08 septiembre, 2011

Yo, el lápiz...a la mexicana


Mexican Hat Por Roberto Salinas León y Carlos Peláez Gómez

El Cato

(Puede ver el relato original de Leonard E. Read aquí).

En los círculos intelectuales de la economía de mercado, conocida es la historia del famoso Lápiz que auto-narra su pasado, y sobre todo el proceso económico que lo llevó a existir.1 En esta leyenda, la lección es dramática —cómo millones de pequeñas (minúsculas) porciones de conocimiento individual se entrelazan en un asombroso proceso inter-temporal de acción humana para permitir su surgimiento; un proceso complicado, imposible de concebir por la iluminación de una sola mente humana, o incluso varias. En este proceso, según la narrativa del Lápiz, participan un sinnúmero de mentes individuales que persiguen objetivos particulares y heterogéneos, mismos que se concatenan de manera espontánea, convergiendo en la producción final de esa unidad. En el famoso texto de Leonard Read, nos volvemos testigos de la vanidad divina que caracteriza a los que consideran posible reunir a una persona o un comité de mentes humanas para tratar de planear, conducir, coordinar y orientar el proceso económico, tanto en un caso individual como este, o en su totalidad.

Su historia nos reveló el proceso que nace de la necesidad humana de comunicación, sin requerir ex ante un ejercicio de coerción, o un aparato autoritario. Es un efecto natural de acciones espontáneas libres de seres cotidianos de carne y hueso. En otras palabras, el cuento nos dramatiza la potencia del complejo sistema de comunicación, y de la función coordinadora, que caracterizan al mercado; un orden en el que las personas se comunican entre sí respecto de la escasez relativa de bienes, actuando en forma libre y voluntaria, revelando a la comunidad escalas de incentivos, preferencias, y restricciones. He ahí el gran descubrimiento de las ciencias socioeconómicas.

Sin embargo, nuestro admirado colega olvidó detallar lo sensible que puede resultar este proceso a las injerencias de intervenciones selectas, discrecionales, con altos costos de transacción, que existen dentro de los llamados mercados emergentes —y con ello, olvidó destacar la imperiosa necesidad de mantener libre el proceso, so pena de sufrir graves desajustes. Es aquí donde la historia de la contraparte mexicana adquiere una relevancia fundamental.

Así como aquella narración, ésta es la historia de mi pasado, Yo Lápiz mexicano, como ejemplo de lo que también sucede en otros mercados latinoamericanos, con tradiciones anti-económicas, con instituciones que inhiben el potencial productivo de sus ciudadanos, al imponer formidables costos de transacción en el complicado proceso económico de producción. Uno podrá preguntarse qué diferencia implica el lugar de fabricación, si al fin y al cabo las leyes de la economía son universales; y, uno tendrá toda razón al plantear la interrogante: la ubicación geográfica no debería de influir en las condiciones que permiten y dan rienda suelta al proceso; lamentablemente, en el caso de regímenes de inversión subdesarrollados, las condiciones internas sí cambian; y hacen una diferencia fundamental. Vaya, entre otras cosas, mi país hoy tiene el mismo nivel de productividad laboral, en pleno siglo veintiuno, que tenía un país como el Reino Unido ¡en 1965!, hace casi una mitad de siglo, o Francia, también, ¡en 1964!2

México es un país, como varios otros países en la región latinoamericana, donde las "reglas de juego" que norman la producción son diferentes a las descritas por mi compañero. En mi país, el proceso espontáneo expuesto, en contraste, presenta trabas que impiden o dificultan la coordinación espontánea de los deseos y las necesidades que hemos detallado. En mi patria, el acto de prosperar es una actividad extraordinariamente costosa y resulta todo un drama. Este drama no discrimina; se refleja con la misma intensidad en los diferentes sectores y se hace presente con la misma frustración tanto en las operaciones más pequeñas, como en las negociaciones más importantes. A los que anhelan vivir mejor, esta crisis los tiene al borde de un ataque de nervios.

Mi genealogía

Soy el tradicional lápiz de grafito, el ordinario lápiz de madera tan familiar para todos los mexicanos, chicos y grandes, que pueden leer y escribir. La historia que he venido a contarles es la historia de mi pasado; el proceso por el que pasé para poder existir hoy, y servir a millones de mexicanos.

