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Luis Rubio |
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El asunto no es de culpas, sino de la imperiosa necesidad de reconocer que ha habido consecuencias no anticipadas, muchas de ellas graves, con las que hay que lidiar. Puesto en otros términos, la pregunta relevante es si México se encuentra en una fase incontenible de deterioro o si estamos enfrentando procesos difíciles de ajuste que permitirán arribar al puerto de una democracia efectivamente representativa en la que el ciudadano es el protagonista principal.
Más allá de objetivos o buenas intenciones, el cambio político que hemos experimentado se ha manifestado principalmente en la descentralización del poder. De la otrora poderosísima presidencia pasamos a una nueva realidad política: la de actores, tanto formales como informales, acaparando poder y recursos sin responsabilidad alguna y sin la menor rendición de cuentas. La característica principal de la transición ha sido la transferencia de poder y recursos del gobierno federal y de la presidencia hacia los gobernadores, poderes fácticos y actores de la más diversa índole, todos unidos por el hecho de encontrarse aislados de la ciudadanía, carentes de obligación de rendir cuentas y, para todo fin práctico, sin contrapeso alguno. La red de contactos y tentáculos que caracterizó al PRI y que fue clave como el instrumento primordial de control político se colapsó con el “divorcio” del PRI y la presidencia, creando fenómenos inusitados, sobre todo el de los llamados poderes fácticos. Estos poderes, la mayoría de los cuales operaba, con mayor o menor autonomía, dentro del entorno del PRI, se constituyó en uno de los grandes nuevos desafíos de la incipiente democracia mexicana. Estos factótums de poder tienen capacidad de veto en distintas instancias y son impermeables a cualquier contrapeso democrático, a la vez que, en muchas instancias, tienen capacidad de descarrilar reformas o mecanismos de disciplina legal que pudiera afectarlos.
Se trata de las consecuencias de una transición mal planeada (realmente, no planeada) para pasar de una estructura centralizada del poder hacia un objetivo idílico pero indefinido. Lo único que se logró —algo excepcional en su momento— fue la estructuración de un mecanismo que garantizara una impoluta organización de los procesos electorales. La expectativa era que el resto se daría por sí mismo. Quizá el mayor déficit que se derivó de las reformas de 1996 fue que nunca se logró articular un consenso sobre el objetivo que se perseguía, circunstancia que dejó huérfana a la democracia mexicana en el instante en que el PRI fue derrotado. Si no fuera trágico, parecería cómico el hecho de que los priistas afirmen que México siempre fue un país democrático, los panistas lo consideren democrático a partir de 2000 y los perredistas estén seguros que todavía no lo es. Democracia a la medida de los partidos.
Las consecuencias de esta nueva realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos, pero son especialmente notorias en el patético desempeño económico, la inseguridad pública y la conflictividad que experimentamos de manera permanente. El país ganó con la transición porque desaparecieron las fuentes de abuso sistemático que eran inherentes al gobierno centralizado de antaño y por la pluralidad que ganamos. Sin embargo, los costos no han sido menores y los riesgos incrementales.
Los costos en el ámbito económico han sido extraordinarios. La descentralización del poder, circunstancia que ocurrió de manera creciente a lo largo de las últimas tres décadas y que se precipitó con la derrota del PRI, vino acompañada de la desconcentración de los recursos públicos. En concepto, nadie puede disputar el hecho de que en un sistema democrático los recursos sean ejercidos por los representantes populares y, sin duda, los gobernadores y presidentes municipales son los funcionarios públicos más cercanos a la ciudadanía. El problema es que el concepto no empata con nuestra realidad. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los recursos son recaudados por el gobierno federal, no por los gobiernos estatales y municipales; segundo, no existen mecanismos reales, efectivos, de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos a nivel de los estados y municipios: ése siempre fue un problema a nivel federal, pero ahora se ha multiplicado. Finalmente, la dispersión de recursos se ha traducido en un gasto mucho menos eficiente e impactante y, por lo tanto, en una menor tasa de crecimiento económico.
