La "primavera árabe" registró el jueves pasado su acontecimiento más dramático con la muerte de Muammar Gaddafi. Aunque los rebeldes habían derrocado al régimen en agosto pasado, mientras Gaddafi y sus leales siguieran en acción no podía decretarse la victoria definitiva de la rebelión que se inició hace ocho meses. Y mientras ese triunfo no quedara sellado, otros dictadores, principalmente Bachar el Assad, en Siria, podían sentir que la presión sobre ellos había amainado o que el vendaval democratizador era reversible. Ahora, van tres dictaduras del Norte de Africa definitivamente derrotadas -las de Túnez, Egipto y Libia- y, aunque difícilmente puede hablarse de democracia en ninguno de esos lugares todavía, lo que sí existe es por lo menos un proceso de cambio sin precedentes históricos en esa región del mundo. La fuerza de este hecho es tal, que los dictadores que quedan en pie no podrán respirar tranquilos acaso nunca más incluso si sobreviven en el poder. Algo importante ha cambiado para ellos también.
A diferencia de Ben Ali, que huyó, y de Mubarak, que renunció, Gaddafi siguió peleando. Y hay que decir que lo hizo con coraje y consecuencia hasta su último suspiro. La importancia de su muerte en combate es enorme, porque la derrota militar envía a quienes han optado por resistir con violencia indiscriminada contra las rebeliones respectivas en la región la señal de que tienen los pies de barro. Con la muerte de Gaddafi esos gobiernos han quedado muy debilitados de cara a sus propios seguidores, a quienes habían convencido de que la derrota de las dictaduras tunecina y egipcia se debía a que Ben Ali y Mubarak no habían peleado. Gaddafi peleó y murió como un perro, como se lo ve en las fotos del teléfono celular que han dado la vuelta al mundo. Pelear, pues, tampoco le garantiza a un dictador el poder en este contexto.
Hasta ahora, los regímenes que resisten han usado distintos métodos. Arabia Saudita sobornó a la población con una masiva ayuda social, además de aplicar una represión preventiva contra potenciales focos de resistencia. Algo parecido hizo Omán. Yemen optó por una tortuosa negociación que todavía no se resuelve, con distintos momentos de calma chicha que podrían degenerar. Bahrein eligió la vía represiva (con ayuda militar saudita). Marruecos adoptó reformas tímidas que le han ganado tiempo al gobierno, combinadas con represión preventiva. Y Argelia endureció el control de la población, lo que no le costó mucho teniendo en cuenta que, al igual que en Marruecos, las manifestaciones de protesta no alcanzaron nunca dimensiones muy grandes. Entre los gobiernos autoritarios árabes que quedan en pie, Siria, como vemos a diario, dio la respuesta más sanguinaria de todas, matando a miles de civiles. La muerte de Gaddafi envalentonará a quienes pudieran haber sentido, mientras Gaddafi evadía su captura o la muerte, que el riesgo de perseverar en la lucha era excesivo.
Un factor separa a Libia, sin embargo, del resto de países del Medio Oriente y el Norte de Africa, donde se está desarrollando este conflicto desde hace meses: la intervención extranjera. Recordemos que los rebeldes libios estaban a punto de sucumbir en su bastión de Bengasi cuando la OTAN, mandatada por el Consejo de Seguridad, decidió atacar. Los británicos y los franceses cargaron con el grueso de la responsabilidad por los ataques aéreos que invirtieron los términos del conflicto en favor de los rebeldes, aunque la ayuda norteamericana, ascendente a unos dos mil millones de dólares, fue decisiva con el uso, al comienzo, de misiles Tomahawk y, luego, de ayuda logística, información de inteligencia y apoyo para surtir combustible a los aviones europeos.
Incluso en la muerte de Gaddafi la intervención de la OTAN ha sido muy importante. No es cierto, como se dijo a primera ahora el jueves, que fue un bombardeo lo que acabó con la vida del dictador. La muerte fue a manos de los rebeldes y las imágenes muestran a las claras que ellos lo tenían capturado con vida poco antes de su muerte. Pero sí es cierto que la OTAN no había parado de bombardear Sirte, la localidad donde se concentraba la resistencia de Gaddafi, en las últimas cuatro semanas. Ese bastión -y Beni Walid, que había sucumbido antes- fueron pulverizados por los bombardeos a medida que los rebeldes avanzaban. Sin esa presión, es improbable que los rebeldes hubieran podido llegar hasta Gaddafi.
El cálculo definitivo que tendrán que hacer los dictadores superstites de la zona árabe es si corren el riesgo real de una intervención de la OTAN parecida a la de Libia. Con unas democracias occidentales en serios problemas económicos y administrando penosamente sus tremendas desavenencias políticas en torno a la crisis europea, no es nada seguro que la OTAN tenga interés en involucrarse en otro conflicto. Eso, al menos, es lo que parece haber calculado Bachar el Assad en Siria, por ejemplo. Pero también es cierto que la OTAN se resistió mucho a intervenir en Libia y que sólo lo hizo cuando, en un contexto de masacres perpetradas por el régimen de Gaddafi contra la población civil, los rebeldes estuvieron en serios aprietos. Assad lleva meses atacando y masacrando a la población civil, pero Estados Unidos y Europa han parecido hasta ahora satisfechos con limitar su intervención a unas sanciones económicas y políticas. Con las manos más libres en Libia tras la muerte de Gaddafi, podrían sentir mayor presión para intervenir en Siria en caso de que Assad provocara una situación humanitaria que aumentase la presión internacional sobre Washington y Bruselas para hacer algo.