Usted puede preguntarse —tal como varios se cuestionaron ante la narración que Leonard Read realizó sobre un lápiz de grafito en una economía de mercado— por qué debería escribir mi genealogía. Mi historia es interesante, quizá aun más que la de mi antecesor, el lápiz de una economía abierta y competitiva. Tal como a él, los que me utilizan me consideran como la cosa más natural del mundo. Pero yo también soy un misterio, aunque en un sentido más profundo, y ciertamente más triste. Esa actitud que no me confiere importancia ensombrece los procesos socio-económicos que suceden delante de la mirada humana, así como la poderosa influencia, positiva o negativa, que los seres tienen sobre la libertad económica.

Yo, un lápiz mexicano, aún si parezco simple, estoy sujeto a fabulosos obstáculos de artificie política antes de alcanzar la mano del usuario final. Ciertamente merezco su asombro en cuanto a la complejidad del orden espontáneo que opera durante mi creación; pero ciertamente también, merezco su preocupación por las razones que vengo a exponer aquí, las cuales seguro también son fuente de asombro.

Mi fantástica historia, un largo viaje desde una idea, al árbol y hasta la mano de un escribiente; es a la vez una advertencia a la acción para salvar la libertad de elección, esa libertad que los individuos pierden cada día en países latinoamericanos.

Tramitar o morir: Un inicio doloroso

A pesar de que a primera vista parezca un proceso muy simple, en realidad se trata de un flujo lleno de irregularidades, costos no contemplados, obstáculos y otras diferencias respecto del proceso por el que pasan mis parientes, los lápices de grafito estadounidenses, europeos o asiáticos.

Todos mis elementos son muestra de una violación al orden espontáneo de procesos económicos que me dan vida: la madera, el barniz amarillo, las pequeñas letras impresas, el grafito, la banda de metal, la goma de borrar, todos y cada uno de ellos.

Comencemos por el principio: cuando un empresario visionario identificó la oportunidad de negocio que representaría el crearme —lo cual se debe traducir necesariamente en la satisfacción de necesidades— tuvo que hacer un examen previo, un “calculo económico,” que le permitiera identificar los costos y riesgos de la aventurada tarea que se disponía a realizar.

Lo primero que tuvo que hacer fue identificar un lugar para su planta o fábrica de lápices; una vez identificado, buscó hacerse de la propiedad para rápidamente pasar a su siguiente objetivo. Sin embargo, la adquisición no fue tan sencilla. El empresario pasó por un largo y costoso proceso notarial que ponía trabas, una tras otra, a la asignación de la propiedad. Por supuesto, no le quedaba otra opción, pues ésta es la única manera de lograrlo. En el esquema mexicano de concesiones, mercados cautivos (públicos y privados), y de eterna tramitología, la propiedad no es un derecho, sino un privilegio. Por lo tanto, este tipo de “discriminación jurídica” implica que la corrupción, particularmente en la forma del soborno, se convierte en un instrumento nefasto pero necesario para reducir los costos de transacción y, por ende, para salir adelante. Para ser exactos, fueron más de 74 días los requeridos para que mi creador original pudiera registrar la propiedad, y recurrió aproximadamente a un costo “oficial” de 5,2 % del valor de la propiedad; pero como podrá imaginarse, fuera de lo “oficial,” los costos fueron mucho mayores.3 Después de un costoso y agotador proceso, pudo hacerse de la propiedad y continuar con sus objetivos. El camino doloroso apenas comenzaba; pronto mi creador se daría cuenta que el lema del darwinismo social, “hacer o morir”, en esta circunstancia cambia por el lema “tramitar o morir”.

El siguiente paso era acreditar los permisos de construcción de la planta, y los permisos de producción, todo esto porque el Estado mexicano, auto-nombrado protector de los derechos de los consumidores, debe estar al pendiente de lo que se produce en su suelo y para sus ciudadanos. Los trámites para el permiso de la construcción tomaron alrededor de 105 días.4 No sin pasar por un proceso costoso, corrupto y desgastante de varias etapas ante más de una docena de dependencias, y en un plazo de varios meses, el empresario obtuvo los permisos y construyó una estructura para su fábrica de lápices.

