La inseguridad es el tema que más preocupa a los mexicanos. Es difícil pensar que no será el que más pese en la mente de los ciudadanos a la hora de votar.
Pascal Beltrán del Río Hoy, hace exactamente cinco años, comenzó la campaña del gobierno federal contra el crimen organizado.
El 11 de diciembre de 2006, con el llamado Operativo Conjunto Michoacán, el presidente Felipe Calderón puso el sello a su gobierno. Así haya sido considerada o no como una política de largo plazo, la guerra contra el narcotráfico y otras expresiones delincuenciales violentas ha sido el hecho más relevante del sexenio y seguramente será su legado, para bien o para mal.
Ese día, miles de soldados, marinos y policías federales cayeron sobre Michoacán, con el aval del entonces gobernador del estado, el perredista Lázaro Cárdenas Batel.
Éste —según me dijo Calderón en una entrevista reciente— había solicitado al Presidente entrante la asistencia de la Federación para combatir una delincuencia desbordada, cosa que Vicente Fox se había negado a ordenar.
El operativo federal de 2006 se topó rápidamente con una resistencia armada. El 13 de diciembre, en el paraje conocido como Los Ocotes —cerca del poblado de Dos Aguas, en la sierra que divide a Coalcomán de Aguililla—, una sección del 62 Batallón de Infantería se enfrentó con un grupo que resguardaba un plantío de mariguana. En el tiroteo cayó un hombre llamado José Alan Montoya Camacho, según refiere el boletín 1580/06 de la Procuraduría General de la República, fechado el 14 de diciembre.
Es posible que el de Montoya Camacho —originario de Salvador Alvarado, Sinaloa—sea el primer deceso de una larga cadena, que ya se acerca a los 40 mil: la de los “fallecimientos ocurridos por presunta rivalidad delincuencial”, por usar la terminología oficial establecida a principios de 2011.
Según las cifras divulgadas en enero pasado por el entonces vocero del gobierno federal para temas de seguridad, Alejandro Poiré, al 31 de diciembre de 2010 habían muerto 34 mil 612 personas como resultado de los enfrentamientos entre grupos de la delincuencia organizada o entre éstos y las fuerzas de seguridad.
Habrá que esperar unos días para conocer el corte del año que está por terminar, pero datos extraoficiales —recuentos periodísticos, entre otros— hablan de unas 12 mil muertes ocurridas en 2011 en el contexto de la violencia provocada por el crimen organizado. Si esto se confirma, estaríamos hablando, por primera vez en el sexenio, de un descenso en el número de ejecuciones y muertes ocurridas en enfrentamientos, cuando se comparan año por año las estadísticas (el año pasado hubo 15 mil 273).
El recuento de muertos ha sido citado por todos lados, de buena y mala fe, como el principal indicador del éxito o fracaso de la estrategia del gobierno federal.
Para efectos políticos y electorales o por simplificación, a menudo se atribuyen al gobierno de Calderón e incluso al propio Presidente. Esto, a pesar de que existan indicios de que la mayoría de estos fallecimientos sean homicidios ocurridos en enfrentamientos entre grupos rivales de la delincuencia organizada, aunque la inexcusable impunidad de la mayoría esos crímenes no permita afirmarlo de manera tajante.
Los opositores del gobierno inventaron y popularizaron el término “Guerra de Calderón” en un esfuerzo por responsabilizar políticamente al mandatario de la violencia imperante en el país, si bien existen datos sólidos de que ésta ya iba al alza en la última parte del sexenio de Vicente Fox.
Pero eso no ha obstado para que los opositores del gobierno acusen de crímenes de guerra a Calderón y a algunos de sus colaboradores, como si se tratara de genocidas de la talla del liberiano Charles Taylor o el serbio bosnio Ratko Mladic.
