Por Domingo Soriano
Nunca he entendido del todo por qué el liberalismo es tan antipático para gran parte de la sociedad. Sé que muchos se rasgarán las vestiduras por lo que acabo de decir, pero sólo hay que ver cómo los políticos de toda Europa tratan de desmarcarse de los principios básicos liberales (mercado libre, propiedad privada, respeto a la autonomía del individuo…) para darnos cuenta de que la filosofía que defendemos está mal considerada. Si les diera votos, todos la defenderían en campaña como si les fuera la vida en ello. En España, no vende decir que eres liberal. A mí, por ejemplo, me toca explicarle casi a cada persona que conozco qué significa, cuáles son los principios que defendemos y cómo los lugares comunes que aparecen en los medios no se acercan en absoluto a la verdad.
Es cierto que hay grupos, normalmente pequeños aunque de personas muy preparadas y con capacidad de influencia, que defienden los grandes principios liberales. También hay un puñado de asociaciones de éxito (como el Instituto Juan de Mariana) y unos poquitos medios de comunicación en los que se puede encontrar a voces que luchan contra el intervencionismo. Pero incluso en estos casos, su labor resulta siempre ardua. Casi pasan más tiempo luchando por desmontar falsos prejuicios que defendiendo sus ideas.
Normalmente, los liberales culpamos a la falsa calidez del lenguaje colectivista. Es verdad que las metáforas que emplea (lucha contra la pobreza, impuestos solidarios, redistribución fiscal, proyecto común, pacto social, etc.) son tremendamente sugestivas. No es sencillo luchar con ellas. Pero tampoco es imposible. Hay pocas ideas más atractivas en el mundo que la de la libertad y agarrándonos a ella debería ser factible luchar contra la dictadura socialista. Pero hay que lograrlo con inteligencia, constancia y persuasión. Encerrarse en la torre de cristal en la que la mayoría de los liberales ha vivido en los últimos cien años es como entregar el trofeo antes de que empiece el partido.
Pensaba en esto mientras leía algunas de las propuestas de esta última campaña electoral. No es sólo que casi todas las ideas presentes en los medios destilen el más rancio intervencionismo. Es que el lenguaje empleado, incluso en aquellas iniciativas interesantes, no es sino una concesión más a los intervencionistas. Una concesión que acabarán cobrándose antes o después.
- Por ejemplo, desde el comienzo de la crisis se ha vendido la idea, incluso en los medios liberales, de que es necesario hacer un “sacrificio”. Vamos, como si lo ideal fuera seguir viviendo como en los años de la burbuja, produciendo cosas sin sentido, viviendo a costa de otros y acumulando deudas. De esta manera, el planteamiento liberal, que defiende el trabajo en industrias productivas, el respeto a la propiedad y que celebra el ahorro, aparenta ser una medicina necesaria, pero molesta y muy poco apetecible. No nos debería extrañar que cinco minutos después de acabada esta recesión vuelvan a aparecer los profetas del despilfarro.
- Tampoco me parece especialmente inteligente el argumentarlo habitual contra cualquier subida de impuestos que se plantee. El sistema fiscal actual es injusto y hace que los que cobran nóminas reciban sobre sus espaldas una proporción desaforada del peso del gasto estatal. No quiere decir esto que debamos apoyar una subida impositiva (que, además, nunca va acompañada de un descenso en otras tasas). Pero en muchas ocasiones parece que la intención sea mantener los impuestos como están, como si la actual estructura fiscal fuera tan sólo un mal menor (aceptable, aunque no perfecto).
- Lo mismo cabría decir de la retórica a favor de que los países endeudados (Grecia, Italia o España) hagan “recortes” para ajustar el gasto del Estado a sus ingresos. Más allá de que el despilfarro público haya llegado a extremos vergonzosos en todos estos países, lo cierto es que lo que necesitamos como el comer en el sur de Europa son “reformas” que liberalicen nuestra economía. Sacar a los burócratas de sus despachos y conseguir que sea el ciudadano el que decida qué hacer con su dinero nunca debería venderse como algo negativo (“recorte”): de nuevo, parece un remedio doloroso pero inevitable. Y rebajar las pensiones no es algo imprescindible para cuadrar las cuentas públicas, sino la consecuencia de una política irresponsable que esquilma cada año los bolsillos de los trabajadores a cambio de una incierta promesa de una recompensa futura que cada día es más pequeña.
La lista podría ser interminable. Cada día hay millones de ejemplos en los medios. Todos los que escribimos en ellos hemos visto sorprendidos como nosotros mismos “comprábamos” en muchas ocasiones el lenguaje aparentemente inocuo del intervencionismo. Mientras no demos esta batalla, será complicado que empecemos a ganar la guerra.
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