Estudiantes de más de una treintena de universidades públicas y privadas convocaron para hoy a una jornada en contra del proyecto de reforma de la ley de educación superior. Tales organizaciones afirman que el paro nacional será indefinido hasta que el Gobierno retire la iniciativa que radicó en el Congreso de la República.
Desde su presentación a la comunidad académica en marzo pasado, la propuesta ha despertado duras críticas de rectores, profesores y alumnos. El Ministerio de Educación cedió en uno de los puntos centrales del texto: la introducción de la inversión privada, con ánimo de lucro, en los centros de estudio.
A pesar de la concesión gubernamental, las asociaciones estudiantiles continúan presionando el hundimiento del proyecto de ley. Este, que recibió el respaldo de la Mesa de la Unidad Nacional, no solo merece ser debatido, sino que cuenta con un paquete de propuestas realistas.
La mejoría de la cobertura en educación secundaria ha generado un aumento del número de estudiantes que buscan cupos en las instituciones técnicas, tecnológicas y universitarias. Mientras en el 2002 se graduaron 414.000 bachilleres, el año pasado lo hicieron 625.000. En los últimos 8 años se calcula en 3,2 millones el número de jóvenes de entre 17 y 27 años que no consiguieron cupo o que tuvieron que abandonar sus estudios.
A dicha situación se suma una tasa de deserción del 45 por ciento, muy parecida entre instituciones públicas y privadas. Por los lados de la oferta, el 63 por ciento de los programas y universidades se concentra en Bogotá, Antioquia, Valle del Cauca, Santander y Atlántico.
Los recursos estatales tampoco se reparten tan equitativamente: el 48 por ciento se destina a tres universidades públicas, mientras que el 52 por ciento, a las 29 restantes. Aunque los centros educativos en paro y en asamblea permanente están distribuidos en todo el territorio nacional, no se puede decir lo mismo de los cupos disponibles ni de los pesos que hay que repartir.
Tal panorama sustenta el énfasis de la propuesta gubernamental sobre un aumento de cobertura del actual 37 por ciento a 50 por ciento en el 2014 y a 64 por ciento en el 2022. Para financiar la generación de esos 600.000 cupos adicionales y otros objetivos, la reforma contempla fondos por 11,1 billones de pesos para la próxima década y fuentes como las regalías para incentivar la investigación. El desafío de la administración Santos está en la simultaneidad de la cobertura y de la vigilancia para mantener la calidad.
Otra bandera que se agita contra la reforma está en el aumento de los créditos. Los hoy matriculados prefieren que esos dineros engrosen los presupuestos y las burocracias universitarias a que los jóvenes decidan dónde y qué estudiar. La posibilidad de reducir la deuda con méritos académicos es un estímulo acertado para el esfuerzo de los alumnos de bajos recursos. El costoso sueño de una educación gratuita, para todos y sin exigencias, no debería hundir la factible realidad de una combinación de apoyos financieros, préstamos y estímulos por rendimiento.
El rechazo de los jóvenes a los convenios entre universidades públicas y sector privado es más ideológico que práctico. La autonomía de esos entes no se verá afectada porque trabajen mano a mano con las empresas. Así mismo, que el Gobierno use indicadores de gestión para asignar fondos ayuda a una distribución acorde con el desempeño.
Pero poco de eso se ha entendido. En esta ocasión, más que promotores de cambio, los estudiantes son defensores de un statu quo, inequitativo con quienes están por fuera del sistema y con las regiones más pobres del país
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