EL ESTADO DE LA UNION |
CARLOS FRESNEDA | YOUNGSTOWN (OHIO) |
Una Siberia escalofriante y silenciosa recorre el páramo estadounidense. El gulag imaginario llega de Ohio a Texas, de Nueva York a California: decenas de pueblos se están reconvirtiendo en auténticos campos de concentración para hacer frente a la avalancha de presos, que son ya más de dos millones y no hay donde meterlos. Los alambres de espino y las garitas son ya parte inseparable del paisaje urbano de Youngstown, Malone, Dannemora o Delano, lugares espectrales, como de otro planeta, donde el único rastro de vida lo ponen los potentísimos reflectores que brillan toda la noche para que no se escapen los reos. Bienvenidos al país de los barrotes y las estrellas. Aquí encarcelamos a un ritmo siete veces superior al de Canadá y al de la mayoría de los países europeos. Aquí funciona la represión policial, la tolerancia cero, la guerra sin cuartel a las drogas. Aquí, si eres negro, tienes un 29% de posibilidades de acabar entre rejas. Aquí hemos descubierto además que meter a la gente en chirona no sólo es «justo» y «necesario», sino muy «rentable». Uno de los sectores más boyantes del momento es precisamente el de las cárceles privadas, con multinacionales que cotizan en Wall Street, como Corrections Corporation of America. Invierta en prisiones: negocio seguro. La idea de privatizar los presos, por si no lo sabían, fue concebida por un político de Tennessee, Thomas Beasley, paisano de Al Gore. Pero la tarta más rentable del negocio está en Texas: 38 cárceles privadas enriquecidas por George W. Bush, el gobernador más represivo de la Unión. Fallo en la sociedad Los dos candidatos, es público y notorio, comparten la línea dura contra el crimen y ni por un momento se han preguntado qué es lo que falla en la sociedad norteamericana, por qué hay el doble de presos que en 1990, por qué se han construido en California 24 prisiones y una sola universidad desde entonces, por qué estamos cada vez más cerca de eso que llaman estado policial. Youngstown, el gulag. Próspera ciudad industrial del noreste de Ohio, hasta que tocó la reconversión del acero: 60.000 trabajadores a la calle, tasa de paro del 30%. Industrias abandonadas, edificios en ruinas, cristales rotos... En esto llegan los de Corrections Corporation of America con un trato: déjennos un terrenito y les hacemos una prisión, 500 empleos garantizados, más de 100 millones de dólares de beneficios anuales. Los vecinos tragan. Cualquier cosa para sacar a la ciudad del lamentable estado de posguerra. Incluida la importación de los 1.700 presos más peligrosos de Washington, confinados en barracones junto a las vías oxidadas de un tren que nunca volverá a pasar. Luego resulta que los presos privatizados escapan con facilidad, que se matan entre ellos, que sufren malos tratos a manos del personal inexperto. La cárcel corporativa se convierte en una pesadilla, los vecinos la boicotean, el senador Bob Hagan levanta la voz: «Es inmoral mandar a la gente al Archipiélago Gulag para hacer dinero a su costa. Se supone que la sociedad tiene la obligación de rehabilitar y no de rentabilizar a los presos». Pero la poderosa industria de los barrotes contraataca. Nombran un nuevo alcaide en Youngstown, Brian Gardner, con una mentalidad menos carcelaria, más empresarial. Se mejoran las instalaciones, los problemas remiten. «Somos capaces de dar el mismo servicio que el Estado, pero con un coste menor», nos explica Gardner. «En el fondo, estamos cumpliendo con una función social y ahorrándole dinero a los contribuyentes». Youngstown, la ciudad condenada a muerte, aspira ahora a perpetuar su agonía con otros dos campos de concentración. Corrections Corporation of America tiene ya 82 prisiones de costa a costa y es la sexta potencia encarceladora del país (después del Gobierno Federal y de los estados de California, Texas, Nueva York y Florida). El mercado de los presos en EEUU, pese a la caída en picado de la delincuencia, sigue incomprensiblemente en plena expansión. Desde 1970, la población carcelaria ha aumentado un 500% y el año pasado superó los dos millones. A este ritmo, se calcula que en el año 2015 estarán entre rejas algo más de tres millones de norteamericanos (casi una ciudad como Madrid o Barcelona). Según el Departamento de Justicia, en Estados Unidos hay 690 presos por cada 100.000 habitantes, cuando la mayoría de los países europeos, salvo Rusia, están por debajo de los 100 por cada 100.000. «Estamos asistiendo a un encarcelamiento en masa, ante la total pasividad de la gente», denuncia Marc Mauer, autor de Race to Incarcerate (La carrera de la encarcelación). «Las