Juan Ramón Rallo
Desde antiguo, la codicia ha estado mal considerada en sociedad: auri sacra fames!, la maldita voracidad por el dinero, la descalificó Virgilio. En algún momento pudo tener su lógica evolutiva: cuando la riqueza estaba dada, lo que ganaba uno lo perdía otro, por tanto el acaparamiento individual era una estrategia peligrosa para la supervivencia del resto del grupo. Hoy, sin embargo, la producción y el comercio, organizados en torno a la división del trabajo, del capital y del conocimiento, permiten que la riqueza ya no sea una tarta dada sino en continua expansión: todas las partes pueden salir beneficiadas de su cooperación y de sus intercambios.
Con todo, nuestros instintos prevalecen sobre la más elemental racionalidad: en la actualidad la riqueza ya no procede de disfrutar de un entorno natural abundante del que obtener directamente los bienes de consumo que necesitamos, sino de organizar los recursos para fabricar los bienes que más urgentemente necesitamos en cada momento. Mucho más valioso que disponer de recursos físicos –de miles de millones de piezas de un puzzle– es contar con la información e infraestructura necesarias para ensamblarlos continuamente de la manera adecuada –según las cambiantes instrucciones para montar el puzzle–. Y para constituir –y reconstituir– los planes empresariales resultan indispensables esos faros del capitalismo que son los precios de mercado, de cuyo acertado arbitraje florecerán los beneficios monetarios.
Ganar y acaparar mucho dinero, por consiguiente, lejos de ser la causa de un empobrecimiento del resto de la sociedad es más bien la consecuencia de una creación previa de riqueza para esa sociedad. El bienestar que se genera mediante la desenfrenada búsqueda de beneficios monetarios en nada se distingue, para sus receptores últimos, del derivado de actividades caritativas y desinteresadas. Acaso, la diferencia más llamativa entre un caso y otro afecta sobre todo a los observadores externos: nos resulta imposible determinar quiénes son los últimos beneficiarios de las decisiones de una persona que gana enormes cantidades de dinero pero, en cambio, enseguida descubrimos quiénes son los directos favorecidos por los filántropos. Mas nuestras limitaciones cognitivas no vuelven la felicidad de los primeros en menos importante que la de los segundos.
Puede que la obsesión de ciertos individuos por ganar dinero nos parezca de una vaciedad espiritual insufrible, pero sea como fuere esta característica resulta bastante irrelevante a la hora de formular y reformular planes empresariales en los que se determine qué producir y cómo hacerlo de cara a satisfacer a los consumidores. Una de las grandes virtudes del capitalismo es que permite canalizar el natural impulso de muchas personas por enriquecerse hacia la satisfacción de las necesidades ajenas. El egoísmo se transforma, por la fuerza de la necesidad, en cooperación mutuamente beneficiosa con el resto de la comunidad. Y no porque seamos esclavos del mercado, sino porque ese mercado es el que mejor sirve nuestros intereses y los del resto.
Difícilmente podría ser de otro modo. Es cierto que muchas personas preferirían que en la cooperación social a gran escala no participara de forma decisiva el vil metal, sino que ésta se articulara a través de un sistema de fraternales intercambios de favores entre personas que se conocen, se aprecian y se respetan: yo te rasco la espalda para que tú me rasques la mía. Pero semejante sistema no funcionaría, o al menos sólo lo haría en ámbitos sociales tremendamente reducidos: cuando limitamos nuestras relaciones económicas a nuestras relaciones personales, es evidente que la división del trabajo no puede alcanzar dimensiones demasiado elevadas. Simplemente, no poseemos ni somos capaces de manejar la suficiente información como para organizar y coordinar a miles de millones de personas.
Los paradoja que los anticapitalistas son incapaces de resolver es que para extender la cooperación humana a ámbitos extensos necesitamos recurrir cada vez más a transacciones monetarias impersonales, mientras que para teñir estas relaciones de camaradería será necesario recluirlas a ámbitos locales e incluso vecinales. El cosmopolitismo y el internacionalismo económico requieren de personas que tomen la mayor parte de sus decisiones productivas (qué bienes fabricar, qué métodos emplear, dónde distribuirlos...) en función del lucro dinerario; sólo el provincianismo económico, el no entrar en contacto ni colaborar con los millardos de personas que jamás llegaremos a conocer, es compatible con sistemas organizativos cuyo principio operativo no sea el ánimo de lucro.
