Steve Jobs, que murió ayer a la demasiado temprana edad de 56 años, era la refutación viva de todo lo que los progresistas nos dicen constantemente acerca de nuestro país: Que estamos quedándonos atrás y que vivimos ahora en un “mundo post-americano”, como tenía por título uno de los libros favoritos de Obama.
Como le dirá cualquiera que alguna vez haya usado un producto de Apple o cuya vida se haya visto mejorada por las innovaciones que nuestro sistema ha producido en solo una década (lo cual equivale a decir todos nosotros), Jobs y los innovadores como él representan esa cualidad inconmensurable que la izquierda encuentra especialmente abyecta — el excepcionalismo americano.
La idea cultural de la izquierda es que las penalidades y la mediocridad no son solo nuestro futuro sino probablemente lo que nos merecemos — por ser demasiado imperialistas, consumistas, desperdiciadores, patriarcales o lo que se le ocurra. (Para una inacabable lista de nuestros males y culpas, por favor, vaya y escuche lo que dice la masa en la protesta “Ocupar Wall Street”). Uno debería comparar esa mortecina visión con las maravillas que Steve Jobs forjó.
Apple Computer, la compañía que Jobs fundó a la edad de 21 años con su amigo Steve Wozniak, estaba valorada al cierre de la bolsa ayer en $350,000 millones y pico, más de $100,000 millones por encima de Microsoft. General Electric, otro gigante americano, estaba en menos de la mitad de ese precio, $161,000 millones. ¿Ford, GM y Volkswagen? Respectivamente, $40,000, $35,000 y $42,000 millones. Eso le debería dar alguna idea de dónde estamos en el siglo XXI.
Ese concurso de talentos, cuánto vale una compañía, es el resultado de decisiones tomadas por millones de inversionistas que votan con sus ahorros (que es, para la mayoría de nosotros, el resultado del sudor de nuestra frente y nuestra protección ante un futuro incierto). Los inversionistas votaban por la compañía de Jobs porque los consumidores adoraban sus productos y los consumidores compraron los productos de Apple, no porque planificadores centrales les ordenaran hacerlo sino porque los veían como productos mágicos.
Desde las computadoras, pasando por la música, hasta el periodismo, Jobs cambió la manera en la que el mundo trabajaba y se entretenía. Casi nada de lo que hacemos hoy ha quedado libre de la influencia de Jobs y su compañía. Ciertamente Jobs cambió mi vida con mi primer Apple III y sus disquetes hace casi 30 años atrás, que costaba unos $6,000 y tenía una pequeña fracción de las capacidades de mi nuevo y estilizado iPad 2, con un precio de menos del 10% del costo de aquel temprano dinosaurio.
Los Macs, con su color característico y elegante diseño, transformaron la forma en que la gente pensaba acerca de las computadoras, que pasaron de artilugios que solo entendían o les gustaban a los fanáticos de la informática a cosas casi tan orgánicas como las manzanas mordidas de los omnipresentes logos de la compañía. El diseño y el pensamiento creativos fluían de forma natural desde un Mac, potenciando la creatividad y productividad que se han convertido en la característica distintiva de la economía americana, a pesar de nuestras presentes dificultades. En el mundo de la música, Jobs cambió la industria al hacerla digital.
En lo referente al periodismo y la lectura en general, hemos regresado de nuevo a donde empezamos: la tablilla de tiempos bíblicos. La elegante tableta que llevamos con nosotros donde quiera que vamos puede hacer lo mismo por nosotros y llevarnos, no importa dónde estemos, a cualquier lugar del universo que nuestra imaginación quiera visitar.
Todo esto es el resultado de la feliz coincidencia del genio de un individuo con un sistema. Jobs era una persona con un DNA especial, no hay duda. Pero este muchacho semiárabe que fue dado en adopción al nacer y que abandonó los estudios universitarios fue capaz de transformar la vida de personas de todo el mundo porque vivió y trabajó en esta nación.
La genialidad del sistema americano está compuesta del imperio de la ley, el respecto a la propiedad privada y la libertad del individuo para esforzarse en ser mejor que sí mismo y su vecino y cosechar la recompensa que resulta de aplicar sus capacidades innatas y su esfuerzo. Todas estas y muchas otras libertades están salvaguardadas en nuestra Constitución. Todo ello es parte de lo que nos hace un país excepcional.
Esto no quiere decir que no tengamos problemas. De hecho, estamos quedándonos atrás — no de otros países sino de la promesa que somos y de nuestro potencial. Nuestro gobierno gasta demasiado, intenta decirnos cómo vivir nuestras propias vidas y con su burocracia maniata al genio que le trajo Apple a Ud.. El gran y a veces irritante debate que estamos teniendo en nuestro país en este momento es resultado de que los americanos finalmente se han dado cuenta de la amenaza a la que se enfrenta nuestro sistema y están haciendo algo acerca de ello.
Esto no es lo que Ud. oye. Diariamente nos dicen los líderes del gobierno, los medios de comunicación y el mundo académico que somos tan excepcionales como cualquier otro país de los que componen Naciones Unidas, de Albania a Zimbabwe. Se nos dice que tenemos que hacer frente a nuestro declive como potencia y que el gran debate sobre las ideas que estamos teniendo es prueba de que “nuestra política no funciona”. Es típico lo que un columnista de un periódico de Manhattan ha puesto de título a su más reciente libro That Used to Be Us (Eso solíamos ser nosotros), palabras que, siento decir, son sacadas directamente de un discurso de Barack Obama.
Esto es un sinsentido. Puede que Steve Jobs haya donado a causas y políticos progresistas a lo largo de su vida, pero en ella ha demostrado la existencia del Sueño Americano. Como podría decirle cualquiera que haya hecho una búsqueda usando Google desde su iPad y luego lo haya publicado en Twitter, Steve Jobs y otros como él simbolizan el excepcionalismo americano todos los días.
Edwin J. Feulner
Presidente, Fundación Heritage
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