04 octubre, 2011

Mandy o por qué el comunismo no funciona

CUBA NO ES UN PAÍS PARA GENIOS

Por Carlos Alberto Montaner

"Mandy es un genio", fue lo primero que escuché sobre Armando Rodríguez. "Un genio en qué", pregunté. "En física, en ingeniería, en casi todo", me respondieron. Luego escuché varias veces el mismo juicio crítico sobre la inteligencia de este hombre, autor de Los robots de Fidel Castro. Quienes lo conocen suelen compartir ese criterio.

Mala cosa para Mandy. Parodiando el título de la película de los hermanos Coen, Cuba no es un país para genios. A los genios los marginan en Cuba.

En Cuba sólo hay espacio para un solo genio, y ya sabemos todos de quién se trata.

Más todavía: las frustraciones de Mandy en Cuba y las persecuciones que él y muchos de sus amigos y colaboradores acabaron padeciendo explican parcialmente por qué el comunismo ha fracasado cada vez que sus seguidores han conseguido erigir sociedades basadas en el sistema de organización social propugnado por los marxistas-leninistas.

Acerquémonos a este fenómeno.

Los genios son anomalías que surgen en el seno de las sociedades. Casi todos tenemos un cociente de inteligencia que ronda los 100 puntos, pero algunas personas exceden los 150 y hasta los 200.

A veces las anomalías no se miden por esa escala numérica, pero no hay duda de que estamos ante genios. Mozart o Capablanca, por ejemplo, eran genios. Uno en la música y el otro en el ajedrez, pero eran genios indiscutibles.

De alguna manera, los genios sirven a la sociedad para cambiar su contorno como las mutaciones sirven a los seres vivos para evolucionar. De pronto una azarosa combinación de los cromosomas genera individuos que poseen una particularidad que les da una ventaja comparativa que acaba por propagarse al resto de la especie.

La sociedad se sirve de los genios para cambiar la realidad. Pongamos un clarísimo ejemplo contemporáneo: Edison fue un genio que perfeccionó el bombillo, y su talento cambió nuestras vidas. Lo mismo puede decirse de Alexander Graham Bell, de Carlos Finlay o de Jonas Salk. Naturalmente, estos grandes inventores e investigadores científicos no son los únicos factores mutantes de la sociedad. Son los más descollantes, pero numéricamente son sólo un escaso grupo.

Nadie está totalmente seguro de cómo se produjo exactamente el desarrollo de los microondas y los fax, o de la relación que tienen las ideas y los artilugios de Pascal, en el siglo XVII, con la creación de las computadoras, en el XX. Son saltos mutantes leves y continuos que acaban por desembocar en ideas y artefactos que cambian nuestras vidas, pero generalmente sólo son posibles por la acumulación de conocimientos en sociedades capaces de mantener vivas y coleando la memoria colectiva y la colaboración entre generaciones sucesivas.

Es verdad que la radiografía tomada por Wilhem Röntgen a la mano de su mujer en 1896 cambió nuestras vidas y nos permitió penetrar en el cuerpo sin perforar la piel por medio de los rayos equis, pero para llegar a ese punto fueron necesarios el previo estudio de los gases, la electricidad, la fotografía, las ondas radiales y otra media docena de saberes conexos. Es decir, la obra de los grandes genios descansa sobre los hombros de cientos, de miles de personas creativas que les precedieron e hicieron posibles sus hallazgos o invenciones.

Magnífico, pero ¿qué hace que una sociedad descuelle y se convierta en próspera y en ella abunden los avances científicos y crezcan las clases medias, como sucede en Estados Unidos, Japón, Europa y, en suma, en las treinta naciones más avanzadas del mundo?

En esas naciones ocurre el siguiente fenómeno: el hallazgo, la invención o la perfección de alguna investigación científica se convierte en una empresa comercial que genera beneficios, crece, da empleos, reinversiones, etcétera. Si la ciencia y la técnica no pasan del laboratorio a la empresa, a una empresa que genere utilidades, no hay beneficio material colectivo. Si la empresa genera pérdidas constantemente, acabará siendo perjudicial porque destruye capital y empobrece al conjunto de la sociedad.

Edison no se conformó con inventar la bombilla. Tuvo el impulso para crear una compañía que electrificara Nueva York, instalara el sistema y ganara dinero. Convirtió su idea en una actividad lucrativa para sí mismo y para todos los que utilizaban el servicio.

A veces el genio radica en la mediación. Bill Gates, que algo sabía de computación, a principios de la década de los ochenta del siglo pasado compró a una pequeña empresa los derechos del sistema operativo DOS y pactó con IBM el uso del programa. Por medio de Microsoft, Gates convirtió ese desarrollo científico en una de las empresas más exitosas de la historia, generando riqueza para sí mismo y para millones de personas vinculadas directa o indirectamente a la posesión o al uso de esta invención.