Tampoco les ha importado tomar en consideración el incumplimiento, por parte de autoridades estatales, de compromisos adquiridos para depurar sus cuerpos policiacos. Menos aún, el asesinato de una treintena de alcaldes, a quienes, dicen con desfachatez algunos opositores, el gobierno federal no cuidó como debía, cuando ellos mismos piden la salida de los militares de las tareas de seguridad pública.
Olvidan o pretenden olvidar que los soldados y marinos son los únicos que pueden hacer frente a una delincuencia fuertemente armada, en un país caracterizado por tener cuerpos policiacos sin equipo, entrenamiento y organización adecuados. Quienes piden la salida de las Fuerzas Armadas de estas labores jamás han aclarado a quiénes pondrían en su lugar.
Lo que sí puede cargarse en la cuenta del gobierno federal —además del hecho de que fue el propio Calderón uno de los primeros en calificar a su estrategia como “guerra”— es que la mayoría de los operativos para recobrar el control territorial en lugares sometidos por la delincuencia no han servido para recobrar la paz y acabar con los desplantes violentos de los criminales.
Si vemos las cifras en Michoacán, ese estado no ha logrado salir de los diez primeros lugares por “fallecimientos ocurridos por presunta rivalidad delincuencial”.
La violencia ha sido el sello del estado natal del Presidente y lugar de lanzamiento de su estrategia: los granadazos en Morelia, la noche del Grito de 2008; las actividades violentas de La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, como los ataques coordinados contra instalaciones policiacas, en julio de 2009; las masacres de agentes federales en La Huacana y Lengua de Vaca (Zitácuaro); el asesinato de los alcaldes de Vista Hermosa, Villa Madero, Tancítaro y La Piedad, además de los atentados contra la presidenta municipal de Tiquicheo y la secretaria de Seguridad Pública del estado, y, recientemente, las amenazas contra candidatos a alcaldes y diputados locales que llevaron a varios de ellos a declinar.
Si tomamos en cuenta sólo el municipio de Apatzingán, que conoció una de las más fuertes concentraciones de efectivos militares y policiacos hace un lustro, las muertes relacionadas con la violencia criminal no han dejado de crecer desde hace tres años: hubo doce en 2008, 45 en 2009 y 65 en 2010.
La persistencia de las acciones violentas ha impactado el estado de ánimo de la sociedad, y ya sea de manera justa o injusta el gobierno federal es el principal señalado. A poco más de medio año de las elecciones federales de 2012, la inseguridad es el tema que más preocupa a los mexicanos. Es difícil pensar que no será el que más pese en la mente de los ciudadanos a la hora de votar.
Seguramente por ello, el Presidente de la República emprendió otra ofensiva la semana pasada.
Busca convencer a los mexicanos de que su estrategia contra la delincuencia va por el camino correcto y que si no ha rendido frutos es sólo porque ha faltado tiempo para madurar. Por eso habló de domingo pasado de “una semilla que cayó en tierra fértil”.
El Presidente pide paciencia pero también continuidad en el esfuerzo. Se trata de un llamado que procurará capitalizar en unos meses cuando arranque formalmente la campaña electoral y el candidato o candidata del PAN tome la estafeta y pida, en su nombre, otro sexenio en Los Pinos para Acción Nacional.
La nueva ofensiva presidencial —a cinco años de aquélla, en Michoacán— intenta corregir los desaciertos de la estrategia, particularmente los abusos en materia de derechos humanos que han cometido las fuerzas de seguridad y que se han convertido en una de las principales banderas de los opositores.
Al mismo tiempo, Calderón busca —y hasta ahora lo ha logrado, me parece—evidenciar que las otras fuerzas políticas no tienen una propuesta concreta para terminar con la violencia. Quiere sacarlos de la zona de confort, donde la educación y el amor se citan como soluciones para el problema que enfrenta el país. “Si yo no tengo la panacea, ustedes tampoco, pero cuando menos yo ya inicié algo”, dice entre líneas.
La nueva ofensiva presidencial quiere obligar a los opositores a definirse. Si están en contra de la estrategia, es porque a lo mejor apoyan a los delincuentes, parece decir el mandatario.