Lo siguiente fue darse de alta en el padrón de contribuyentes, ya que, por supuesto, todo ciudadano debe por definición estatista del nacionalismo económico hacer su aportación al Estado. Este es, según la sabiduría de la burocracia contemporánea, el precio de un sistema de organización social moderno. La orgía de papeleos, la escala de “costos de entendimiento”, y los tortuosos días adicionales de espera, permitieron, al fin, conseguir el registro fiscal, dando así otro paso importante para el inicio de la producción de un producto tan simple y sencillo como yo. No obstante, la carga impositiva y los costos administrativos de cumplimiento periódico, entorpecieron y dificultaron permanentemente mi desarrollo. En mi país de origen el sistema fiscal es tan complejo que varios comerciantes no pueden sobrevivir en la parte formal de la economía, impidiendo la llegada de otros lápices parientes como yo a las manos de consumidores mexicanos, o peor aún, obligando a los comerciantes a desarrollar y distribuir las unidades en un mercado informal, fuera de la ley.

Un ejemplo de los efectos que esta carga implican es que mi emprendedor creador tuvo que introducir plazas especiales en la empresa, todo un departamento de asuntos fiscales, jurídicos, contables, e incluso hoy en día, ecológicos y climatológicos, especialistas en llevar a cabo la acción de tramitar para sobrevivir. Todas estas plazas, se lamenta, sustituyen y ocupan los recursos que en su plan original estaban etiquetados a la expansión de la planta productiva, así como nueva inversión en tecnología.

Historias de horror

Una vez que el empresario se recuperó del desgastante proceso que lo llevó hasta el lugar en donde nos encontramos, se dispuso a comenzar la producción de lápices.

El siguiente paso en su arriesgada odisea fue comprar el equipo y juntar el capital necesario para el proceso de mi fabricación. Esto fue en una época en que México era una economía cerrada, donde se sustituían las importaciones de productos extranjeros con la intención de fomentar la producción nacional. El gobierno, haciendo uso de su poder, prohibió las importaciones y dejó a los mexicanos sin opciones de compra de bienes de capital extranjeros, y por consiguiente, en la necesidad de someterse a la única opción: equipo y capital nacional. El gobierno ignoró que la producción no es un proceso que se lleva a cabo por decreto, sino mediante una estructura de incentivos; el resultado fue que los mexicanos contaban con una estructura de capital escasa, costosísima, y de calidad significativamente inferior a los recursos en mercados de capital abiertos. El gobierno también ignoró que existe una ley espontánea mucho más fuerte que cualquier otra norma impuesta: la ley de acción humana ante la escasez. Como consecuencia, varias máquinas necesarias para mi fabricación que no se vendían en mi país tuvieron que ser adquiridas a través de un mercado negro, a un precio mucho mayor, y en condiciones desfavorables para el empresario que se aferraba, heroicamente y a pesar de todo, a mi producción.

Su siguiente paso fue contratar la mano de obra, recurso necesario para el proceso productivo. Poco tiempo transcurrió para que mi innovador creador se diera cuenta que estaba por enfrentarse a la mayor traba al proceso productivo que permite mi fabricación. En el proceso integral de mi producción, desde la preparación de la taza de café que beben los leñadores hasta el vendedor de la papelería, el mercado laboral es víctima de innumerables restricciones que complican toda la cadena de mi producción, en perjuicio de los millones de mexicanos que me necesitan y demandan. Esta es una historia de horror.

Este capítulo de mi triste historia pone de manifiesto la legislación paternalista que los gobiernos han puesto en práctica en supuesto beneficio de los trabajadores. Por supuesto, el paternalismo ha respondido a las buenas intenciones de proteger a las clases trabajadoras; sin embargo, a la vez, ha generado brutal rigidez en el mercado, y ha dotado de tremendo poder a líderes sindicales cuya preocupación singular no es el interés de sus agremiados sino el propio.

El sector laboral en México está regulado por la Ley Federal del Trabajo (LFT). Dicha ley genera inflexibilidad permanente, precisamente en un mercado donde es tan vital el libre movimiento de factores para maximizar lacreación de empleo productivo, bien remunerado, de acuerdo a productividad. La legislación es fuente de innumerables restricciones que conllevan a las inevitables distorsiones que a su vez entorpecen la reasignación eficiente de trabajadores. Veamos sólo algunos ejemplos.

Una de las más importantes regulaciones que impiden la reasignación de recursos en este mercado es la prohibición de recorte de personal en caso de choques económicos adversos, así como los enormes costos de despido, más también la prohibición de contratos a prueba. Estas reglas derivan en el estancamiento de recursos ociosos para mi fabricación, que podrían ser reasignados en otra industria o mercado, incentivando una mayor eficiencia. Los costos de oportunidad, por tanto, son altísimos.

