14 octubre, 2011

¿Realmente tiene remedio México?

Otto Granados

El ejercicio de medir el crecimiento de la economía mexicana en lo que va de la presidencia de Felipe Calderón es para alarmar a cualquiera que tenga un mínimo de sentido común y de responsabilidad porque si a la tasa identificada, de 1.8% en promedio anual, le añadimos que durante la administración Fox fue de apenas alrededor del 2.2%, entonces este lapso habrá sido, en la práctica, una docena perdida.


El dato es aún más demoledor si se mira con detenimiento el entorno.


Lo primero es que parece claro que ni los precandidatos ni los partidos entienden a ciencia cierta, o lo ocultan muy bien, la compleja dimensión del problema económico. Por un lado, esa tasa de crecimiento supone que aun si en el siguiente sexenio se produjese una recuperación milagrosa (pensemos en 7 u 8% anual) de todas formas no alcanzaría a compensar el estancamiento del período ni mucho menos a satisfacer la demanda de empleo y la mejoría en los ingresos.


Por otro, este escenario parece inalcanzable porque da la sensación de que las bases del modelo mexicano de las últimas dos décadas, basado fuertemente en las exportaciones, requiere una reorientación, entre otras razones porque el comercio mundial muestra menores crecimientos, el cual no se dará rápidamente porque México no hizo a tiempo la reforma estructural en materia de educación, innovación, y desarrollo tecnológico y científico que hubiera sido indispensable para agregar mucho mayor valor a la producción.


El segundo obstáculo es que si en el futuro llegaran a considerarse alternativas creativas de relación económica con el exterior, como por ejemplo un esquema comercial subregional más libre y organizado, éstas no darán frutos a corto plazo porque Estados Unidos, nuestro socio principal, permanecerá en recesión por varios años y porque en América Latina los países ganadores como Colombia, Panamá, Dominicana, Chile, Perú y desde luego Brasil, no parecen estar interesados en tender puentes novedosos con México básicamente porque éste es un país casi ausente en esa parte del continente.


Y la tercera dificultad es la persistente disfuncionalidad de las reglas políticas mexicanas para producir lo que ahora se llama una democracia de objetivos, es decir, una democracia que, más allá de la legitimidad de su origen y ejercicio, provea de los bienes públicos que le den sustento y cohesión a un proyecto nacional de largo aliento, incluyente y en el cual una porción mayoritaria de la sociedad se sienta representada, de tal suerte que determinadas estrategias nacionales de política pública, como en materia de seguridad pública o reformas educativas, cuenten con un nivel tal de consenso y apoyo activos que facilite su efectividad y México entre a una fase positiva de estabilidad y crecimiento.


Todo eso, lamentablemente, no se ve. Y más grave aún es que, por más retórica y lugares comunes que invadan el discurso público, tampoco se ve que comprendan que las cosas ya no son como antes.

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