Francisco R. Figueroa /
Los integrantes del comando que en septiembre 1980 liquidó a Anastasio Somoza en una calle de Asunción no podían imaginar que años después su víctima, último miembro del clan que mantuvo subyugada a Nicaragua durante 43 años, se reencarnaría en uno de sus más acérrimos enemigos y entre los posibles urdidores de aquel atentado.
Cada vez son más los que ven como un remedo de Somoza y como un «dictador sin principios» al viejo comandante sandinista Daniel Ortega, de 65 años, quien el domingo pasado fue reelegido presidente de Nicaragua por un pueblo dominado por la pobreza y la superstición al que se ganó repartiendo títulos de propiedad, víveres y hasta cerdas preñadas, una generosidad costeada con los abultados donaciones del caudillo venezolano, Hugo Chávez, y el tesoro público nacional nicaragüense, que usa a discreción.
Las elecciones presidenciales en Nicaragua han dado a Ortega dos tercios de todos los votos y el doble de diputados que sus opositores. Esos comicios han representado, además, un plebiscito encubierto sobre Daniel Ortega y su poderosa esposa, Rosario Murillo, y el referendo de todas las artimañas legales de los jueces felones que prevaricaron para driblar el doble impedimento constitucional que incapacitaba al gobernante para aspirar a la reelección. Su candidatura ha sido tachada por sus adversarios de «ilegítima, ilegal e inconstitucional», sin resultados por la subordinación total de las instituciones nicaragüenses al matrimonio presidencial.
El proceso electoral nicaragüense estuvo plegado de denuncias de irregularidades y, según Transparencia Internacional, no ha sido «ni justo ni honesto ni creíble». Por el contrario, presenta «indicios de fraude», según cita de la BBC. Los resultados, agrega, fueron manipulados para permitirle a Ortega gobernar sin oposición y poder reformar la Constitución a su antojo para eternizarse el poder.
Dentro del esquema de corrupción y clientelismo montado por Ortega, el Consejo Supremo Electoral está evidentemente en sus manos. La Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea (UE) aseguran que sus observadoras tuvieron problemas para hacer su labor durante la jornada electoral y que detectaron «trabas y mañas». Otros organismos denunciaron que en la cuarta parte de los colegios electorales no hubo fiscales de la oposición.
La frágil democracia nicaragüense ha quedado herida de muerte en el país más pobre de América junto con Haití. Los resultados de las elecciones no han sido aceptados por el principal candidato de oposición, Fabio Gadea, porque, según alega, ese cómputo no refleja la voluntad del pueblo sino la de Ortega.
Enterrados en el tiempo quedaron los ideales que animaron la revolución sandinista y la guerra civil que acabó en 1979 con la dictadura somocista. El antiguo guerrillero continúa exhibiendo la bandera de la revolución. Pero están totalmente desteñidas y hechas jirones. Su discurso es confuso, con una fuerte tono religioso. Ataca retóricamente a Estados Unidos y el imperialismo, y deja hacer a los empresarios con la condición de que no se metan en política. De los viejos tiempos a su lado apenas quedan oportunistas. Sus antiguos aliados hace tiempo que le abandonaron. Hoy su principal soporte es Rosario Murillo, su ambiciosa esposa y maquinista del aparato mediático.
Como señala el escritor Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente de Nicaragua en tándem con Ortega de 1984 a 1990, el reelegido jefe del Estado no cree en la democracia representativa y ve las elecciones como un mal necesario. Tiene un proyecto de poder a largo plazo, para lo que trata de poseer cada vez mayor poder económico, un control más efectivo sobre las fuerzas de seguridad y más medios de comunicación. Lo que viene en Nicaragua es menos tolerancia con la oposición y menos democracia.
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