Otro ejemplo que desincentiva la competencia entre trabajadores, y por consiguiente su productividad, es el uso del criterio de antigüedad como el único válido para la promoción. Claro, a la vez, está el gran poder de los sindicatos, y la obligación del patrón de hacer un contrato colectivo que contenga la cláusula de exclusión, la cual prohíbe contratar trabajadores ajenos al sindicato, poniendo el factor laboral a la merced de un cúmulo de reglamentos que acaban protegiendo a trabajadores desobligados e ineficientes, y que impiden el reconocimiento a trabajadores de dedicación y productividad. Los empresarios chicos acaban por contratar a personal en forma "informal", por honorarios, o con tandas de efectivo semanal; mientras que los grandes contratan a personal por medio de empresas creadas ex profeso para operar en números rojos, con lo cual se vuelve imposible probar la disponibilidad de recursos para indemnizar despidos de acuerdo a la ley vigente. Mi creador original, valiente empresario que no ha perdido fe ante el cáncer de la regalmentisis, tuvo al final del día que contemplar medidas extra-legales como las mencionadas —añadiendo así, un costo más a la ya inmensa lista de costos de transacción que se han acumulado en el proceso de mi producción, costos que no estaban contemplados en el cálculo económico original.

Estos casos, sumados a la ineficiencia infinita de las instituciones encargadas de resolver los litigios laborales, impiden una asignación racional de recursos productivos, en sus usos eficientes y mejor retribuidos, provocando mayor desempleo, mayor inmigración ilegal, así como mayor mercado informal. Por lo mismo, el nivel de remuneración laboral se ha mantenido muy por debajo de su potencial, lo que alimenta resentimiento político y el surgimiento, incluso, de populistas con sus soluciones de redención instantánea. Estas medidas implican un secuestro regulatorio al empresario indefenso, y ponen mi producción en manos de trabajadores que no tienen ningún incentivo para hacer bien su trabajo, por lo que en los múltiples procesos que se llevan a cabo en mi producción, mi calidad y costo se ven fuertemente comprometidos. Las consecuencias no las paga sólo el empresario, sino también los millones de mexicanos que tendrán que conformarse con un lápiz más caro y de menor calidad.

Estas trabas laborales atormentarán el proceso de mi producción de inicio a fin. ¡Qué pena sería que mi fabricante tuviera que cerrar el negocio después de tan titánicos esfuerzos para obtener permisos, licencias, contratos laborales, maquinaria, capital de trabajo, y tanto más! Sin embargo, mi producción continúa; pero con ello, los problemas también.

Una tortura permanente

Cada diminuto detalle que conlleva mi fabricación es víctima de las mismas trabas. Piense en el equipo necesario para la fabricación y aprovisionamiento de madera: las sierras, los camiones, las sogas. Piense en todos los componentes para mi manufactura, tal como el grafito que se produce en mi tierra. Los problemas se multiplican con cada costo adicional aparejado al equipo o elemento utilizado durante el proceso. Además, no olvidemos los costos de operación. ¿Qué decir de la energía que abastece las máquinas para transformarme de un insignificante pedazo de madera en un apuesto lápiz amarillo?¿Qué decir de la energía necesaria para abastecer la fábrica; o los combustibles necesarios para transportarme? El calor, la luz y la energía para los motores, máquinas, tornos y plantas son caros e ineficientes en mi país. El Estado, por norma constitucional, es dueño del petróleo, gas y electricidad. La producción de energía es un monopolio estatal; por lo tanto, los precios son tan altos que el fabricante rara vez puede ser competitivo. Incluso, el precio de la gasolina del camión que me transporta a mí, o a mis componentes, hasta el vendedor, es exponencialmente más alto si consideramos que México posee recursos petroleros propios, y un amplísimo potencial energético. Este es un penoso círculo vicioso justificado por un discurso dogmático sobre la soberanía nacional; pero detrás de la retórica popular, se encuentra la realidad inexorable de nuestro sector energético, donde los recursos son explotados no para la generación de riqueza, sino para repartir privilegios a una clase política que viven como virreyes de antaño —y seguramente escriben sus cartas de deseos con lápices importados, o expropiados. Pero eso sí, ¡el petróleo es nuestro!, gritan los defensores de esta plutocracia, alabados por una multitud que no logra entender las repercusiones que representa la incompetencia de no contar con un régimen de competencia en este y en cualquier sector.

