El rol sostenido como “natural” entre hombres y mujeres: fuerza/debilidad, superior/inferior, racional/sentimental, comienza por destinar a la mujer a la cocina y la limpieza y termina por avalar la violencia de los feminicidios.
A grandes rasgos, tres han sido los principales logros del feminismo mundial materializados con diversa gradación: 1) la posibilidad de tener derechos laborales equitativos; 2) la oportunidad de las mujeres a decidir sobre su sexualidad, y 3) la consecución de espacios exclusivos para el género femenino dentro del amplio espacio urbano de la vida común. Sin embargo, en la mayoría de los países del Tercer Mundo, ninguno de estos logros se puede considerar definitivo, sino que se encuentran en un constante estado de incertidumbre. ¿Por qué? Todo parecer indicar que esto es así porque el machismo sirve de fiel de la balanza para las propuestas instrumentales feministas, y no sólo eso: sirve también de modelo. Lo que los logros feministas verificados en la vida pública representan es la otra cara de una misma moneda: la concepción de las personas a la luz del actual sistema social mundial, el cual, por hipótesis, es un sistema estructuralmente machista.
Sobre el primero de los logros podemos observar que algo de lo que no se percataron las feministas históricas al luchar a brazo partido por éste fue que la dualidad mujer trabajadora/ama de casa era falsa: ambos son roles de la estructura productiva machista. La opción histórica que las feministas dejaron ir en este terreno fue la de romper con la mencionada dualidad, asignando papeles diferentes, inéditos, en el terreno económico tanto a hombres como a mujeres. Aún más: haber imaginado un tipo de estructura de producción e intercambio ajena a la que hemos conocido en los últimos 500 años. En cambio, lo único que verdaderamente se logró fue haber proporcionado una mano de obra más abundante al sistema de producción capitalista, comandado hoy en su mayoría por los hombres.
Sobre el tercero de los logros, sin duda el menos espectacular de ellos y con mucho el más dudoso, puede verse que su caso insignia ha sido la implementación de políticas públicas segregacionistas en diferentes partes del mundo. Segregacionismo que sólo de una manera muy oscura podemos llamar “progresista”, ya que posee un mecanismo común a la mentalidad machista que en su momento instauró la vestimenta femenina, la separación genérica de los servicios sanitarios y la institucionalización de escuelas para hombres y para mujeres. Consideremos un caso bien conocido en el contexto nacional: las leyes de separación pública de géneros en los transportes masivos de la Ciudad de México. A primera vista, lo que ciertos gobiernos “izquierdistas” de México y otras partes del mundo han vendido como un gran logro del feminismo sólo abona en sentido contrario: la confirmación de que las mujeres son, por naturaleza (ese es el trasfondo machista de la cuestión), tan frágiles, débiles y estúpidas que necesitan ser aisladas de las hordas masculinas ante las que, una vez más por naturaleza, no tienen la capacidad de defenderse por sí mismas, con la tremebunda implicación de que son seres de segunda categoría que necesitan guía y protección externas.
Concentrémonos ahora en el que quizá sea el logro cardinal del feminismo histórico: la decisión sobre la sexualidad propia, que ha sido llamada de manera casi unánime por las feministas como “decisión sobre el propio cuerpo”. Uno de sus caballos de batalla, así como uno de sus grandes orgullos, ha sido la legalización del aborto en diversos países (o ciudades), definiéndolo como un método anticonceptivo más. Las consideraciones morales y médico-biológicas son amplias y bien conocidas. Es un terreno en el cual los moralistas de los bandos en disputa (feministas y fundamentalistas) parecen no ver más que contundentes claroscuros; nada de grises, cero matices. Entre esta multipolaridad de opiniones encontradas, hay una consideración de gran envergadura que las feministas no toman en cuenta y que, en cambio, abona al machismo: la llamada defensa sobre la decisión del propio cuerpo es, en resumen, casi pueril. Admitiendo que un embrión o un bebé que aún no nace no es un ser independiente, sino un apéndice más del cuerpo de las mujeres, la cuestión del aborto es lógicamente igual a la posibilidad de amputarse un brazo, una oreja o la punta de la nariz por propia elección. En un caso así, lo único que podríamos decir es que allá cada cual con sus gustos. Pero ¿qué diferencia real hace esto contra el machismo? En la vida real, ninguna. La cuestión principal que no se han planteado las feministas y que, ésta sí, no deja intacto al machismo, no tiene que ver con la elección sobre el cuerpo propio, sino sobre el de las otras personas, en particular, el de los infantes ya nacidos.