Mientras no definan cómo devolverían la paz a los mexicanos, la indirecta presidencial los tendrá bajo presión y sospecha.
El 11 de diciembre de 2006, con el llamado Operativo Conjunto Michoacán, el presidente Felipe Calderón puso el sello a su gobierno. Así haya sido considerada o no como una política de largo plazo, la guerra contra el narcotráfico y otras expresiones delincuenciales violentas ha sido el hecho más relevante del sexenio y seguramente será su legado, para bien o para mal.
Ese día, miles de soldados, marinos y policías federales cayeron sobre Michoacán, con el aval del entonces gobernador del estado, el perredista Lázaro Cárdenas Batel.
Éste —según me dijo Calderón en una entrevista reciente— había solicitado al Presidente entrante la asistencia de la Federación para combatir una delincuencia desbordada, cosa que Vicente Fox se había negado a ordenar.
El operativo federal de 2006 se topó rápidamente con una resistencia armada. El 13 de diciembre, en el paraje conocido como Los Ocotes —cerca del poblado de Dos Aguas, en la sierra que divide a Coalcomán de Aguililla—, una sección del 62 Batallón de Infantería se enfrentó con un grupo que resguardaba un plantío de mariguana. En el tiroteo cayó un hombre llamado José Alan Montoya Camacho, según refiere el boletín 1580/06 de la Procuraduría General de la República, fechado el 14 de diciembre.
Es posible que el de Montoya Camacho —originario de Salvador Alvarado, Sinaloa—sea el primer deceso de una larga cadena, que ya se acerca a los 40 mil: la de los “fallecimientos ocurridos por presunta rivalidad delincuencial”, por usar la terminología oficial establecida a principios de 2011.
Según las cifras divulgadas en enero pasado por el entonces vocero del gobierno federal para temas de seguridad, Alejandro Poiré, al 31 de diciembre de 2010 habían muerto 34 mil 612 personas como resultado de los enfrentamientos entre grupos de la delincuencia organizada o entre éstos y las fuerzas de seguridad.
Habrá que esperar unos días para conocer el corte del año que está por terminar, pero datos extraoficiales —recuentos periodísticos, entre otros— hablan de unas 12 mil muertes ocurridas en 2011 en el contexto de la violencia provocada por el crimen organizado. Si esto se confirma, estaríamos hablando, por primera vez en el sexenio, de un descenso en el número de ejecuciones y muertes ocurridas en enfrentamientos, cuando se comparan año por año las estadísticas (el año pasado hubo 15 mil 273).
El recuento de muertos ha sido citado por todos lados, de buena y mala fe, como el principal indicador del éxito o fracaso de la estrategia del gobierno federal.
Para efectos políticos y electorales o por simplificación, a menudo se atribuyen al gobierno de Calderón e incluso al propio Presidente. Esto, a pesar de que existan indicios de que la mayoría de estos fallecimientos sean homicidios ocurridos en enfrentamientos entre grupos rivales de la delincuencia organizada, aunque la inexcusable impunidad de la mayoría esos crímenes no permita afirmarlo de manera tajante.
Los opositores del gobierno inventaron y popularizaron el término “Guerra de Calderón” en un esfuerzo por responsabilizar políticamente al mandatario de la violencia imperante en el país, si bien existen datos sólidos de que ésta ya iba al alza en la última parte del sexenio de Vicente Fox.
Pero eso no ha obstado para que los opositores del gobierno acusen de crímenes de guerra a Calderón y a algunos de sus colaboradores, como si se tratara de genocidas de la talla del liberiano Charles Taylor o el serbio bosnio Ratko Mladic.
Tampoco les ha importado tomar en consideración el incumplimiento, por parte de autoridades estatales, de compromisos adquiridos para depurar sus cuerpos policiacos. Menos aún, el asesinato de una treintena de alcaldes, a quienes, dicen con desfachatez algunos opositores, el gobierno federal no cuidó como debía, cuando ellos mismos piden la salida de los militares de las tareas de seguridad pública.
