¿Que hay de común entre ambos países más allá de la cercanía geográfica, la belleza de sus paisajes, la riqueza natural, la exquisitez de sus comidas y por sobretodo la calidad de su gente, entre miles de otros atributos?
Lamentablemente, la sensación de miedo, riesgo e impotencia que se vive al conversar y caminar por sus calles.
Efectivamente, en Honduras -por ejemplo- constatamos que la calle esta dejando de existir como espacio para el ciudadano. La gente teme salir, con miedo pasea por los parques con sus hijos, difícilmente veremos alguien trotando y el paseo familiar es visitar los centros comerciales con circuito cerrado, que al igual que la zona hotelera esta controlada por policías privados fuertemente armados.
Honduras es un país con 8 millones de habitantes y cerca de 17 mil policías, pero que al mismo tiempo cuenta con alrededor de 80 mil guardias privados. Los carros blindados no son la excepción, aportando a una “industria de la seguridad” que -nos comenta el analista del COHEP en Tegucigalpa, Guillermo Peña- representa cerca del 8 por ciento del PIB, donde además se estima que solo entre el 20 y 30 por ciento de las armas están registradas. En tanto que para las empresas, los gastos en seguridad representan entre el 4 y 8 por ciento de sus ingresos.
Pandillas y narcotráfico se van apoderando de ambos países afectando a todos los estratos sociales. El riesgo -nos dice un joven periodista- se ha “democratizado”, ya que el secuestro, la extorsión y las amenazas afectan a los sectores altos, pero también a la clase media; en tanto que quienes se movilizan en transporte público se arriesgan a ser asaltados, pese a que los buses pagan el “impuesto de guerra”.
Quienes buscan emigrar, cada vez sienten que es más peligroso, ya que los “mojados” de Honduras deben pasar por rutas tomadas por el crimen organizado en donde arriesgan su vida, similar de lo que sucede en México, no obstante lo hacen igual.
Sin embargo, lo que más sorprende -y al mismo tiempo hace compleja una salida- es la vulnerabilidad de la confianza. Evidentemente, ya no se trata de desconfiar de los políticos, la policía ni los jueces, como históricamente ha sucedido, sino que la sensación de desamparo en donde hay que refugiarse tras verdaderas fortalezas, muros con alambres electrificados, y en donde la justicia es tomada por las propias manos de los afectados, desatando un clima de ley del más fuerte.
¿Quien es el culpable? ¿Dónde esta el Estado? ¿Acaso no debiera estar garantizando la seguridad de sus ciudadanos?
Lo que ocurre en ambos países es el debilitamiento de las instituciones, responsabilidad de un Estado débil y corrupto que ha dejado al crimen organizado actuar impunemente. Algunos creen que un Estado grande es el camino para revertir la situación; otros desconfían de su capacidad y -amparados en la experiencia privada- sostienen que debe ser pequeño pero sólido. Sin embargo, lo que nadie contesta es ¿cuál es el rol del individuo? Evidente no se trata de inmolarse y lanzarse heroica e inútilmente a combatir en las calles, sino más bien se trata de cómo conseguir el empoderamiento ciudadano en la recuperación de las libertades individuales que se han visto afectadas.
Hoy asistimos a una indignación mundial frente al abuso, injusticia, falta de una sociedad de oportunidades, y lucha por otras libertades que al final lo que buscan es recuperar la dignidad de la persona.
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