URGENCIA DE LA CRIANZA COMPARTIDA
Que por azares de la biología evolutiva de nuestra especie las mujeres sean las únicas capaces de gestar una vida nueva (cuando menos hasta el estado actual de la instrumentación científica), no implica en manera alguna que sean ellas las que deban llevar la responsabilidad y el peso de criar a esos productos de manera exclusiva. Éste es el verdadero tema acerca de la sexualidad, la reproductibilidad y las decisiones sobre el cuerpo que ésta trae consigo: al grueso de los hombres le tiene sin cuidado si una mujer aborta o no, mientras ellos sigan en su esfera de aislamiento del cuidado infantil. En cambio, si de manera necesaria (legalmente impositiva) un hombre tuviera que asumir las responsabilidades de la crianza y la educación de los hijos, quebraría de raíz la ideología machista que, entre otras cosas, se ha escudado en una supuesta determinación biológica irreductible sobre éste y otros temas relacionados.
En este sentido, la multitud de leyes en el mundo dedicadas a sentenciar los casos de separaciones conyugales con todo su abanico de posibilidades no hacen sino apuntalar el papel y la figura del hombre machista en estos menesteres: le conceden una visita semanal y le quitan un porcentaje considerable de su sueldo. Por no hablar de que no existe legislación alguna que obligue al género masculino a asumir una responsabilidad activa sobre su prole, independientemente del estatus legal y sentimental que guarde con la madre de la misma.
Así, además de no contar con la participación casera del hombre, las mujeres con hijos que deciden separarse del padre de éstos encima tienen que cargar con el peso del cuidado, el financiamiento y la crianza de los niños. Por supuesto, la fantasía de la crianza sistemática de los hijos sin los hombres sólo es una ilusión de cierto feminismo radical: en este planeta, cuya raza humana ha evolucionado en dos géneros con miembros igual de numerosos, pretender dejar fuera por decreto a uno de ellos es sólo pagarse de vanas palabras.
Seguramente la réplica tentativa a estas cuestiones es que en efecto sí han servido de algo los logros del feminismo histórico en contra del machismo. Han jalonado al sistema social hacia una mejor distribución del poder entre los géneros; han posibilitado que las mujeres se integren de una manera mucho más igualitaria dentro de la estructura del sistema social y han logrado que un cúmulo de derechos de las mujeres se incruste en las estructuras político-legales de buena parte del mundo. Todo esto puede ser verídico y hasta cierto punto en los últimos 100 años sí se ha logrado que la vida social sea un poco más equilibrada en la convivencia entre hombres y mujeres; no obstante, hay una serie de cuestiones problemáticas que surgen de inmediato: ¿qué tantas, qué tanto y qué tipo de mujeres se han beneficiado con la gradualidad de este avance social?
FEMINISMO Y CLASE SOCIAL
Un problema transversal tiene que ver con el estrato social del que ha emergido el feminismo, tanto el antiguo como el contemporáneo. La mayoría de las feministas son integrantes de las clases educadas, acomodadas y con expectativas de vida plena y diversa (lo mismo del centro que de la periferia del sistema-mundo). Son mujeres con la capacidad de interpretar sus derechos, las leyes y las interacciones sociales a la luz de un sofisticado aparato crítico, moldeado lo mismo en la academia que en la sátira política o en el activismo social organizado.
Ahora bien, de ninguna manera se trata de descalificar el compromiso feminista por razones de clase. Es importante y con seguridad inevitable que ciertas tendencias contestatarias y progresistas provengan del mundo burgués, dadas sus consabidas características: estatus de ciudadanía, es decir, voz y voto; vida urbana con ingreso medio, con pequeños excedentes financieros para una mínima comodidad cotidiana; trabajo por cuenta, voluntad y capacidades propias; acceso a la educación para ser aceptablemente ilustrado, con un sólido sentido de civilidad y, sobre todo, un especial y muchas veces exacerbado y ácido espíritu crítico.