Antes, en la era de oro de la centralización de los fondos fiscales, la Secretaría de Hacienda disponía de enormes recursos que aplicaba a proyectos de desarrollo de manera abrumadora. Las llamadas “bolsas”, los recursos que quedaban después del gasto corriente (sueldos, rentas, gastos de administración), constituían una enorme porción del erario público y se empleaban para promover el desarrollo regional, esencialmente a través de la construcción de infraestructura. Un año se decidía electrificar el sureste, otro se construía la carretera a Querétaro y otro más se desarrollaba Cancún. El gobierno federal realizaba estudios que comparaban el costo y el beneficio de cada proyecto y generalmente decidía por los que ofrecían el mayor potencial de elevar la tasa general de crecimiento de la economía. No es casualidad que la era de mayor crecimiento sostenido de la época moderna del país (casi 7% en promedio con 2% de inflación entre 1940 y 1970) fue precisamente cuando el gobierno centralizaba los recursos.
La dispersión de recursos, que es la norma en la actualidad, tiene características muy distintas: hoy son muy pocos los gobernadores que realizan estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. En tanto que antes el presidente controlaba tanto el acceso a los recursos como al poder, en la actualidad cada gobernador ve a su sexenio como una oportunidad para intentar lanzar su candidatura. Los recursos públicos acaban siendo un instrumento de promoción personal: para acumular efectivo para una eventual campaña, publicitar su imagen y desarrollar proyectos muy visibles pero no siempre relevantes y, ciertamente, poco conducentes a generar un círculo virtuoso de inversión privada, empleos y desarrollo en general. Todos acaban acumulando un tesoro suficiente para su retiro personal… El resultado ha sido mucha mayor corrupción y opacidad (que beneficia a los gobernadores), y un mucho menor crecimiento económico (que es la única forma en que se pueden lograr más empleos para los mexicanos de a pie). Es decir, la población ha perdido en tanto que los políticos han ganado.
La crisis de seguridad es una segunda consecuencia de la descentralización del poder y de los recursos. Con la desconcentración se transfirieron recursos, funciones y responsabilidades que los gobernadores nunca hicieron suyos. Inexorablemente, no hay mejor ejemplo de lo anterior que la total ausencia de inversión en el desarrollo de un poder judicial funcional y efectivo o de una policía moderna, capaz de mantener la paz y hacer cumplir la ley. Lo peor de todo es que, casi como una maldición, la transición coincidió con el súbito y acelerado crecimiento de las organizaciones criminales que seguían una lógica independiente de lo que ocurría en el resto del país. Esto no quiere decir que el esquema de seguridad que existía con anterioridad funcionara bien, sólo que la descentralización tuvo el efecto de destruir lo existente sin que nada lo substituyera, con algunas excepciones menores. El resultado es el caos de inseguridad que vivimos, cuya esencia no tiene que ver con el narco propiamente, sino con el hecho de que el crimen organizado pulula por todo el país sin que medie institución policiaca o judicial alguna. De centralismo pasamos a la ausencia de responsabilidad.
El crimen organizado sólo se puede enfrentar con estructuras judiciales y policiacas eficientes y modernas, tanto a nivel federal como local. Dada la debilidad de esas instituciones en todos los niveles del gobierno, lograr un éxito en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico es inconcebible con una estrategia que no parta de la construcción y desarrollo de esas instituciones, comenzando por el nivel local. Independientemente de la manera en que se combata a las organizaciones, la única forma de mantener la paz, crear un entorno de armonía social y controlar, de manera definitiva, a la criminalidad es construyendo capacidad municipal. Sólo un gobierno local fuerte, debidamente pertrechado con instituciones judiciales y policiacas modernas (y todo lo que eso implica en términos de capacidad de investigación, procedimientos y entrenamiento) puede lidiar con la criminalidad de una manera permanente. Ciertamente, ninguno de los dos esfuerzos (el actuar del gobierno federal o la fortaleza del gobierno municipal) es suficiente en sí mismo, pero sin la dimensión local el éxito es imposible.