Olvidan o pretenden olvidar que los soldados y marinos son los únicos que pueden hacer frente a una delincuencia fuertemente armada, en un país caracterizado por tener cuerpos policiacos sin equipo, entrenamiento y organización adecuados. Quienes piden la salida de las Fuerzas Armadas de estas labores jamás han aclarado a quiénes pondrían en su lugar.
Lo que sí puede cargarse en la cuenta del gobierno federal —además del hecho de que fue el propio Calderón uno de los primeros en calificar a su estrategia como “guerra”— es que la mayoría de los operativos para recobrar el control territorial en lugares sometidos por la delincuencia no han servido para recobrar la paz y acabar con los desplantes violentos de los criminales.
Si vemos las cifras en Michoacán, ese estado no ha logrado salir de los diez primeros lugares por “fallecimientos ocurridos por presunta rivalidad delincuencial”.
La violencia ha sido el sello del estado natal del Presidente y lugar de lanzamiento de su estrategia: los granadazos en Morelia, la noche del Grito de 2008; las actividades violentas de La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, como los ataques coordinados contra instalaciones policiacas, en julio de 2009; las masacres de agentes federales en La Huacana y Lengua de Vaca (Zitácuaro); el asesinato de los alcaldes de Vista Hermosa, Villa Madero, Tancítaro y La Piedad, además de los atentados contra la presidenta municipal de Tiquicheo y la secretaria de Seguridad Pública del estado, y, recientemente, las amenazas contra candidatos a alcaldes y diputados locales que llevaron a varios de ellos a declinar.
Si tomamos en cuenta sólo el municipio de Apatzingán, que conoció una de las más fuertes concentraciones de efectivos militares y policiacos hace un lustro, las muertes relacionadas con la violencia criminal no han dejado de crecer desde hace tres años: hubo doce en 2008, 45 en 2009 y 65 en 2010.
La persistencia de las acciones violentas ha impactado el estado de ánimo de la sociedad, y ya sea de manera justa o injusta el gobierno federal es el principal señalado. A poco más de medio año de las elecciones federales de 2012, la inseguridad es el tema que más preocupa a los mexicanos. Es difícil pensar que no será el que más pese en la mente de los ciudadanos a la hora de votar.
Seguramente por ello, el Presidente de la República emprendió otra ofensiva la semana pasada.
Busca convencer a los mexicanos de que su estrategia contra la delincuencia va por el camino correcto y que si no ha rendido frutos es sólo porque ha faltado tiempo para madurar. Por eso habló de domingo pasado de “una semilla que cayó en tierra fértil”.
El Presidente pide paciencia pero también continuidad en el esfuerzo. Se trata de un llamado que procurará capitalizar en unos meses cuando arranque formalmente la campaña electoral y el candidato o candidata del PAN tome la estafeta y pida, en su nombre, otro sexenio en Los Pinos para Acción Nacional.
La nueva ofensiva presidencial —a cinco años de aquélla, en Michoacán— intenta corregir los desaciertos de la estrategia, particularmente los abusos en materia de derechos humanos que han cometido las fuerzas de seguridad y que se han convertido en una de las principales banderas de los opositores.
Al mismo tiempo, Calderón busca —y hasta ahora lo ha logrado, me parece—evidenciar que las otras fuerzas políticas no tienen una propuesta concreta para terminar con la violencia. Quiere sacarlos de la zona de confort, donde la educación y el amor se citan como soluciones para el problema que enfrenta el país. “Si yo no tengo la panacea, ustedes tampoco, pero cuando menos yo ya inicié algo”, dice entre líneas.
La nueva ofensiva presidencial quiere obligar a los opositores a definirse. Si están en contra de la estrategia, es porque a lo mejor apoyan a los delincuentes, parece decir el mandatario.
Mientras no definan cómo devolverían la paz a los mexicanos, la indirecta presidencial los tendrá bajo presión y sospecha.
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