por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.
Como se anunciaba en esta columna, el viernes 28 de octubre, la optimista sobre reacción de los mercados ante los acuerdos cerrados en la Cumbre Europea del 26-O era de breve duración. Antes del anuncio del referendum griego, las primas de riesgo de los países de la periferia habían comenzado a subir y las bolsas a bajar. Tras conocerse la decisión del gabinete heleno de someter a consulta popular la aceptación del programa de ajuste pactado con la troika (Unión Europea, Banco Central de Europa, Fondo Monetario Internacional), el pánico se ha desatado. Al mismo tiempo, las previsiones macroeconómicas para la Eurozona, un claro riesgo de recesión en 2012, han recreado el clima para una tormenta perfecta. Una semana después de la “triunfal” reunión de los líderes continentales, la unión monetaria corre el peligro de saltar en pedazos. Italia está al borde del abismo y España la sigue de cerca. La credibilidad de la dirigencia europea se ha hundido y recuperarla será una tarea difícil, por no decir imposible.
¿Qué sucederá? La respuesta es elemental. La recesión o, da igual, un crecimiento plano de la Eurozona el año próximo empeorará la posición fiscal y presupuestaria de los gobiernos la unión monetaria y aumentará la percepción de riesgo sobre su deuda. Esta dinámica agravará la delicada situación de las economías de la periferia, sin duda, pero afectará también a Francia que perderá la calificación Triple A de su deuda soberana con un imprevisible efecto contagio sobre los ratings de otros miembros del núcleo duro de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Por otra parte, el deterioro de la coyuntura agravará el estado de los balances bancarios, lo que unido a las exigencias de recapitalización planteadas en la Cumbre del 26-O generará una contracción del crédito de libro a escala continental. Este daño colateral acentuará la pendiente recesiva de la economía. Por último, ese tenebroso panorama complica de manera extraordinaria los gravísimos problemas de Grecia cuyas posibilidades de hacer una bancarrota desordenada se disparan.
¿Quién tiene la culpa de este caótico escenario? La contestación mediata es los países que no hicieron a tiempo los deberes para corregir sus desequilibrios. Esto es una verdad de Perogrullo, pero no sirve para nada. La situación es la que es y no se resolverá lamentándose de los errores del pasado. En lo inmediato, Alemania es la principal responsable de la pésima solución ofrecida en la Cumbre del 26-O a la crisis soberana y bancaria que asola el Viejo Continente. Su comprensible negativa a aportar más recursos de sus contribuyentes a los instrumentos de rescate junto a su incomprensible oposición a que el BCE monetice deuda e inyecte la liquidez necesaria para evitar un proceso que lleva camino de convertirse en una espiral deuda-deflación es miope y suicida. La miopía radica en su aproximación al tema desde una estrecha consideración de sus intereses nacionales y, el suicidio, en la imposibilidad de que Alemania no se vea arrastrada si el euro estalla.
¿Qué hacer? La teoría económica, la evidencia empírica y la historia son claras. La única forma de evitar una dinámica deuda-deflación exige acompañar las medidas de austeridad fiscal y las reformas estructurales de una masiva inyección de dinero por parte de la banca central para evitar un default de deudageneralizado y la quiebra del sistema de medios de pagos. Esto significa que el BCE ha de financiar la transición entre el período de estabilización y el del comienzo del crecimiento. En las actuales condiciones económico-financieras de la zona euro y de la UE no hay otro camino. Se ha perdido demasiado tiempo para hacer viables otras opciones. Ningún inversor ni público ni privado tiene la capacidad y la voluntad para hacer frente a una situación que, mírese como se mire, se ha extendido de la periferia a toda la economía europea.
Esto iniciativa choca de plano con los planteamientos de Alemania y su sagrado y justificado horror a la inflación. Sin embargo, la cuestión aquí y ahora no es conjurar un proceso inflacionario, sino evitar una contracción masiva de la oferta monetaria en Europa que lleve a una depresión. Es cierto que los estatutos del BCE le impiden monetizar pero también lo es que Alemania y Francia no tuvieron empacho en liquidar las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento cuando les interesó y sin que existiese ninguna justificación sistémica. Al contrario, la eliminación de las reglas que limitaban la capacidad de los Estados de la UEM de endeudarse son una causa eficiente de la trayectoria alcista registrada por los déficit y la deuda pública en las economías emergentes.
Dicho esto, los males de Europa son de carácter estructural y, en este caso, no se apunta hacia las rigideces de las economías etc., sino a la creación de un área monetaria común entre países con estructuras económicas muy diferentes, con una baja movilidad del factor trabajo entre sus miembros, con evoluciones cíclicas asimétricas y sin una política fiscal común. Una estructura institucional de esta naturaleza es incapaz de resistir un shock como el que se inició en el verano de 2007. Los euroescépticos tenían razón y la actual crisis de la Eurozona lo pone de manifiesto.
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