Por si todo esto fuera poco, los moribundos incentivos del empresario que se aferra a mi producción son objeto de golpe y desacreditación social permanente por la casta burocrática que acusa a mi creador de explotar salvajemente a sus empleados, y a los consumidores. La anti-economía que sufrimos ha corrompido la visión que se tiene del empresario, y los beneficios que genera la fuerza motriz del bienestar; los incentivos. Su papel social de proporcionar los bienesdeseados, buscando siempre reducir costos y mejorar calidad, son vistos con recelo por aquellos ignorantes o interesados que no han comprendido las condiciones que nos diferencian de un simple ser con vida a un ser guiado por la razón. En México, no logramos entender que en un sistema de libre economía, los beneficios sólo aparecen si el empresario produce bienes valorados por los consumidores a un costo menor del precio que los consumidores están dispuestos a pagar por su producto.

Hay que aceptar que, en la sociedad mexicana, el cúmulo de intervenciones estatales se han logrado camuflajear como un sistema sui generis de mercado; la consecuencia es que a los ojos de los mexicanos cotidianos, no son las trabas y los trámites, sino el libre funcionamiento de los procesos económicos, lo que impide el desarrollo y la reducción de la pobreza. Las privatizaciones manipuladas desde arriba en épocas recientes han derivado en monopolios privados que extraen rentas al amparo de la ley vigente; pero no se deje engañar, mi estimado consumidor, los empresarios que hoy gozan de estos beneficios no son más que los beneficiarios de este sistema que he venido a exponer. Lo que ellos han hecho ha sido asegurar sus beneficios explotando el “compadrazgo” y abuso de influencias que han reinado en la sociedad mexicana en su historia moderna. Aquí, impera el “capitalismo de cuates”, donde la corrupción funciona como una medida desviada para dar eficiencia a un sistema ineficiente. A diferencia de lo que sucede en la economía mexicana, en un orden de mercado abierto, los beneficios se permiten, pero nunca se aseguran —mucho menos mediante la confluencia de los actores políticos.

Usted puede preguntarme, “¿al menos estarás seguro a lo largo del proceso?” No, realmente. El Estado de Derecho es tremendamente débil, mientras que los impuestos extraídos no sirven para garantizar la seguridad de las personas, sus hogares y sus negocios. Los camiones que me transportan son frecuentemente robados, a veces por bandas coludidas con policía local; los empresarios temen salir a las calles, mientras que la fábrica debe ser resguardada como prisión. Otro costo más, ahora de inseguridad. Dadas estas condiciones, es muy común que mis fabricantes se vean obligados a invertir en seguros, vigilantes, cámaras de seguridad, cajas fuertes, cerraduras, y un larguísimo etcétera. Los mexicanos, además de pagar sus impuestos, deben desviar recursos, y un tramo sustancial de su tiempo, en usos que no tienen nada que ver con sus objetivos, fugándose así innumerables oportunidades productivas que se podrían destinar a pensar, a crear, a emprender, a producir, a innovar; en suma, a generar bienestar.

Con frecuencia, dada esta debilidad institucional, se dan nuevos factores que pueden entorpecer mi creación: huelgas, platones, secuestro a las vialidades por grupos de manifestantes políticamente protegidos, apagones de luz, auditorias repentinas, y otro largo etcétera. Es una tortura de nunca acabar: cada día de la vida del proceso que me lleva existir representa una odisea repleta de altos costos de oportunidad.

Pero aquí me encuentro, listo para ser utilizado por manos y mentes creativas, ya sea para escribir un poema, hacer una tarea escolar, o resolver un problema matemático. Tal como Leonard Read relató hace más de medio siglo: “ninguna de las miles de personas involucradas en producirme como lápiz realizó su trabajo porque hubiese querido un lápiz. Cada uno vio su trabajo como la manera de obtener los bienes que necesitaba y deseaba. Cada vez que vamos a la tienda y compramos un lápiz, estamos intercambiando una pequeña porción de nuestros servicios por la cantidad infinitesimal de servicios de aquellos miles que contribuyeron a producir el lápiz”.