Prosperidad y cooperación mundial versus primitivismo y nacionalismo aldeano. ¿Qué prefieren los anticapitalistas? ¿Comunidades aisladas que apenas se relacionen entre sí salvo para guerrear y explotarse las unas a las otras o comunidades que cooperen y comercien entre sí de manera pacífica? Por mucho que enarbolen la bandera de la modernidad, su aversión al dinero los conduce inexorablemente a recluirse en comunas y falansterios de muy reducido tamaño o en cruentas dictaduras militares donde un comité desatiende las necesidades de la ciudadanía pero las mantiene unidas en contra de su voluntad.
Todo lo anterior, por supuesto, no significa ni que las relaciones no monetarias carezcan de importancia en nuestras vidas ni que toda decisión guiada por el ánimo de lucro beneficie al resto de la sociedad.
Lo primero es evidente: muchas de las decisiones más importantes de nuestras vidas –con quién nos emparejamos, quiénes son nuestros amigos, por qué apreciamos y tratamos de hacer felices a nuestros padres, por qué colaboramos con ciertas causas religiosas, ideológicas o culturales...– no vendrán determinadas generalmente por su rentabilidad esperada. De hecho, es probable que si las adoptáramos en función de este criterio, terminaráramos siendo harto infelices. ¿Contradicción? En absoluto. El ánimo de lucro tiene su ámbito y es útil (monopolísticamente útil, añadiría) dentro de ese ámbito: el de la coordinación de millardos de personas para producir bienes y servicios que necesitamos en grandes cantidades. Fuera del mismo, no tiene por qué ser funcional. Pero que un martillo no sirva para limpiar un cristal no significa que no resulte extremadamente útil a la hora de colgar un cuadro. A cada uno lo suyo.
Lo segundo tampoco debería extrañarnos demasiado: si la codicia por acaparar dinero lleva a algunos individuos a robar, defraudar o estafar a otras personas, es obvio que ese ánimo de lucro tendrá sus damnificados. Más bien, lo que afirmamos es que el ánimo de lucro, por muy desenfrenado y obsesivo que sea, resulta beneficioso socialmente siempre que respete la propiedad privada y los contratos: es decir, siempre que las relaciones sean voluntarias en su origen y en su desarrollo.
Se me dirá que quienes están obsesionados por ganar dinero para sí mismos tenderán a saltarse las normas para cosecharlo a costa de los demás. Es posible que así sea en pocos, algunos o muchos casos (por ejemplo, cuando se le reclaman subvenciones, aranceles, redistribuciones de renta y protecciones varias al Estado), pero entonces no pongamos el énfasis en censurar el ánimo de lucro, sino la violación de la propiedad privada y de los contratos. Lo que necesitaríamos no es abolir el capitalismo y el ánimo de lucro, sino un orden jurídico más eficiente a la hora de perseguir y castigar a quienes violan las normas. A la postre, las mayores matanzas de nuestra historia se han cometido en nombre de una benemérita fraternidad universal; los dictadores más salvajes juraban no actuar por interés propio, sino de manera abnegada para beneficiar a su pueblo. Incluso es verosímil que muchos así lo creyeran y que consideraran justificado sacrificar a unos pocos díscolos saboteadores con tal de mantener la armonía social. ¿Significa ello que debemos reprimir la filantropía y el amor al prójimo? ¿O más bien que, como toda actividad interpersonal, éstas también deben someterse a derecho?
En definitiva, a la hora de organizarnos económicamente en órdenes muy extensos, el capitalismo y el ánimo de lucro son irremplazables. Poco importa que quien esté obsesionado con lucrarse sea un individuo altruista que verdaderamente desee hacer felices a los consumidores o un desalmado cualquiera que sólo busque enriquecerse a sí solo: mientras ambos respeten la propiedad privada de los demás, sólo acapararán dinero si consiguen satisfacer continuamente los fines de los consumidores.
Gracias al capitalismo, no necesitamos confiar ni en las buenas intenciones de ningún dictador benevolente ni en unos individuos desnaturalizados que sólo piensen en millones de personas que jamás llegarán a conocer: ninguna de ambas opciones funcionaría. En realidad, nos basta con que cada cual disfrute al máximo de su vida dentro de sus círculos de amistades y se dedique a producir para un impersonal mercado aquellos bienes que son rentables y que, por tanto, hacen felices a muchísimas personas anónimas. Es decir, para que todos prosperemos nos basta con que, respetando la propiedad y los contratos, cada cual se dedique a ganar tanto dinero como buenamente pueda y a gastarlo para sí y para sus allegados. Cuando vuelva a molestarse por un avaricioso señor que sólo se preocupa por el dinero, piense dos segundos en cómo esa actitud le perjudica a usted. Tal vez descubra que, pese a su insolidaria pose, le puede llegar a beneficiar sobremanera.
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