Reitero el núcleo central de esta observación elemental: es en la empresa comercial donde la sabiduría se difunde y beneficia al conjunto de la población. Pero ese fenómeno sólo se produce cuando alguien especialmente sagaz descubre una necesidad en el mercado y se lanza a explorarla.

Para que eso sea posible, por supuesto, es necesario que existan instituciones de derecho que protejan la actividad, sectores financieros capaces de respaldar la operación, aparatos de distribución y mercadeo, infraestructura de comunicaciones y el resto de los elementos que se requieren para que una buena idea parida por cuatro muchachos en un garaje revolucione y beneficie al mundo.

Es casi una tautología: todo eso se da en las economías libres porque miles de personas pueden tomar decisiones libremente.

Nada de eso es posible, naturalmente, en el comunismo. Ya veremos por qué. Movámonos antes a otro aspecto de este importante asunto.

Como sabemos, el llamado Índice de Pareto, que señala que el 80% de los ingresos de una empresa comercial suelen ser generados por el 20% de los clientes, ha sido elevado a regla general en todos los órdenes de la vida. Hoy, apropiándonos de la observación del italiano Vilfredo Pareto, solemos decir, de una manera imprecisa, que en toda actividad humana el 20% lleva las riendas, tiene las mejores ideas y se constituye en el motor, en el impulso fundamental de lo que se quiere conseguir.

Es el 20% activo. Las personas que lo integran forman parte de esa fecunda minoría por razones inexplicables vinculadas a la psicología, a la personalidad y a la formación intelectual. El 80% tiene una actitud pasiva, como de masa moldeada y guiada por el otro 20%, más o menos por las mismas insondables razones.

Unos, los menos, guían. Los otros se dejan guiar.

Bien, ¿qué hace que ciertas sociedades estén a la cabeza del planeta? Evidentemente, las sociedades que más avanzan y prosperan son aquellas en las que ese 20% de individuos especialmente dotados por la naturaleza tienen más libertades para investigar y para descubrir y explotar oportunidades de obtener fama, prestigio y beneficios materiales.

¿Por qué las sociedades organizadas en torno a los dogmas comunistas no funcionan adecuadamente? ¿Por qué los alemanes del Este eran mucho más pobres que los del Oeste? ¿Por qué Cuba es un creciente desastre material y, por qué no, espiritual?

Porque la dirección del país y el aparato productivo de estas sociedades comunistas están a merced de las decisiones de unas cuantas personas reclutadas por sus arbitrarias creencias ideológicas y no por su talento o su creatividad.

Como sabemos, en Cuba es más importante ser revolucionario que ser inteligente y laborioso. Los revolucionarios cubanos, los comunistas, son seres convencidos de que el devenir histórico es el producto de la lucha de clases y, dado que el proletariado es el sector elegido para guiar a la humanidad hacia su felicidad definitiva, sólo debe haber un partido político que concentre toda la autoridad.

Un único partido, dirigido por una cúpula poderosa, presidida por un caudillo que gobierna sin límites legales, que reserva la represión y el maltrato para los enemigos que se opongan a los generosos designios de la revolución comunista.

Un único partido, que sólo crea cauces de participación en los que se premia la obediencia y se aplasta la creatividad.

Un único partido, que espera de los militantes que repitan consignas y renuncien a pensar con sus propias cabezas, porque esa función corresponde a los preclaros líderes, siempre agobiados por el peso de sus responsabilidades históricas.

¿Cómo extrañarse de que semejante organización de la sociedad conduzca al empobrecimiento y a la frustración del conjunto del pueblo, pero muy especialmente de ese 20% de ciudadanos inquietos y creativos con que cuentan todas las naciones?

No quiero alargar estas palabras a propósito de Mandy y de su frustrada experiencia en Cuba, pero mientras las escribía, gracias a una infidencia pública del boliviano Evo Morales, descubro que un ciudadano muy creativo que hay en Cuba, Fidel Castro, casi el único al que se le permite crear ilimitadamente, está dedicado a investigar una zona de la economía agraria que, finalmente, convertirá a Cuba en un país rico y bien alimentado.

¡Dios de mi vida!

El Comandante, en sus horas crepusculares, a punto del ocaso definitivo, ha descubierto la moringa, una planta maravillosa procedente de la India que tiene las proteínas y los minerales que necesitan todas las criaturas, personas y animales, para ser felices, corpulentas y saludables.

Me temo que es posible que pronto los cubanos estén condenados a comer picadillo de moringa.

Esa es la desgracia que padecen las sociedades en las que el 20% del censo, el más creativo y entusiasta, el más enérgico, ése al que Mandy y sus amigos pertenecen, es sustituido por un narcisista solitario y medio loco convencido de que debe salvar al mundo.

Como les decía al principio: Cuba no es un país para genios.

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