesinato de personas en nombre del orden y la tranquilidad de las buenas conciencias? Para la jerarquía eclesiástica, ¿cuál vida será más importante, la del sentenciado a muerte o la del embrión indefenso? Si la vida es sagrada desde el momento de la concepción, ¿con qué criterio califica la jerarquía católica la vida de un embrión y la de un ser humano?
¿Acaso el papa Pío XII no bendijo a los escuadrones aéreos de Mussolini deseándoles buena suerte cuando iban a bombardear Etiopía? ¿Cuál fue la actitud de la Iglesia católica ante el genocidio de seis millones de judíos? ¿No fue otro Papa, esta vez el Pío XI, en su encíclica Iniquis Aflistique de 1926, quien avaló y bendijo la guerra cristera, la matanza entre los mexicanos? ¿Cómo pudo perdonar el sumo pontífice el asesinato masivo de militares, maestros rurales y adversarios ideológicos que fueron acribillados a balazos en nombre de Cristo Rey? ¿Quién es entonces la Iglesia católica para hablar del respeto a la vida de un cigoto cuando está de acuerdo con las ejecuciones legales o ilegales de personas en guerras y movimientos armados o en crímenes del orden común?
Para quien suscribe el presente artículo era muy claro que la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvería la constitucionalidad de la despenalización del aborto tal y como procedió con las leyes emitidas por la Asamblea de Representantes del DF. Pero, ¡oh, sorpresa!, el clero católico, enemigo siniestro de la nación, ha vuelto a ganar una partida, con una minoría absurda, en contra de los más caros intereses de México! Preparémonos entonces a sufrir los horrores de una sociedad aún más desintegrada con el nacimiento de más niños indeseados de padres desconocidos y cuyas madres los repudian desde el momento mismo de su concepción…
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