por Rafael L. Bardají,
El pasado 20 de agosto, los rebeldes anti-Gaddafi anunciaron su victoria sobre el régimen del dictador libio porque habían pisado suelo de la capital, Trípoli. Justo dos meses después, se anuncia una segunda victoria, esta se dice la definitiva, ha ida cuenta de la captura de Sirte y del mismo Gaddafi, quien podría estar muerto. Sería un error del mundo creer, como la primera vez, que la historia acaba aquí. Con o sin Gaddafi, el futuro de Libia sigue cargado de incertidumbres.
Por un lado, es verdad que muerto el perro, se acabó la rabia y, sin duda, con Gaddafi muerto se ha puesto fin a dos escenarios altamente preocupantes: el primero, el de un líder depuesto pero bien dispuesto a crear todo tipo de problemas a sus agresores. Imaginen que el líder libio hubiera escapado a, por ejemplo, Burkina Fasso, una buena base desde la que movilizar a sus grupos de seguidores para cometer todo tipo de actos terroristas. Hubiéramos acabado con s reinado en Libia para inaugurar una nueva era de terror solo que, a diferencia de los años 80, esa vez mucho más sangrienta. Con su muerte, este escenario se evapora. El segundo, el de un Gaddafi capturado vivo y enviado a La Haya para pasar por un juicio sobre sus crímenes contra la humanidad, e mas de un juez Garzón o similar, hubiera supuesto un reguero de líderes occidentales, todos los que colaboraron con su régimen, que son muchos, llamados a testificar contra Gaddafi y, más que seguramente, contra sí mismos. Segundo escenario de pesadilla pública que también se evapora.
Desgraciadamente, con el perro no se acaba la rabia. Por una sencilla razón: si bien de u. Huevo se puede hacer una tortilla, de una tortilla no sale un huevo. Y, hoy por hoy, Libia es una tortilla. Y no lo digo yo, lo dice el actual líder del Consejo Nacional de Transición, Mohamed Jibril, quien, sin ir más lejos, antes de ayer declaraba que dimitía habida su impotencia para hacer frente a las divisiones políticas internas de la oposición. Y tiene razón. Lo único que liga a los opositores a Gaddafi es, precisamente, eso, su odio contra el coronel que ha dictado sus vidas durante cuatro décadas. Pero nada más. Y ese es el problema. Libia no cuenta con tradición alguna de partidos políticos, de dinámica alguna parlamentaria, de diálogo y consenso, ingredientes, como bien sabemos los españoles, indispensables para cualquier transición a la democracia. Aún peor, la amalgama sobre la que se ha constituido la resistencia armada es poco tranquilizadora. La presencia de los islamistas no es desdeñable. Como tampoco lo son las líneas tribales diferenciadoras. La OTAN ha servido hasta ahora para salvar las incapacidades militares de la insurgencia, la tarea de crear las instituciones que garanticen un futuro si no democrático al menos tolerante no tiene el soporte internacional necesario. La estabilidad en la Libia post-Gaddafi está lejos de estar garantizada. Esta segunda victoria puede que sea tan falsa como la primera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario