El relato más crítico de la Gran Recesión
Por Ángel Martín Oro
Recientemente, tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de un peso pesado de –lo que podríamos llamar- la izquierda económica, Antón Costas, catedrático de política económica por la Universidad de Barcelona.
La primera impresión que uno saca al escuchar visiones tan diferentes, como ya he señalado en ocasiones anteriores, es que parece que vivimos en mundos distintos. De otra manera, cuesta entender que una única realidad se entienda de formas tan contrapuestas, no solo en la búsqueda de soluciones sino también del diagnóstico. Pero lo cierto es que nos enfrentamos al mismo panorama ahí fuera, solo que lo hacemos con esquemas teóricos y, quizás, elementos preanalíticos (¿sesgos ideológicos?) diferentes.
El núcleo de la conferencia de Costas consistió en explicar por qué la crisis actual se está prolongando tanto, y a qué se debe la posible recaída de las economías desarrolladas. Lo achacó a cuatro puntos:
- La propia naturaleza de la crisis –el estallido de una burbuja crediticia y de sobreendeudamiento- hace que la recuperación tenga que ser, inevitablemente, un proceso lento, a medida que los agentes económicos reducen su deuda.
- La difícil gobernanza europea y su discutible gestión de la situación.
- La existencia de grandes desequilibrios comerciales a nivel global.
- La aplicación de medidas de austeridad presupuestaria, que para Costas es el punto más intrigante de todos.
Fue en este último punto en el que más se detuvo, al señalarlo como un error tremendo de los gobiernos. Para apoyar su crítica a las políticas de austeridad, Costas utilizó el aparato macroeconómico Keynesiano más sencillo, revestido de una sencilla analogía para que los legos pudieran entenderlo. En 2008 el motor principal del avión (el consumo e inversión privada) dejó de funcionar, por lo que la solución sensata era mantener el avión en vuelo con el combustible que todavía quedaba: el del gasto público y la política monetaria expansiva.
Nada se dijo para intentar explicar la aparente paradoja que existe en el diagnóstico de la naturaleza de la crisis –sobreendeudamiento- con sus soluciones –más deuda, en este caso pública-. Tampoco mencionó el necesario ajuste real microeconómico de la estructura productiva –el traspaso de recursos productivos desde sectores hipertrofiados a sectores que deben expandirse-. En cambio, parece que los problemas se limitan a una repentina caída de la demanda agregada, sin explicar muy bien a qué se debe ésta.
Como no podía ser de otra manera, Costas sacó a la palestra dos ideas tan extendidas como discutibles. Por un lado, que la Gran Depresión fue agravada por las políticas liberales y de austeridad del presidente republicano Herbert Hoover. Esta tesis ha sido criticada recientemente por el profesor Steve Horwitz, quien le califica como el Padre del New Deal por sentar las bases de las políticas intervencionistas de Franklin D. Roosevelt.
Por otro lado, repitió el mantra de la desregulación financiera posterior a la Revolución Conservadora de Reagan y Thatcher de los 80; momento a partir del cual, se dice, los mercados financieros comenzaron a funcionar libres y a sus anchas. Para Costas, el mercado financiero cumple un papel importante en las economías modernas, pero actúa como un "genio loco" que hay que controlar con estrictas regulaciones, como se hizo en las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esta idea también ha sido contestada por críticos, quienes señalan el fuerte intervencionismo que existe en el sistema bancario y financiero, principalmente a través de los siguientes puntos: la figura clave de los bancos centrales que tienen un papel crucial en la creación de las burbujas financieras; el entrelazamiento de los mercados financieros con el hipotecario e inmobiliario, con gigantes garantizados por el gobierno como Fannie Mae y Freddie Mac en EEUU, o las politizadas cajas de ahorro en España; la expectativa de rescate por parte del Tesoro o la Fed de algunas firmas con tamaño sistémico, que había sido alimentada por las actuaciones de décadas pasadas y que fomentó la imprudencia y excesiva toma de riesgos; o la existencia de regulaciones como los acuerdos de Basilea que, según algunos analistas, ha generado incentivos perversos sobre los agentes financieros.
Más allá de los argumentos que utilizó, Costas se apoyó también en una cierta dosis de deshonestidad intelectual al más puro estilo Krugman, cuando éste habla de los economistas conservadores. El catedrático de Barcelona, hablando del enfoque de "austeridad compulsiva" que vienen proponiendo y llevando a cabo los gobiernos en la última fase de la crisis, advirtió que la pura ideología –neoliberal, se entiende- está dominando sobre el análisis económico. "No he visto ningún análisis económico serio que defienda la austeridad", afirmó.
Quizás con lo de serio se refiera a que se ajuste a sus propias ideas, porque estudios de este tipo haberlos haylos. Sin tener que hacer una búsqueda nada exhaustiva, uno encuentra el trabajo del economista de Harvard Alberto Alesina, en el que, tras un análisis de más de 200 ajustes fiscales en 21 países, concluye que la disciplina en el gasto y los recortes de impuestos son la mejor manera para fomentar el crecimiento económico. Pero más allá de trabajos académicos, basta con ver el caso de los países bálticos para constatar cómo la "austeridad compulsiva" que aplicaron –éstos sí la aplicaron, a diferencia de nosotros- no les sumió en una espiral contractiva hacia la miseria, sino hacia el necesario ajuste real y financiero que les ha posibilitado crecer ahora a tasas envidiables.
Llama la atención que Antón Costas fuera presentado como el autor de uno de los relatos sobre la Gran Recesión más "críticos". ¿Críticos con qué? ¿Acaso son menos críticos los relatos de economistas austriacos sobre la cuestión?
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