ECONOMÍA
Por Carlos Alberto Montaner
Crece la ira. En EEUU, los indignados –esas personas que protestan en las plazas– reservan su mayor cuota de cólera contra la injusta diferencia de ingresos. Les parece bochornoso que ciertos ejecutivos o propietarios de empresas ganen hasta más de cien veces lo que perciben los trabajadores corrientes y molientes; especialmente ahora, cuando en dicho país el 10% de la población está desempleada. |
¿Tienen razón? No creo. En una economía libre, en gran medida es el mercado el que fija los ingresos de la gente. El mercado, no se olvide, es la resultante de las decisiones de millones de personas. Por ejemplo, los televidentes, con su tenaz determinación de ver el programa de Oprah Winfrey, propician que esta dama acumule anualmente 290 millones de dólares. Si el ingreso anual promedio del trabajador que limpia el estudio de TV es de 29.000 dólares, doña Oprah ingresa diez mil veces esa cantidad. ¿La deben condenar por avariciosa? ¿Por qué, si sus ingresos son el resultado de la decisión del consumidor soberano?
Lo mismo puede decirse de los novelistas James Patterson (88 millones de dólares anuales, el escritor que más gana del planeta) y Stephen King (28 millones), del tenista Rafael Nadal (31 millones), del beisbolista Álex Rodríguez (38 millones), del futbolista David Beckam (40 millones), del golfista Tiger Woods (75 millones) y de los directores de cine David Cameron (257 millones), George Lucas (170 millones) y Steven Spielberg (107 millones).
Todos estos datos y otros similares están al alcance de un clic en una web denominada Paywizard. Incluso aparecen las personas que trabajan por un dólar al año, como el alcalde de New York, el multimillonario Michael Bloomberg, o el papa Benedicto XVI, que ni siquiera recibe ese dólar, pero lo remuneran con el techo, la comida, el vestuario y el resto de los gastos que genera su compleja ocupación de dirigir la Iglesia católica.
Nacemos, ya se sabe, con una innata percepción de la justicia distributiva. Los niños pequeños son capaces de advertir que otras criaturas reciben más leche o papilla que ellos y muestran su enfado cuando sucede. Pero junto a esa reacción intuitiva está la otra de apoderarse de la mayor cantidad de alimentos, o del juguete ajeno, sin detenerse a pensar que esa acción genera una suerte de agravio comparativo. Al niño le molesta que el otro tenga más papilla que él, pero disfruta mucho cuando sucede a la inversa.
Entre los adultos ocurre lo mismo. El señor Michael Moore, apóstol de los indignados, gana con sus documentales, libros y apariciones públicas treinta o cuarenta veces lo que ingresan sus fanáticos, pero en su caso esa superioridad económica es percibida como la confirmación de su talento y no como una prueba de la injusticia del sistema.
¿Hipocresía? Puede ser. Ahí tiene un buen tema el orondo personaje para hacer una necesaria película contra sí mismo y contra la industria de la denuncia social.
La economía libre, sencillamente, no busca la distribución equitativa de los ingresos, sino el éxito material de quienes por su talento, suerte, conexiones, por lo que sea, siempre que cumplan las leyes, acaban siendo beneficiados, fenómeno que unas veces irrita a la mayor parte de los ciudadanos, pero otras parece complacerlos.
Por ejemplo, la muerte reciente de Steve Jobs, el creador de Apple, despertó una inmensa ola de simpatías por el personaje y aumentó la devoción por la firma, especialmente entre la gente joven, incluidos los indignados que protestaban contra Wall Street y la desigualdad, sin advertir que, gracias a la codicia de los inversionistas, que veían en la compañía de gadgets electrónicos una posibilidad de ganar dinero, esa empresa se había convertido en la segunda más valiosa del mercado norteamericano, con una capitalización bursátil de más de 319.000 millones de dólares, cifra mayor que el PIB de Colombia y que el de Venezuela. El consejero delegado de Apple, el señor Tim Cook, recibe un salario anual de 59 millones de dólares.
Naturalmente, lo que está muy mal es que los gobiernos rescaten a las compañías que han perdido el favor de los consumidores, y además paguen a los ejecutivos con dinero público. Eso es ir contra el mercado. Si el Bank of America decide abonar algo menos de dos millones de dólares anuales a su presidente, el señor Brian T. Moynihan, debe hacerlo con recursos de los accionistas y no con los de los contribuyentes, a los que se impuso la dudosa encomienda de salvar la entidad financiera.
Tienen razón los indignados al protestar cuando se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias. No la tienen cuando se irritan por las diferencias de ingresos. El mercado es así. Donde funciona, la sociedad, en su conjunto, es mucho más próspera, aunque a veces sea más desigual.
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