Por Carlos Malamud
En Guatemala, a última hora de la noche electoral, ya se había escrutado el 96% de las mesas electorales y tan claro estaba que el general Otto Pérez Molina, del Partido Patriota, se había impuesto con el 54,5% de los votos, que su rival, el populista millonario Manuel Baldizón, se apresuró a felicitarle. En Nicaragua, a las 2 de la madrugada del lunes 7, el recuento de votos no había llegado al 39% y con esas cifras el Tribunal Electoral daba el triunfo a Daniel Ortega con casi un 64% de los sufragios, seguido a gran distancia, casi 25 puntos, por Fabio Gadea.
Al contrario que en Guatemala, los derrotados no felicitaron al triunfador y hablaron de manipulación, falta de control y, en definitiva, de fraude electoral. Las quejas de los observadores internacionales, como Dante Caputo de la OEA, que protestaban porque se les había negado acceder a más del 20% de las mesas, dificultan un balance sobre la limpieza de estos comicios.
Este escenario nos sumerge en las diferencias entre los procesos electorales de Guatemala y Nicaragua. Mientras Guatemala necesitó de la segunda vuelta, en Nicaragua todo se agotó en la primera, lo que ya vaticinaban las encuestas. Mientras en Guatemala se produjo la alternancia, en Nicaragua mandó la continuidad con la reelección de Daniel Ortega. Y si en un país la justicia exigió a los políticos el pleno respeto de las normas constitucionales que prohiben a los familiares directos del presidente en ejercicio presentarse a la elección, en el otro la justicia toleró la burla de las mismas normas que prohibían de forma expresa la reelección de Daniel Ortega.
En Guatemala el sistema de partidos es prácticamente inexistente y esto favorece una tendencia prácticamente convertida en norma en la historia electoral reciente de un país donde la reelección no es posible. Desde la recuperación de la democracia ningún partido en el gobierno pudo asegurar el triunfo de un candidato propio en las elecciones siguientes. De este modo, la alternancia ha sido la norma y esto, sin duda, ha dificultado la gobernabilidad del país.
En Nicaragua la situación es algo diferente, con el FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) ocupando el centro de la vida política, con un piso de votos cercano al 38%. La fragmentación de la oposición explica el resto, en este caso agudizada por las deserciones dentro del sandinismo (que ya vienen de lejos ante los intentos hegemónicos del orteguismo) y las disenciones entre los conservadores.
Hay otras diferencias importantes relacionadas con problemas presentes en la campaña electoral. En Guatemala ésta giró en torno a la seguiridad ciudadana, a los peligros del narcotráfico y al riesgo de que el país se convirtiera en un narco-estado. En Nicaragua mientras el gobierno insistía en las bondades de su política social, la oposición alertaba de los riesgos de deriva autoritaria del orteguismo.
De esta forma, una rápida y ligera reflexión sobre los resultados electorales del fin de semana podría concluir en la idea que en Guatemala ganó la derecha y en Nicaragua la izquierda. Pero, más allá de los problemas de las definiciones, especialmente en países con gobiernos populistas, unas declaraciones de la secretaria de Comunicación y Ciudadanía nicaragüense, Rosario Murillo, que a la vez ejerce de “primera dama” y mujer todopoderosa del gobierno, pueden aportar un nuevo enfoque sobre las cuestiones centroamericanas.
Tras conocerse los primeros datos preliminares del escrutinio, que apuntaban a una demoledora victoria de Daniel Ortega, Murillo dijo de forma clara y rotunda: “Iremos de victoria en victoria de la mano de Dios”. Estas palabras nos sitúan frente al giro religioso del sandinismo, que en determinadas cuestiones sociales, como el aborto, actúa en consecuencia a su proximidad a la iglesia católica y sin atender los reclamos de importantes sectores sociales. De ahí la definición de “socialismo cristiano” impulsada por Murillo.
Si a eso le sumamos lo actuado en política exterior, especialmente en su vertiente regional, como la integración centroamericana o el cumplimiento del DR CAFTA (Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, América Central y Estados Unidos), veríamos que las diferencias con Guatemala no son tan grandes como parece y que hay abundantes puntos en común. En este sentido destaca el apoyo que viejos miembros de la Contra le han dado en al orteguismo en estas elecciones.
Daniel Ortega se presentó como candidato del FSLN, reclamando para sí la herencia sandinista, disputada con otros antiguos comandantes hoy alejados de la casa matriz. Las acusaciones de traición a las raíces sandinistas son muchas, más allá de los indudables planes sociales puestos en marcha por el gobierno. En el pasado, la ciencia política acuñó el concepto de “cleptocracia” para definir a la dictadura somocista, y a su utilización totalmente arbitraria, e incluso familiar, de los recursos estatales.
Hoy encontramos en una situación cada vez más similar, agravada por la utilización partidista y discrecional de las instituciones públicas, como la justicia o el Tribunal Electoral, y todo al servicio del gobierno. De mantenerse el resultado actual, no sería descartable el fraude, una experiencia ya conocida en las elecciones muncipales de 2008. Por ello, la cada vez mayor asimilación entre orteguismo y somocismo, sin desconocer algunas diferencias importantes, no debe ser desechada sin una reflexión previa.
Volviendo a la comparación entre Guatemala y Nicaragua vemos como, incluso, hay una serie de problemas similares, hasta ahora resueltos de manera diferente, pero que necesariamente deberían converger en nuevas propuestas si ambos gobieros quieren sacar a sus países de la postración en que se encuentran. Guatemala es el quinto país de los siete de América Central (incluyendo a Panamá y Belice) en PIB per capita y Nicaragua el sexto, si bien Guatemala casi dobla a Nicaragua. Esto implica que los dos tienen una serie de problemas económicos estructurales que han llevado a soluciones distintas pese a similares problemas pendientes.
Uno de los primeros es el de los recursos necesarios para financiar políticas públicas, ante la exigua presión fiscal. Mientras el tema está muy presente en la agenda guatemalteca, el “orteguismo” ha apostado por convertir a su país en una suerte de protectorado venezolano, ya que sin los cuantiosos fondos, en relación al tamaño de su economía, puestos a disposición del gobierno de Managua por Hugo Chávez, hubiera sido imposible la proyección popular del gobierno de Ortega. Esto, sin embargo, no obsta para que Nicaragua deba afrontar cuanto antes una profunda reforma fiscal, dificultada por la excelente relación de Ortega y los empresarios.
La seguridad ciudadana es otro punto donde las políticas a medio plazo deben converger, por más que actualmente la situación en Nicaragua respecto al narcotráfico no es comparable a la de Guatemala, pese al grave deterioro conocido en los últimos dos o tras años en Nicaragua. Es verdad que habrá pocas semejanzas en los estilos de gobierno de ambos presidentes, pero dado que muchos de los problemas que deban enfrentar en el futuro próximo son similares, veremos cosas interesantes y poco ortodoxas, por parte de los dos gobiernos.
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