27 octubre, 2011

No regulemos la banca, dejemos de privilegiarla

ECONOMÍA

Por Juan Ramón Rallo

Esta vez, Paul Krugman tiene algo de razón: prohibir el descalce de plazos de la banca –esa peligrosa estrategia consistente en endeudarse a corto para prestar a largo– no es algo ni mucho menos fácil de lograr.

Ron Paul y sus partidarios simplifican un poco la cuestión cuando defienden enterrar la reserva fraccionaria. Ésta, en general, sólo es un tipo de descalce de plazos: los bancos crean depósitos a la vista (deuda a muy corto plazo) cuando conceden hipotecas y otros créditos a largo. De ahí que, censurada esa práctica, probablemente se desarrollarían otras con idéntico propósito: por ejemplo, como ya hicieran los bancos de inversión estadounidenses durante la gestación de la presente crisis, captar capital a muy corto plazo con operaciones repo para luego adquirir titulizaciones hipotecarias a largo.

Y es que la iliquidez bancaria beneficia en un principio a casi todas las partes. Los bancos incrementan muy notablemente su volumen de operaciones y ven ampliado su margen de intermediación (pagan bajos tipos de interés a corto y cobran elevados tipos a largo); asimismo, los clientes del banco disfrutan de acceso a financiación más barata al tiempo que obtienen unos medios de pago que en apariencia son líquidos (los depósitos a la vista). Los problemas llegan para todos ellos con el paso del tiempo: dado que los bancos han prestado fondos a un mayor plazo del que los ahorradores están dispuestos a esperar para disponer de ellos, gran parte de las inversiones efectuadas con cargo a ese crédito artificialmente elevado dejan de ser rentables y comienzan a impagarse. Es decir, los deudores del banco se dan cuenta de que dilapidaron el capital que pidieron prestado; los bancos descubren un brutal agujero que, debido a su enorme apalancamiento, bien puede arrastrarlos a la bancarrota, y los acreedores de la entidad se quedan sin cobrar el dinero que ésta les había prometido (de modo que sus depósitos a la vista sufren una quita, revelando que su liquidez era sólo ficticia).

Existe, pues, un problema de consistencia entre el corto y el largo plazo. Vamos, pan para hoy y hambre para mañana: los agentes, todos ellos, son demasiado miopes para comprender las consecuencias últimas de sus decisiones, de forma que, por mucho que el Estado les prohíba una de las vías mediante las que degradar su liquidez, explorarán y encontrarán otras. Al final, la idea de que el control y la supervisión estatal es capaz de terminar con todas ellas es sólo un espejismo que sólo podría rozarse si el Gobierno tuviera un control casi absoluto sobre los mercados financieros. En esto, sólo en esto, estoy de acuerdo con Krugman.

Pero la historia no termina aquí. Que el Estado no pueda impedir que los agentes (deudores, acreedores y bancos) degraden masivamente su liquidez –y que ello degenere en forma de ciclos económicos– no significa que debamos contentarnos estoicamente con sufrir crisis tan devastadoras como la actual. Y frente a ello existen dos alternativas: la ingenua y liberticida de regular algunos aspectos menores del modelo de banca actual, salvaguardando sus privilegios, y la sensata y liberal de terminar con esos privilegios, que son los estimulan y sobredimensionan sus imprudentes prácticas.

Así, justo después de reprocharle a Ron Paul su falta de realismo por querer prohibir algo que no puede prohibirse, Krugman defiende regular la banca al tiempo que se le concede toda esa serie de privilegios que ponen en jaque al sistema:

Si existen ciertos beneficios dentro del régimen regulatorio –seguro de garantía de depósitos, prestamista de última instancia...–, existe al menos la posibilidad de control todo este sistema. Si intentas prohibir a los bancos que hagan banca, todo el sistema bancario tendrá lugar fuera de la regulación, volviéndolo mucho más vulnerable frente a las crisis.

Palo y zanahoria: a cambio de aceptar unas poquitas regulaciones que en nada os impiden degradar masivamente vuestra liquidez, os concedo acceso a toda una serie de privilegios que todavía exacerban más vuestras posibilidades de degradarla. Porque sí, podemos exigir a los bancos unos mayores requisitos de capital y liquidez, pero los problemas subyacentes subsistirán: a saber, la intrínseca insostenibilidad de un masivo proceso de endeudamiento a corto plazo e inversión a largo por parte de todo el sistema económico. Lo que no puede mantenerse sin degenerar en profundas crisis económicas es que la inmensa mayoría de agentes prometan proporcionar bienes económicos (endeudamiento a corto) mucho antes de cuando van a fabricarlos (inversión a largo).

La solución es más sencilla: dejemos que sean los agentes quienes asuman las consecuencias negativas de sus acciones, sin redes, asistencias y ayudas estatales varias. Démosles libertad para que degraden su liquidez, pero exijámosles también que paguen por su imprudencia. Si una entidad se endeuda a corto e invierte a largo y, al cabo de una semana, es incapaz de refinanciar los vencimientos de sus pasivos, que suspenda pagos y que sus acreedores experimenten pérdidas por haber confiado en un banco tan irresponsable. Lo que no tiene ningún sentido es lo que sucede ahora: que primero se exima a los bancos de que abonen sus promesas en oro y que, después, el banco central pueda refinanciar ilimitadamente las obligaciones a corto de los bancos privados que son pagaderas en un dinero que ese banco central puede imprimir a placer en régimen de monopolio. Y, encima, si aun así los bancos privados quiebran, son rescatados con el dinero de todos los contribuyentes.

Al final, en vez de corregir los problemas tan pronto como aparecen, disciplinando con ello al resto de agentes para que no emulen tan torpe estrategia, huimos hacia adelante: la iliquidez se acumula más y más, gracias a los préstamos de última instancia de los bancos centrales y a las perspectivas de rescate por el sector público, hasta que todo estalla por los aires una vez los desajustes en la economía real derivados de esa descoordinación entre ahorradores e inversores se vuelve insoportable.

En definitiva, lo que resulta absurdo y demagogo es la postura de Krugman: mucho denunciar los abusos de la banca, hasta el punto de apoyar a los okupas de Wall Street, para luego, a la hora de la verdad, convertirse en un siervo absoluto de sus intereses más cuestionables y distorsionadores. Nada de que sorprenderse, claro, pues Krugman, como buen keynesiano que es, adora el inflacionismo crediticio, esto es, la facultad de la banca de abstraerse de la realidad para financiar a nulos tipos de interés cualquier volumen de deuda privada y, sobre todo, pública. No olvidemos que fue uno de los principales defensores de la burbuja inmobiliaria que nos ha conducido a la depresión actual. Pero sus nada casuales contradicciones, dobles varas de medir e hipocresías sí sirven para ilustrar, una vez más, con quién nos jugamos los cuartos: no quieren menos exuberancia financiera, sino una exuberancia financiera más controlada por el Gobierno, y la Academia, que barra para casa, esto es, para el Estado. La figura del tonto útil no es algo novedoso.

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