24 octubre, 2011

Pesos y contrapesos: el arreglo político que necesita México

Análisis & Opinión

Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Cuando en 1688 el rey Jacobo II decidió hacer caso omiso de las leyes del parlamento, fue inmediatamente depuesto, dando a luz la democracia inglesa moderna y su carta de derechos ciudadanos. Esa revolución también hizo patente la esencia del funcionamiento de un sistema político y su principal garantía de estabilidad: los pesos y contrapesos.

Si algún político o grupo de interés abusa, lo hace porque puede: si hubiera contrapesos efectivos no podría. Los contrapesos son la esencia de un sistema democrático de división de poderes. Su existencia implica que cada uno de los poderes públicos y niveles de gobierno tiene atribuciones limitadas y depende de los otros para poder funcionar. Ninguno es eficaz por sí mismo, pero todos funcionan en conjunto: cuando todas las partes –congreso, presidencia, poder judicial, estados y municipios- reconocen sus limitaciones y dependencia mutua, el sistema logra una capacidad de operación armónica. En México tenemos muchos poderes con capacidad de obstrucción pero casi ninguno con verdaderos equilibrios. Quizá la única excepción, si bien incipiente, sea la que existe entre el Instituto Federal Eelectoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Trife).

Aunque se daban equilibrios de facto que impedían los peores excesos, o al menos los corregían después de consumado el hecho, el sistema político priista nunca se caracterizó por los pesos y contrapesos. El concepto era ininteligible para una estructura fundamentada en la centralización del poder y en la capacidad de control e imposición. De haberlos habido, quizá hubiéramos observado una transición más tersa: como en la Roma imperial, los excesos del sistema -desde la represión estudiantil hasta las crisis económicas y la corrupción- se convirtieron en elementos propiciadores del colapso porque nunca existieron, como en la Inglaterra del siglo XVII, factores de equilibrio que impidieran los excesos y el abuso.

A partir del 2000 entramos en otra etapa del desarrollo nacional, en la cual acabamos en el peor de los mundos: sin controles, sin equilibrios y sin contrapesos. Son pocas las naciones que logran una transición hacia la democracia sin convulsiones. Impresiona observar a las pocas que lo han logrado de manera casi imperceptible, pero lo común es lo contrario: se desarticulan los viejos mecanismos de control que, mal que bien, permitían alguna funcionalidad, pero no se desarrollan pesos y contrapesos democráticos.

Un sistema eficaz de pesos y contrapesos obliga a todos a cooperar porque cada uno sabe que su capacidad de funcionar depende de que todos los demás también funcionen. Ese es el fundamento del arreglo político que México tiene que lograr: uno que responda a las realidades humanas más bajas y banales.

La diferencia entre lo de antes y lo que todavía no se consolida es fundamental porque, como ilustra nuestra realidad actual, existen muchos impedimentos a hacer cosas, pero no mecanismos que obliguen a hacerlas sin abuso, sin dispendio y con rendición de cuentas. Cuando no hay pesos y contrapesos, el Congreso puede votar contra el presidente, pero éste no tiene instrumentos para forzar al Congreso a actuar. De la misma forma, los sindicatos y los gobernadores no rinden cuentas sobre las cuotas de sus agremiados o las transferencias federales.

La ausencia de pesos y contrapesos protege al statu quo y paraliza al país. De las muchas propuestas para cambiar esta situación, pocas son constructivas o visionarias: más bien, prevalecen las pequeñas e interesadas. Lo significativo es que los actores en el sistema político reconocen la existencia del problema, pero no lo han sabido resolver. En lugar de tomar el toro por los cuernos, ha sido frecuente el recurso a la creación de entidades autónomas (como si la autonomía fuese sinónimo de imparcialidad y capacidad de acción) o a las artificiales -coaliciones o mayorías- como si la gobernabilidad se pudiese imponer. Se requiere articular una estructura de pesos y contrapesos que permita gobernar y nulifique la proliferación de poderes fácticos.

La clave no reside en la autonomía o en la existencia de una mayoría impuesta por el método que sea, sino en la existencia de pesos y contrapesos que se traduzcan en rendición de cuentas y eso sólo puede surgir de un gran debate nacional del que resulten negociaciones sobre la estructura de poder. Y eso sucederá sólo cuando todos los actores acaben reconociendo que ninguno puede funcionar sin la concurrencia legítima del otro. Eso quizá requiera otra alternancia de partidos en el poder o una nueva crisis, pero lo que es inexorable es que la parálisis (y/o el abuso) persistirá hasta que se construyan pesos y contrapesos efectivos. Esa es la realidad de una sociedad que ha dispersado el poder y que nada, con excepción de un régimen autoritario, podría cambiar.

Un sistema eficaz de pesos y contrapesos obliga a todos a cooperar porque cada uno sabe que su capacidad de funcionar depende de que todos los demás también funcionen. Ese es el fundamento del arreglo político que México tiene que lograr: uno que responda a las realidades humanas más bajas y banales. Marcur Olson escribió* que en los países en que existen mecanismos desarrollados de pesos contrapesos, los obstáculos al crecimiento económico son mínimos, pues todo mundo se perjudicaría de su existencia: en esos casos, el interés más egoísta de toda la ciudadanía busca eliminar restricciones al crecimiento, pues todos los ciudadanos pierden cada vez que un burócrata o un interés particular se beneficia de ellos. Todo mundo sabe, dice Olson, que la prosperidad tiende a generar condiciones para el desarrollo de sistemas políticos democráticos; sin embargo, lo opuesto es igualmente cierto: la democracia tiende a favorecer la prosperidad.

Independientemente de la forma que pudiera cobrar un eventual acuerdo político, su elemento fundacional tendrá que residir en la construcción de un sistema eficaz de pesos y contrapesos. Aunque hay muchos modelos que se pueden estudiar, los países exitosos han constituido mecanismos apropiados a sus circunstancias: no hay cartabones prefabricados. Más bien, la clave reside en la negociación misma: en la interacción entre actores que sufren y padecen la ausencia de este tipo de mecanismos y del reconocimiento por parte de los beneficiarios presentes de que cualquier día pueden estar del otro lado de la mesa. La alternancia crea la oportunidad, pero sólo el acuerdo político puede construir un sistema perdurable.

Una vez logrado ese reconocimiento, comenzarán a fluir soluciones creativas, apropiadas a nuestra realidad y que darán forma a mecanismos de equilibrio para los poderes federales así como para los gobernadores. Lo importante no es la forma sino su funcionalidad.

La construcción de un país que funcione va a requerir de acuerdos que hagan posible la existencia de pesos y contrapesos. Para ello, quizá haya que esperar a que los políticos se agoten del abuso de sus contrapartes. Así es esto del desarrollo.

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