Sin embargo, sí es de la mayor importancia observar que el feminismo así entendido (que, en verdad, es el único que hay) no ha permeado en el grueso del sistema social global en el nivel vital de la convivencia cotidiana. Esto es particularmente cierto en el Tercer Mundo. En países como el nuestro, el machismo explota en amplios sectores de la sociedad a manera de violencia incontenible (y en muchas ocasiones los hombres somos ciegos a este tipo de conductas: las ejecutamos de manera natural, como si fueran parte de un orden preestablecido del mundo y de la vida), con la aceptación tácita de la mayor parte del organismo social, mujeres incluidas.
Existe un profundo y generalizado desprecio por el género femenino cuya degradación es el corolario de un desnivel estructural aceptado, asimilado y reproducido por ambos géneros en la cotidianidad vivencial. Desnivel que comienza con la aceptación acrítica de roles preestablecidos con su pléyade de binomios que ideológicamente se afirman como “naturales”; entre otros: fuerza/debilidad, superior/inferior, fuerte/débil, racional/sentimental, vulnerable/protegido, etcétera. En el orden social así establecido, se comienza afirmando que la cocina y la limpieza son tareas femeninas y se termina avalando una espiral de violencia que culmina en sanguinarios asesinatos.
El feminismo clásico, en sus diferentes vertientes, poco o nada puede hacer ante esta realidad. El gradualismo pretendidamente estabilizador feminista que al cabo de una centuria ha conseguido que cierto conjunto de mujeres de clase media tenga derecho al voto, igualdad salarial, clínicas abortivas legales y vagones del Metro exclusivos en horas “pico”, pasa de largo de la verdadera inequidad de géneros: la que opera irrefrenable día con día en las relaciones interpersonales y se preserva institucionalizada en la educación, las normas de convivencia al uso y el sistema jurídico en funciones.
La oposición clásica entre machismo y feminismo está irremediablemente contaminada por la estructura machista ancestral de la humanidad y por su exacerbación en uno de los más contradictorios órdenes sociales que ha habido: el sistema-mundo capitalista. El feminismo clásico no ha podido quebrar ni uno ni otro. En este sentido, pese a sus declaradas intenciones en contrario, es uno más de los engendros del sistema y, en esa medida, bien puede ser clasificado como “certeza moral interesada”, por utilizar una afortunada expresión de Immanuel Wallerstein.
Junto con otros sistemas de pensamiento crítico, contestatarios y pretendidamente antisistémicos, como fue el marxismo histórico en sus diversas variantes, tanto teóricas como instrumentales, el feminismo ha llegado a su hora cero. Los magros logros obtenidos, la validación de la división entre hombres y mujeres y el callejón sin salida de un gradualismo a cuenta gotas hablan por sí mismos de la necesidad de una reformulación del problema.
Sin pretender tener la solución a un asunto complejísimo, parece que el cambio de foco tendrá que ir más allá del machismo y del feminismo para concentrarse en los seres humanos sin más. Así, si el feminismo tiene la capacidad de mutar para convertirse en un enclave teórico-instrumental que ayude a deshacer los nudos gordianos de un sistema social intrínsecamente desequilibrado, tal mutación habrá de rebasar el pensamiento de cuño machista (en el que irremediablemente se ha inscrito) para ubicarse en un espacio de pensamiento incógnito cuya posibilidad de enraizar y florecer pudiera estar abierta justo en el futuro inmediato ante la inexorable marcha que presenta el mundo contemporáneo hacia una modificación sustancial de sus fundamentos vitales. En este espacio práctico y creativo que se vislumbra —en medio de un periodo socio-histórico tumultuoso y de grandes sacrificios sociales—, el feminismo, si ha de prevalecer, tendrá que dejar los vectores machistas interconstruidos que le han insuflado vida durante tanto tiempo para convertirse, sin más, en un humanismo contestatario y propositivo.
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