La era que se cierra en Libia duró más de cuatro décadas y se inició cuando un joven coronel de 27 años que había nacido en una tribu beduina desalojaba del poder al rey Idris. El país llevaba apenas dos décadas de existencia oficial desde su reconocimiento por la ONU tras la descolonización de aquella zona del desierto norafricano. No había nada: ni Estado, ni instituciones comunes a todos ni una economía funcional. Gaddafi -el coronel golpista de 27 años- inventó todo eso en base a una revolución nacionalista con toques de inspiración maoísta y al petróleo, que en los años 70, gracias a los "shocks" provocados por la Opep, pasó a generar grandes ingresos para el país. Gaddafi tenía el sueño panarabista de Nasser, el nacionalista egipcio que murió en 1970, pero nunca pudo generar la unidad árabe ni fusionar a su país con los vecinos. Optó entonces por expresar su nacionalismo árabe mediante el patrocinio del terrorismo internacional. Varios grupos islámicos o nacionalistas, desde la Yihad Islámica hasta el IRA, fueron financiados por él, lo que le valió un conflicto permanente durante los años 80 con Estados Unidos y Europa. Reagan ordenó un ataque aéreo contra Trípoli en 1986 por un atentado contra una discoteca de Berlín frecuentada por soldados estadounidenses que contó con la participación libia. La mano de Gaddafi volvió a quedar en evidencia en el atentado contra el avión de Pan Am en Escocia dos años después. Gaddafi pasó a ser el símbolo del terrorismo internacional.
Los años 90 vieron a Gaddafi seguir jugando ese rol pero de forma más disminuida, porque las sanciones lo golpearon seriamente y provocaron levantamientos internos que sofocó brutalmente. Su atención se concentró en el interior del país.
Hasta que llegaron los atentados contra las Torres Gemelas en 2001 y Gaddafi anunció una gran metamorfosis. Se declaró solidario de Occidente, inició la apertura al capitalismo y convirtió a su hijo Saif al islam en la cara amable, internacionalmente presentable, de la nueva Libia, donde todos querían invertir y que usaba el dinero del petróleo, a su vez, para comprar activos a través de un fondo soberano en medio mundo. Renunció, además, a las armas de destrucción masiva. Estados Unidos y Europa creyeron que se había convertido y abrazaron a su régimen con la misma convicción con que antes lo habían combatido. El Reino Unido llegó nada menos que a entregarle a Trípoli a uno de los sospechosos de los atentados contra el avión de Pan Am y la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, visitó Libia. Con esa visita la jefa de la diplomacia simbolizó una amistad sellada con la decisión de Washington de retirar a Libia de la lista de gobiernos terroristas.
Todo cambió cuando un segmento importante de la población libia, inspirada por los acontecimientos en otros lugares del Norte de Africa, se unió a la "primavera árabe". Gaddafi recobró su perfil revolucionario y violento, y hasta su hijo Saif al Islam sufrió una metamorfosis, desplegando desde entonces su lado negro. Otro de los hijos, Khamis, que controlaba la Brigada 32 y era el "policía malo" del régimen, dirigió la represión y el escarmiento contra la población civil de zonas cercanas a los rebeldes. Las democracias occidentales, que habían quedado en el más absoluto ridículo ante la evidencia de que su nuevo aliado era un dictador odiado por su pueblo, corrigieron tardíamente su error con la denuncia de la dictadura, primero, y la intervención de la OTAN después.
¿Qué sucederá en Libia? No está nada claro. Por lo pronto, ni siquiera es seguro que el Consejo Nacional de Transición pueda ejercer como gobierno estable en todo el territorio. Es interesante, en ese sentido, que el primer anuncio de la muerte de Gaddafi lo hiciera el gobierno regional de Misurata y no el Consejo Nacional de Transición. Diversos sectores controlan cuotas de poder y todos ellos están forcejeando por el dominio de los otros. A eso se añade un contexto tribal extremadamente complicado en un país donde la unidad nacional, como mencioné antes, es un invento reciente. Hay unos 140 clanes tribales. Algunos de los más fuertes, como Al-Margaha, tomaron partido por Gaddafi; otros, como los Tuareg, tenían viejas lealtades con él. Hay clanes, como el de Warfalla, acaso el más grande, que acabaron dividiéndose con motivo del levantamiento contra Trípoli. Todas estas especificidades locales y tribales fueron artificialmente amalgamadas por la tiranía durante las últimas cuatro décadas, pero en el nuevo escenario no es nada claro que sea posible mantener una cierta unidad.
Por si fuera poco, la legitimidad del propio Consejo Nacional de Transición está en cuestión. Han prometido elecciones, pero ya hemos visto, incluso en Egipto, donde los militares tienen el control efectivo del país, que las promesas democráticas suelen ser de lento y dudoso cumplimiento. Además, tanto el gobierno como el CNT repartieron muchas armas entre distintos grupos civiles en estos ocho meses. Sin una estructura nacional articulada y eficaz, no es fácil prever que resultará posible decretar el monopolio de la fuerza en manos del Estado.
Estas y otras cuestiones irán cobrando importancia en las semanas y meses venideros. Otras se les sumarán, incluyendo el destino de los 33 mil millones de dólares que están congelados en el extranjero y que el futuro gobierno libio reclamará para reconstruir el país. Pero por ahora los libios celebran, con todo derecho, el ocaso de uno de los hombres más aborrecibles del siglo pasado.
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