La fatal arrogancia

Pues sí, totalmente cierto; pero algunos olvidaron que esto era así, e intentaron tomar mi elaboración en sus propias manos. Las consecuencias las he relatado; y le aseguro que mi historia representa sólo la punta del iceberg. Ahí radica la magia (negra) que represento. Nadie puede, ni debe, planificar centralmente mi producción para que yo, un orgulloso Lápiz mexicano, pueda existir. De hecho, cada vez que un burócrata nalgón quiere controlar el proceso, dando órdenes a los agentes, los trabajadores, los comerciantes y los consumidores, sobre qué hacer y cómo hacerlo, el final infeliz siempre es el subdesarrollo. El proceso, una vez intervenido al amparo de crear reglas complicadas para supuestamente hacer la vida más sencilla, no informa, no coordina, no fluye. Sus mensajes, distorsionados por los artificios del intervencionismo, empujan a empresarios y consumidores hacia fines distintos a los deseados, asignando erróneamente los limitados recursos en usos sub-productivos. No sorprende que el nivel de productividad mexicana haya crecido, de forma acumulada, apenas un patético 2,1% en las últimas dos décadas, mientras que en economías abiertas, más avanzadas, como EE.UU. o Corea del Sur, ha crecido 35% y 83% respectivamente. ¿Entienden ya mi profunda tristeza existencial?5

La planificación central implica pretensiones de conocimiento universal, y con ello la suprema vanidad de cambiar y manipular la acción humana. Pero hay una ley más poderosa que cualquier plan o pretensión: la conducta humana ante la escasez. Esa ley, que en lenguaje económico se conoce como la ley de oferta y demanda, bloquea todos los intentos del planificador de controlar el comportamiento humano. Como tal ley no se puede abolir, lo único que consiguen los iluminados de la clase interventora es lesionar la actividad económica y limitar el potencial productivo de sus ciudadanos. Otra vez confirmo lo dicho con hechos de horror: hoy, se requieren cinco de mis creadores intermedios para producir lo mismo que tan sólo un trabajador irlandés; y tres para producir lo mismo que un español.6

En un mercado abierto, todos los agentes del proceso económico cooperan sin siquiera notarlo. Se comunican en forma indirecta, espontánea, a través del sistema de precios, y ejercen su libertad para alcanzar sus metas de la mejor manera que son capaces. No necesitan ninguna dirección externa, sólo la información correcta que proporcionan sus agentes similares en el mercado; así como la mayor esfera de libertad posible para desarrollar su potencial individual. En otras palabras, requieren una sociedad abierta gobernada por leyes sencillas para nuestro mundo complicado.

El milagro revelado

Mi viaje, así narrado, es literalmente un milagro. El orden espontáneo es un flujo de conocimientos tan poderoso que lucha por encontrar su camino; a pesar de los obstáculos, yo existo. Claro, mi existencia y el hecho de que yo esté aquí narrando mi historia, es un patente ejemplo del formidable potencial que desperdicia mi país. ¿Cuántas inversiones, oportunidades, vaya, cuanto talento humano, se han perdido, simplemente por el costo de “hacer y producir en México”?

Usted puede pensar que soy poco realista; pero en esta enredada historia, yo veo una oportunidad para el crecimiento. Mi relato es una petición especial para usted: trabaje por una sociedad mexicana más libre. Permita a los individuos organizarse en armonía, con la creatividad y sabiduría que brinda la libertad. Permita que el orden espontáneo rinda sus frutos. El reto, repito, es abandonar la fatal arrogancia de construir leyes complicadas para simplificar el mundo (algo que sólo genera una interminable serie de incentivos perversos), y adoptar una filosofía más humilde, de desarrollar leyes sencillas para nuestro mundo complicado. Siento una clara tristeza cada año, cuando veo que los cambios necesarios para liberar el potencial de los mexicanos, se posponen para otro año, serán para otro sexenio, para otra legislatura, incluso, para otro país.

Tal como concluyó el legendario Lápiz que confió su caso a Leonard Read, ningún ser por sí mismo es capaz de realizar todas las tareas para producir un artefacto como yo. Aún así, estoy aquí para recordarle, tal como lo hizo mi predecesor, que existen “múltiples pequeños saberes” que se entrelazan para producir el artículo requerido, sin intervención estatal alguna, ni policía o corporación necesaria, para orquestar acciones y actores.

Por ello, mi existencia en México es un auténtico milagro —en todos los múltiples sentidos del drama económico que represento.7

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