22 octubre, 2011

Feuderalismo y dinerocracia

Feuderalismo y dinerocracia
Genaro Borrego

Durante 70 años el poder político estuvo concentrado en el presidente de la República, pieza clave de un régimen descrito por Cosío Villegas como una “monarquía absoluta, sexenal y hereditaria en línea transversal”.

El presidente en turno ejerció el poder de jefe de Estado; jefe de gobierno; comandante supremo de las Fuerzas Armadas y jefe indiscutible del partido mayoritario, es decir, opinión prevaleciente en las decisiones más importantes del PRI, ya fuese en su plataforma programática sexenal como en la selección de los candidatos a cargos de elección popular.

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El PRI y sus sectores apoyaban a su jefe y éste a las organizaciones gremiales y populares que lo respaldaban.

Este poder, concentrado en la institución presidencial, fue la pieza clave de la llamada “dictadura perfecta” nombrada por Vargas Llosa, con todo el talante peyorativo y los excesos que en realidad la expresión implica.

Fueron variados y de muy distintos orígenes y genealogías, incluso contrapuestos, los movimientos políticos que actuaron en México para transitar hacia un régimen que cabalmente pudiese calificarse como democrático. Fueron décadas de luchas diversas, algunas relevantes incluso desde dentro del propio PRI, para alcanzar tal propósito. Asimismo, varios fueron los enfoques, las motivaciones subyacentes y las estrategias de dichas fuerzas políticas democratizadoras.

Aun cuando la más relevante de ellas fue, y con razón, modificar las reglas electorales y garantizar la no intromisión del gobierno en los procesos electorales, se dieron otras muy pertinentes batallas en otros frentes como el de la transparencia, los derechos humanos, el equilibrio de poderes y la rendición de cuentas.

Una característica de tales empeños fue que éstos, básicamente, se dedicaron a incidir en el ámbito nacional y en instituciones del orden federal de gobierno, incluido el Congreso de la Unión. Logros relevantes en la legislación electoral y en la rendición de cuentas de los recursos públicos se dieron a ese nivel. Fue así como la pluralidad se consolidó en la composición de las Cámaras legislativas federales de diputados y senadores, se avanzó en el fortalecimiento de su capacidad fiscalizadora y de control del ejercicio presupuestal federal.

Todos estos procesos hacia una transición política no se dieron acompasados en las entidades federativas, aun cuando en éstas se hayan manifestado las más claras evidencias de la voluntad popular por el cambio al perder el PRI las primeras gubernaturas.

Los órganos fiscalizadores del ejercicio presupuestal, para darle capacidad a los Congresos locales de cumplir con su función constitucional en este sentido, no se robustecieron ni en lo técnico ni en lo político. Por una parte, la dominancia mayoritaria del PRI en los Congresos locales y, por la otra, la baja exigencia opositora y ciudadana por fortalecer los órganos técnicos responsables de revisar las cuentas públicas, ha dado como resultado que éstos hayan quedado debilitados al darse la alternancia en la presidencia de la República, y con ella la dispersión del poder político, hasta entonces superconcentrado, el cual fue tomado en gran medida por los gobernadores.

Quien tuvo poder para tomar parte del poder que ejercía una sola entidad política —la presidencia de la República— lo hizo. Desde luego, uno de los destinos del poder otrora concentrado fueron los gobiernos de los estados.

Con más poder político los gobernadores han conseguido la canalización de más recursos a sus entidades, incluso los provenientes de la renta petrolera, sin tener a quién —en serio— rendir cuentas, ni siquiera a su ciudadanía electora, ya que no son ellos quienes le cobran los impuestos, sino el gobierno federal.

Más poder político, más recursos presupuestales para su ejercicio, aunado a la discrecionalidad para obtener créditos en montos elevados sin transparencia y rendición de cuentas verdadera, es una distorsión grave, consecuencia de la transición inacabada, la cual se ha querido circunscribir tan sólo al plano electoral, sin tomar en cuenta que para consolidarse es indispensable emprender las transformaciones al andamiaje institucional del Estado que no se corresponde con la nueva realidad de avance democrático.

El feuderalismo ha engendrado la dinerocracia propiciadora, a su vez, de corrupción e impunidad, que son la metástasis que corroe a la nación.

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