La próxima vez que usted vaya de vacaciones a Acapulco, considere lo de quedarse en el penal estatal. Y es que los internos de esa cárcel tienen servicios que ya quisieran proveer algunos hoteles del bello puerto. Fíjese usted: los prisioneros tenían maquinitas, videojuegos, televisiones de plasma y electrodomésticos. Organizaban peleas de gallos para lo que tenían cien de estas aves listas en sus corrales. También tenían acceso a drogas ilegales (contaban con costales llenos de mariguana) y el servicio permanente de 19 sexoservidoras que vivían dentro del penal en la zona exclusiva de los hombres. Alguien incluso mantenía un par de pavos reales, supongo que para mejorar la vista del lugar. Todo eso encontró la Policía Federal en un operativo el lunes pasado.
Claramente muchos de los presos de Acapulco disfrutaban de la dolce vita en el penal estatal. Bromas aparte, cuando uno lee este tipo de noticias, se pregunta para qué sirven las cárceles en nuestro país.
De acuerdo a la literatura de centros penitenciarios, las cárceles pueden tener diversos objetivos: el castigo de la sociedad a un individuo que delinquió; una especie de venganza social contra una persona que violó las normas; un efecto disuasivo para que la gente respete la ley; y la prevención para que los delincuentes se encuentren encerrados y no en las calles delinquiendo. La teoría más moderna también argumenta que la cárcel debe ser un centro para rehabilitar y reeducar a los criminales, de tal suerte que éstos, al cumplir su condena, puedan reinsertarse a la sociedad y convertirse en ciudadanos de bien.
Tomando en cuenta estos objetivos, ¿para qué sirve una cárcel como la de Acapulco? Supongo que la pérdida de la libertad sí representa un castigo-venganza-disuasión-prevención para los criminales. Pero llegar a un penal con reglas relajadas, donde es posible pasársela bien, sobre todo si se tiene dinero, pues disminuye el malestar de estar en prisión. De esta forma se diluye el objetivo de castigo-venganza-disuasión-prevención del sistema penitenciario de un país.
Compárese la vida del penal de Acapulco con la de la prisión de máxima seguridad de Florence, Colorado, una de la más duras del mundo. Parte de esta prisión se encuentra bajo tierra. Cada prisionero tiene su propia celda, cuyos muebles son casi todos de concreto, incluidos la cama, el escusado y la mesa. Los internos raramente tienen contacto con otros prisioneros. Está prohibido cualquier tipo de actividad comunitaria. Las comunicaciones con el mundo exterior están restringidas. Los prisioneros se encuentran tras mil 400 puertas de acero que se controlan remotamente y son vigilados por decenas de cámaras. No por nada esta prisión es para los 430 criminales más peligrosos de Estados Unidos: terroristas, espías y los delincuentes más violentos del país.
Perder la libertad y terminar en un lugar como Florence sí cumple con los objetivos de castigo-venganza-disuasión-prevención para cualquier criminal. En México, que yo sepa, sólo los penales de alta seguridad del gobierno federal tienen ciertos estándares de dureza para los internos. Pero son una minoría. Sólo 12 de los 431 penales que hay en el país los maneja el gobierno federal. El resto están a cargo de los municipios, los estados y el Distrito Federal. En estos centros penitenciarios, los estándares disciplinarios son, en general, relajados, amén de la corrupción que existe. De ahí que ni siquiera sirvan para el loable objetivo de rehabilitar o reeducar a los internos. Más bien, por desgracia, las cárceles se convierten en escuelas de criminales. Lugares que son dominados por las mafias internas que controlan la actividad ilegal del penal como las apuestas en peleas de gallos, la distribución de estupefacientes y la prostitución, por no hablar de las venganzas o ajustes de cuentas en forma de golpizas y hasta asesinatos. No sorprende, entonces, que muchos internos luego salgan a las calles y se dediquen precisamente a las actividades ilegales que aprendieron dentro de la cárcel.
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