ECONOMÍA
Por Juan Ramón Rallo
La semana pasada, el gran inversor Edouard Carmignac decidió colocar un anuncio a toda página en algunos de los principales periódicos europeos (Financial Times, El País, Le Figaro y Le Monde) donde podía leerse: "Hasta la vista, Trichet; ¡desde luego, no te añoraremos!". |
Aprovechando los últimos días de Trichet al frente del Banco Central Europeo (BCE), Carmignac mostró por enésima vez su desacuerdo con la gestión de aquél en estos últimos años.
Sin duda, hay sólidas razones para lanzarse al cuello del banquero francés: entre 2004 y 2006 los tipos de interés de ese monopolio estatal llamado BCE se colocaron a niveles artificialmente bajos para impulsar el salvaje proceso de expansión crediticia de los bancos privados que terminó degenerando en la crisis actual. En estos momentos, en los que se reparten culpas sin más criterio que el ideológico –que si la desregulación, que si los especuladores, que si la codicia, que si la amoralidad occidental...–, conviene recordar lo fundamental: el ciclo económico de ficticio auge y cruenta depresión lo causaron los bancos centrales al promover un crecimiento del crédito barato que no guardaba relación alguna con el ahorro real.
Si Trichet hubiese sido responsable y diligente, en lugar de reducir los tipos durante la primera mitad de la década, favoreciendo la explosión de la deuda pública y privada en toda la Eurozona, los habría aumentado de manera implacable (aun asumiendo la enorme apreciación del euro que ello hubiese conllevado). Pero ya se sabe, esos eran tiempos en los que quienes hoy se rasgan las vestiduras por la burbuja, por el ladrillo y por el sobreendeudamiento proclamaban que los bajos tipos de interés eran la única vía para reanimar la economía (ironías de la vida, lo mismo que hacen hoy: exigir que los bancos centrales bajen tipos y moneticen deuda pública en cantidades ilimitadas sin considerar el creciente riesgo de suspensión de pagos y de colapso del sistema monetario que ello acarrea). Las subidas de tipos eran, como lo son hoy, antisociales y reaccionarias, de modo que Trichet, aunque hubiese querido, probablemente no hubiese podido comportarse como le era exigible.
Mas lo que Carmignac y otros reprochan a Trichet no es su gestión del auge artificial, sino de la subsiguiente y consecuente crisis. Por un lado, muchos consideran incoherente que el francés subiera los tipos de interés a mediados de 2008 para rebajarlos al 1% apenas unos meses después. Por otro, les habría gustado que Trichet monetizara deuda pública periférica de manera mucho más agresiva de la que lo ha hecho. Vamos, lo que habrían deseado es un sosias de Bernanke. Pero se equivocan. Afortunadamente, desde 2007, Trichet, tutelado hasta principios de este año por el alemán Axel Weber, trató de minimizar los disparates que cometía y sigue cometiendo su par estadounidense.
En 2007 y 2008 la política monetaria correcta era la que no relajara todavía más un crédito que ya había distorsionado sobremanera las economías. Tocaba entrar –sí– en recesión para comenzar a amortizar la deuda y reajustar la estructura productiva. Por eso Trichet no sólo no bajó los tipos, sino que los subió marginalmente. Bernanke, en cambio, optó por retrasar al máximo ese inexorable y muy saludable proceso de saneamiento: decidió bajar los tipos para que los bancos pudiesen refinanciarse de manera muy asequible en lugar de proceder a liquidar sus malas inversiones. Pero ello sólo contribuyó a agravar de manera muy notable los desajustes de fondo: el precio de las materias primas se disparó desde mediados de 2007 a mediados de 2008. Lo que consiguió Bernanke fue redistribuir parte de las pérdidas: desde quienes estaban muy endeudados a corto plazo y deberían haber refinanciado sus pasivos a tipos de interés más elevados hacia quienes usaban de manera muy intensiva las materias primas. Nada de ello evitó la crisis y Lehman Brothers terminó quebrando: con independencia de lo que Bernanke pudiera hacer al respecto.