comunidades negras están totalmente diezmadas. Todos los niños tienen algún pariente cercano en la cárcel: habitualmente el padre o el hermano mayor. Ser detenido es como un rito de iniciación para los jóvenes negros e hispanos». Las detenciones masivas empezaron sigilosamente hace 30 años, por cuenta de la guerra contra las drogas. Las leyes estadounidenses no tienen piedad ni con los traficantes accidentales: las cárceles están llenas de gente condenada a 10 o 15 años por intentar mandar un sobre con droga. Aunque el consumo de estupefacientes es similar entre blancos y negros, los afroamericanos son condenados a un ritmo 14 veces superior al de los anglos. Reincidentes El gulag norteamericano se alimenta también del eterno retorno de los presos reincidentes. «Nuestro sistema penitenciario es un fracaso absoluto», denuncia Jerome Miller, presidente del Centro Nacional para la Instituciones y las Alternativas. «El número de prisiones que estamos construyendo es una auténtica locura». En Malone, a 600 kilómetros de Nueva York, están encantados con la política de tolerancia cero del alcalde Rudolph Giuliani, que ha servido para garantizar el lleno absoluto en las tres prisiones estatales del lugar. Al cabo de 14 años de reconversión carcelaria, algunos vecinos han empezado sin embargo a inquietarse. El pequeño poblachón blanco, en la frontera con Canadá, está sufriendo una silenciosa invasión de negros y latinos que deciden quedarse para estar cerca de sus familiares entre rejas. El alcoholismo y la violencia doméstica -dos males habituales entre los funcionarios de prisiones- están aumentando preocupantemente. Y luego ese aire de ciudad fantasma que se apodera poco a poco de las colonias penales: pasó en la vecina Dannemora (sede de la imponente Clinton Facility Correctional, ojo al nombre) y está empezando a ocurrir aquí, en Malone. Acabamos nuestra visita al gulag en Delano, California, pueblo que siempre vivió de sus campos de lechugas, hasta que decidió modernizarse con la mayor prisión del estado. Lejos de traer prosperidad al pueblo, la economía se ha hundido y la tasa de paro ronda el 26%. ¿La solución? Otra prisión, aún más grande. A poner la primera piedra fue el mismísimo gobernador, el demócrata Gray Davis. Pero los muros no han crecido desde entonces. Grupos de vecinos, políticos y abogados han boicoteado la construcción. «Nuestro estado ha construido un sistema monstruoso para poder mantener entre rejas a más de 160.000 californianos», denuncia Eric Etelson, portavoz de la resistencia. «El problema es el mismo que afecta a muchos otros lugares de este país y es así de simple: hay muchísima gente en la cárcel que no debería estar allí». Contra el racismo policial La cuestión racial se ha colado por la puerta trasera de la campaña. El reciente escándalo de la policía de Nueva Jersey, que hasta hace un año estuvo seleccionando a sus víctimas por el color de la piel, ha forzado a los dos candidatos a reconocer que la discriminación de las minorías raciales es una gran asignatura pendiente de la sociedad. «Cuando un policía decide dar el alto a un ciudadano, no porque esté haciendo nada ilegal, sino porque el color de su piel resulta sospechoso, ese policía está cometiendo una grave irregularidad», dijo Al Gore, que prometió promover un código de conducta para las fuerzas del orden federales que sirvade modelo a las policías locales. La pregunta se volvió indirectamente contra Bush: la desproporción de negros detenidos y condenados a muerte en Texas ha merecido la condena unánime de los grupos de derechos humanos. Bush presumió sin embargo de haber fomentado la «diversidad racial» entre las fuerzas del orden: «Yo soy enemigo de las cuotas, pero sí estoy de acuerdo con que las minorías tengan igualdad de derechos para poder llevar uniforme». La Comisión Nacional de Derechos Humanos también lanza su dedo acusador contra los NYPD blues, vapuleados por el cúmulo de acusaciones de brutalidad policial de la era Giuliani. «La práctica de parar y cachear a ciudadanos por prejuicios étnicos no sólo es flagrantemente ilegal, sino que es un abuso de poder y puede dar pie a altercados mortales», advierte la Comisión, que recomienda al alcalde de Nueva York que la fuerza de policía deje se de ser abrumadoramente blanca. Más allá de la discriminación racial, el Partido Verde es el único que se ha atrevido a recordar cómo las cárceles norteamericanas están atestadas de «jóvenes negros e hispanos atrapados irremisiblemente en el círculo vicioso de la delincuencia». |
10 octubre, 2011
La sociedad más represiva de Occidente
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