Por Jorge Ramos
Hay veces en que Estados Unidos quisiera ser una isla. Más que estar rodeada de agua, la característica principal de una isla es estar aislada. Aislada de peligros y amenazas, de contagios, de contactos indeseables, de extranjeros.
El supuesto complot de dos iraníes para asesinar al embajador de Arabia Saudita, y atacar su embajada y la de Israel en Washington, es una noticia terrible para los norteamericanos. Muchos creían que tras la muerte del líder de Al Qaida, Osama bin Laden, había disminuido significativamente la amenaza terrorista dentro de su territorio. Estaban equivocados.
Al Qaida sigue siendo una gran preocupación para Estados Unidos, como lo demuestra la reciente ejecución en Yemen de uno de sus líderes. (El clérigo Anwar al-Awlaki, ciudadano norteamericano, fue atacado y asesinado desde un avión no tripulado.) Y ahora, a esa preocupación, hay que sumar la de Irán.
El aspecto más raro de este complot es que los dos iraníes buscaron el apoyo del grupo narcotraficante mexicano de los Zetas para realizar los ataques en Washington. Pero los iraníes, según la versión oficial, terminaron hablando con un informante de la DEA que se hizo pasar por contacto de los Zetas. Así descubrieron y desmantelaron el complot.
Más allá de las represalias que ya empezó a imponer Estados Unidos contra Irán, quienes salen perdiendo en todo este enredo son los 11 millones de inmigrantes indocumentados.
Los sectores más conservadores de Estados Unidos argumentan que no debe haber ningún tipo de legalización de indocumentados hasta “asegurar” la frontera sur. Y ahora, con el supuesto complot iraní buscando la ayuda de narcos mexicanos, tienen una nueva excusa para no hacer nada.
Los indocumentados son las primeras víctimas del complot iraní. Cuando Estados Unidos se cierra, lo hace tanto hacia fuera como hacia dentro.
La amenaza crece, nos dirán. Por la frontera sur se nos pueden colar terroristas o narcotraficantes contratados por terroristas. Y como el asunto es matemáticamente posible, los que pagan las consecuencias son los inmigrantes, que no son criminales ni terroristas, y que llevan años trabajando en Estados Unidos esperando un papelito que los haga legales.
Pero la verdad es que la frontera entre México y Estados Unidos está más segura que nunca. Hay más agentes y más recursos para proteger las casi dos mil millas de frontera. Y funciona. Una de las ciudades más peligrosas del mundo, Ciudad Juárez, donde el año pasado hubo cerca de tres mil asesinatos, bordea una de las ciudades más seguras de Estados Unidos, El Paso, Texas.
No solo eso. El Pew Hispanic Center confirmó que el número de indocumentados en Estados Unidos se ha reducido de 12 a 11 millones. Miles de mexicanos están prefiriendo quedarse en su país en lugar de sufrir persecuciones y discriminación en estados como Alabama y Arizona.
Y las deportaciones continúan. Barack Obama ha deportado más mexicanos que cualquier otro presidente norteamericano.
Esto es importante. Ninguno, absolutamente ninguno, de los 19 terroristas que realizaron los trágicos actos del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, Washington y Pennsylvania
–ninguno– entró a Estados Unidos a través de México.
La realidad es esta: la frontera sur está más segura que nunca; la violencia de México no ha cruzado al norte ni tampoco lo han hecho terroristas de otras partes del mundo, cada vez deportan más inmigrantes con antecedentes criminales, cada vez menos mexicanos se arriesgan a cruzar ilegalmente hacia Estados Unidos y muchos mexicanos se están regresando a su país de origen por cuenta propia.
Esa es la realidad. Pero en el imaginario norteamericano –alimentado ya por la contienda por la presidencia, la crisis económica, las posiciones extremistas y la xenofobia– existe la percepción de que por la frontera sur de Estados Unidos se pueden colar terroristas, narcos y criminales.
Hay días en que Estados Unidos quisiera ser una isla y cuando eso ocurre los inmigrantes que ya viven en este pedazo de tierra son los primeros en pagar las consecuencias.
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