22 octubre, 2011

Una muerte anunciada

por Rafael L. Bardají,

La muerte de Gadafi pone de relieve lo que es la esencia de la política en el mundo árabe: cuestión de vida o muerte. Hace unos días corrió el rumor de que el dictador libio se había refugiado, junto a su familia y unas docenas de coches cargados de oro, en Burkina Fasso. Nadie podía creer que cuando dijo que nunca se marcharía de su tierra estaba diciendo la verdad, nadie creyó que eligiera la muerte. Hay quien dice que desconocía la realidad y que aún creía en sus posibilidades, pero que lo hayan encontrado en un hoyo, tal y como se encontró en su día a Sadam Hussein, lo desmiente. Se sabía perdedor. Con todo, prefirió resistir a entregarse y humillarse. Y es precisamente este sentimiento el que complica una transición en Libia. A tenor de las actitudes que hemos visto en estos meses de insurgencia, en lugar de una evolución suave, las vendettas estarán a la orden del día. Demasiadas armas sueltas y demasiados rebeldes ansiosos. Si el nuevo Gobierno libio no es capaz de desarmar a los rebeldes rápidamente y crear un Ejército bien estructurado, así como unas fuerzas de policía respetables, la violencia estará a la orden del día. Y sin estabilidad y seguridad personal, la industria del petróleo no se recuperará nunca.
En segundo lugar, el nuevo Gobierno tiene que comenzar a ejercer el control sobre todo el territorio. No es aceptable esa zona gris en la frontera sur del país donde quien manda son los tuaregs. Tampoco le será sencillo recomponer sus relaciones con los vecinos, una Argelia que siempre apostó por el dictador y un Egipto que camina al son del islamismo de los Hermanos Musulmanes. Salvo que Libia en lugar de a la democracia marche en la dirección opuesta.
Qué muerte más absurda de Gadafi, sobre todo si ha sido a manos de la OTAN, si el futuro de Libia se convierte en una nueva pesadilla.

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