El verdadero desafío es histórico: en México, por lo menos desde la Revolución, nunca ha habido gobiernos locales fuertes. El viejo sistema priista no fue creado para que hubiera gobiernos locales (estatales o municipales) autónomos sino para centralizar el poder (y a todos los grupos políticamente activos) y controlar al conjunto desde el centro. El sistema nunca desarrolló una capacidad institucional que facilitara la organización autónoma de la sociedad: de hecho, su especialidad era “cortarle la cabeza”, en un sentido figurado, a cualquier actor que sobresaliera fuera de los marcos establecidos. Visto en retrospectiva, el corazón del problema de México hoy es consecuencia del viejo centralismo y su lógica de control.
No existe mayor acuerdo respecto a cuándo comenzó o en qué consistió la transición política, pero es evidente que las sucesivas reformas electorales entre 1978 y 1996 tuvieron el efecto de favorecer una competencia electoral cada vez más equitativa (lo que de inmediato se tradujo en un cada vez mayor número de gobiernos locales y estatales en manos de partidos distintos al PRI), hasta que el PRI fue derrotado en la presidencia. Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticiarios para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace, precisamente, en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar.
Cada transición política es diferente, pero sólo algunas logran su cometido. Aquellas que se disparan por la muerte de un dictador obligan a todas las fuerzas políticas a confrontar la nueva realidad que, inexorablemente, entraña una ruptura con el pasado. La transición española es el epítome de una transferencia negociada de poder, pero es imposible cerrar los ojos ante la obviedad de que el propio Francisco Franco se había dedicado a construir al menos el esqueleto de un andamiaje para que la transición cobrara forma y fuese pacífica. Al fin del proceso, España acabó con una estructura política radicalmente distinta a la que Franco diseñó y, seguramente, a la que hubiera deseado, pero creó un modelo de transición que muchos quieren imitar, aunque pocos hayan sido exitosos. Si algo es claro es que ha habido muchos más dictadores que transiciones exitosas.
El primer gran problema con nuestro proceso de transición es que en México no hubo ruptura con el pasado. Con increíble miopía y falta de visión, el presidente Vicente Fox desaprovechó la oportunidad histórica que su elección había producido para redefinir el arreglo político, forzar a los miembros del PRI a aceptar nuevas reglas del juego, someter a los poderes fácticos al Estado de derecho y echar a andar una transición negociada y pacífica. Fox simplemente asumió que él era la transición y todo lo demás se acomodaría sin más. El resultado fue que no hubo un rompimiento con el pasado y, peor, que no se articuló un acuerdo sobre el camino a seguir con el PRI y con los poderes fácticos.
Quizás el mayor de los costos generados por el fracaso de Fox en reconstituir al sistema político es que todo en la política mexicana sigue igual, excepto la otrora solidez y fortaleza de la presidencia. Es decir, con la derrota del PRI la presidencia perdió su principal instrumento de control y acción. Todo lo demás, sin embargo, siguió igual: el desprecio por la ley, la corrupción gubernamental y policial, así como la impunidad criminal y administrativa de siempre.
En lugar de un gobierno moderno y funcional dentro de un contexto de pesos y contrapesos democráticos, la transición mexicana modificó las relaciones de poder pero consolidó una nueva realidad política que el novelista siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa hubiera reconocido de inmediato: la elite política cambió para preservar todo sus cotos de poder. A nadie debería sorprender el estancamiento social, político, económico y hasta moral en que vive el país.
La gran pregunta es cómo corregir la situación actual. Los países que todos vemos como modelo a imitar (como España y Chile) ya no son replicables: la oportunidad de una transición negociada de entrada ya no es una opción para México. La alternativa hoy en día reside en que los ciudadanos obliguen a los políticos a actuar o en que los políticos actúen por su cuenta. La primera posibilidad no es fácil de lograr y menos aún en un contexto caracterizado por dos procesos aparentemente contradictorios: uno, un desempeño económico relativamente bueno (de hecho, los mexicanos se están convirtiendo en clase media); y, dos, la tensa situación que ha producido la ola de inseguridad y violencia que afecta a diversas regiones del país. Ambas conspiran en contra de un movimiento ciudadano. Es importante señalar que aunque el poder se ha descentralizado, los gobernadores y los poderes fácticos han concentrado el poder (y la riqueza) en sus regiones o sectores. En consecuencia, aunque el ciudadano de a pie es cada vez más libre, la población no tiene los medios para provocar un cambio o el incentivo para salirse de su zona de confort. Como hace tiempo afirmó un perspicaz observador, México es el único país del mundo que ha pasado de la monarquía al feudalismo.
Ha habido dos épocas económicamente exitosas en la historia de México: una a finales del siglo XIX y la otra durante los buenos años de gobierno del PRI, particularmente entre los cuarenta y los sesenta. El rasgo común de ambas épocas fue un gobierno central fuerte. La lección para el futuro es que México funciona bien con un gobierno central fuerte o con instituciones robustas, pero no va a funcionar en ausencia de ambos. Por lo tanto, la pregunta es cómo construir una o la otra o, mejor aún, ambas cosas.
Es evidente que México necesita una nueva estructura institucional, una que transforme o, mejor dicho, que rompa con las estructuras disfuncionales del viejo PRI para desarrollar un nuevo andamiaje institucional centrado en el ciudadano y que, al mismo tiempo, sea funcional. Algunas de las iniciativas de reforma que se debaten en la actualidad avanzan en esa dirección y algunos políticos visionarios han hecho suya la causa de la reforma institucional. Sin embargo, el grueso del debate político va en la dirección opuesta. Al menos dos de los principales contendientes a la presidencia el próximo año enfáticamente argumentan que la solución reside en la concentración de poder a través de mayores controles sobre el poder legislativo, la sociedad o ambos. La idea de restauración sigue tan viva como siempre.
Lo que parece cierto es que el futuro político del país dependerá mucho de la forma en que actúe o deje de actuar la próxima administración. Un liderazgo débil, como el que ha caracterizado al país desde mediados de los noventa, llevaría a un mayor desorden. Un liderazgo fuerte igual podría llevar a una mayor concentración del poder o al fortalecimiento de las instituciones políticas. Solamente concentrar el poder probó ser un camino fallido y ésa es la razón por la cual el país se descarriló desde los sesenta. Peor sería en la era de la globalización. Por otro lado, el gran problema de un liderazgo fuerte reside en el enorme riesgo de que todo termine mal.
Si uno observa a naciones similares, como Sudáfrica y Brasil, parece evidente que a México le ha faltado tanto proyecto como liderazgo. En contraste, la transición en la que México se embarcó en las pasadas dos décadas se fundamentó en no más que una apuesta a que las cosas saldrían bien por sí mismas. La transición debió ser una apuesta institucional, pero no fue más que una colección de buenas intenciones y mucha arrogancia. Ahora hay que lidiar con las consecuencias.
Si el estudio de la historia reciente tiene algún mérito, la lección principal que arroja es que depender de un líder no es una manera muy eficaz de lograr una transformación institucional. Aunque hay algunos éxitos excepcionales, la mayoría termina en un fracaso mayúsculo. La pregunta relevante es: ¿cuál es la alternativa? Ése es el punto en el que se encuentra México en la actualidad: confiando en que la próxima presidencia sea lo suficientemente progresista e inteligente para generar un resultado positivo.
En alguna ocasión Montesquieu afirmó que “no hay tiranía más cruel que la que se perpetúa en nombre de la ley y de la justicia”. En México tenemos que comenzar por erradicar la tiranía del exceso, el abuso y la no rendición de cuentas para que pueda comenzar el reino de la ley. Los políticos y los líderes tienen una responsabilidad medular que jugar en este proceso, pero sólo los ciudadanos los pueden obligar a cumplir y rendir cuentas.
Luis Rubio. Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. Autor de El acertijo de la legitimidad: Por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo.
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