Tras la bancarrota del banco de inversión estadounidense, el sistema financiero colapsó y el mercado interbancario se cerró. Los bancos privados ya no se fiaban en absoluto entre sí y pasaron a prestar sus saldos excedentarios de caja a sus respectos bancos centrales; estos, inundados de liquidez, procedieron a hacer aquello que sí se espera que hagan: actuar como intermediarios financieros en momentos de pánico. Tanto Trichet como Bernanke se comportaron con relativo acierto a finales de 2008: dado que nadaban en liquidez, establecieron líneas de crédito a corto plazo a bajos tipos de interés para los bancos. Probablemente las cosas se hubiesen podido hacer mejor, pero no se cometieron las suficientes barbaridades como para que merezca la pena criticarlos.
A partir de ahí comenzaron los disparates. Bernanke inauguró las dos rondas de Quantitative Easing: compró 2,1 billones en deuda pública y privada con la esperanza de rebajar los tipos de interés y estimular una nueva ronda de endeudamiento. Vano y contraproducente intento que sólo ha sido capaz de rematar con una nefasta Operación Twist.
Por su lado, Trichet, supervisado por Weber, intentó contener esos dislates monetarios: la oposición de la institución a monetizar deuda pública y bancaria en grandes cantidades ha sido una de las señas de identidad de la política del BCE frente a la de la Fed. Es cierto que esa postura aparentemente firme lo ha sido más de boquilla que de obra: desde 2008 el BCE ha monetizado más de medio billón de euros en deuda bancaria y en deuda pública periférica de alto riesgo; y, sobre todo, lo ha hecho desde el pasado mes de febrero, cuando el serio y solvente halcón Axel Weber dimitió y dejó a sus aires a la paloma Trichet. Pero aun en ese momento la influencia del Bundesbank siguió gozando de cierto peso, por lo que el banquero central francés se cuidó mucho de desmelenarse por completo: para que nos entendamos, el BCE no ha abierto ninguna barra libre a la monetización de deuda periférica, y las únicas compras las ha efectuado más por presiones políticas que por convicción económica (a diferencia de lo que sucede con Bernanke, principal instigador de las flexibilizaciones cuantitativas).
Pero Trichet se va y el futuro del BCE puede ser bastante diferente al pasado. No tanto por la figura de Trichet, que a la postre ha sido un títere algo revoltoso del Bundesbank, sino porque la marcha de Trichet parece coincidir con una mutación del BCE: cada vez los consejeros alemanes tienen un menor peso (el último en dimitir fue su economista jefe, Jürgen Stark) y, en cambio, los intereses inflacionistas de los periféricos van cobrando más fuerza. No es dato anecdótico que el próximo presidente del BCE vaya a ser el gobernador del Banco de Italia –el país más interesado en que el BCE monetice tanta deuda pública como puedan digerir los tenedores de euros– y exvicepresidente de Goldman Sachs Europa –el banco que durante una década contribuyó a manipular el déficit de Grecia–. O que Trichet se haya despedido del cargo preparando una ronda de liquidez ilimitada para los bancos a cuenta de la previsible suspensión de pagos helena.
Pintan bastos para el futuro del euro. Trichet se va, y con él es muy probable que concluyan cuatro años de gestión monetaria bastante decente en tiempos de crisis; una gestión motivada en lo fundamental por la ortodoxia económica del Bundesbank y no por los intereses inflacionistas de los políticos europeos. Veremos si Draghi se atreve a hacer aquello para lo que se le ha nombrado: ser el Bernanke europeo. O, más bien, veremos si los alemanes le consienten que termine de enterrar lo que queda de su viejo marco.
Mi apuesta: al final se impondrá la carta inflacionista –monetización generalizada de deuda pública periférica– como manera de diluir la insolvencia de una España y una Italia que se negarán a optar por la austeridad. Y eso, a medio y largo plazo, sólo significará que Alemania será la primera interesada no en expulsarnos del euro, sino en expulsarse a sí misma.
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