Ricardo Pascoe Pierce*
Cuando Felipe Calderón asumió la Presidencia, el país estaba en llamas. Lo cierto es que la sociedad mexicana en general aún no se había percatado de este hecho, aunque en algunas zonas del país era más que evidente. ¿Por qué no había una percepción del grave peligro que corría la nación? Porque la clase política del país pensaba, hasta ese momento, que aún era posible ignorar el problema y, así, lograr que desapareciera o, por lo menos, que no estorbara. Por tanto, nunca hablaba del asunto ni lo abordaba ni lo consideraba un “asunto principal” de seguridad nacional, que obviamente lo era, y lo es.
México tiene a un ex Presidente en campaña permanente para borrar los pecados de su administración. Carlos Salinas ha pasado los últimos 16 años tratando de “probar” que la responsabilidad de la crisis económica de 1994 es de Zedillo y no suya. Libros van y libros vienen, y no logra demostrar que no haya sido desesperado intento por mantener a su partido en el poder lo que puede verse como la principal razón de su debacle como Presidente. Hace una campaña queriendo decirnos: “Yo no fui, no tengo nada que ver con los problemas del país”. Una campaña tan irresponsable como cobarde.
Felipe Calderón tuvo la osadía de romper con la lógica tradicional de la clase política del país hasta ese entonces. Era el momento de cuestionar el origen del dinero que flotaba en las altas esferas de la nación sin explicación alguna. Y tuvo la honestidad intelectual y política de reconocer la gravísima dimensión de la crisis que enfrenta la nación. Y se está topando con profundas resistencias a su política desde todos los foros. En vez de encontrar solidaridad y soporte de la sociedad y sus instituciones, se enfrenta con resistencias feroces a su combate al narcotráfico. Una de las resistencias más obvias se ubica en el Congreso de la Unión, que se niega a legalizar el papel de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la delincuencia organizada. La fuerza política del narcotráfico es tal que es capaz de paralizar al Congreso. Y controla a partes suficientes de diversas bancadas.
El senador Manlio Fabio Beltrones, del PRI, anunció, hace poco, que había zonas del país fuera del control del Estado. Lo dijo como si apenas lo hubiera descubierto. ¿Sabrá el senador cuántos años venía incubándose el narcotráfico en nuestro país, incluido el estado que gobernó? Lo dijo como si el problema se hubiera presentado hace unos meses o, quizás, años. Ese es precisamente el problema de la clase política que Beltrones simboliza. Encubrió el asunto durante años, incluso conviviendo con él, hasta que fue política —militar— y moralmente imposible negar el hecho. Ahora todos se dan sus golpes de pecho, queriendo “rectificar” el rumbo del país con sus novedosas recetas.
En vez de negar la realidad, es la hora en que la clase política, toda, junto con la sociedad mexicana, cierren filas en torno al presidente Calderón, para enfrentar el problema de inseguridad que tiene el país. La existencia del Estado mexicano está amenazada por la delincuencia organizada. Soberbia, pretende, incluso, poner presidentes y llenar el Congreso de sus alfiles. Su poder es el dinero y la capacidad de intimidación, y son dos armas muy fuertes, ni quien lo dude. Hay ejemplos de otras sociedades que, enfrentadas a las graves implicaciones que tenía el deterioro de la autoridad estatal, realizaron esfuerzos por presentar una cara común ante la amenaza. España, Israel y Colombia son tres ejemplos notorios, pero no los únicos. No se trata simplemente de un “apoyo político” al Presidente, sino de un activo rechazo a que el país pudiera transformarse en un refugio de la delincuencia organizada mundial, y a la demanda de que lo que rija los destinos de la nación se defina a través de instituciones democráticas establecidas e imparciales. Para salvarnos, hay mucho trabajo que hacer. A los que no lo quieren entender se les puede pedir que, por lo menos, no estorben la labor del Presidente de la República.
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