Para
lo que tiene que ser mi intervención en este curso sobre «la necesaria
vertebración de la sociedad», los organizadores han elegido un título
en cuyos extremos figuran dos palabras -Estado y Sociedad- con una
intencionalidad adversativa que se observa a primera vista. Sin embargo,
en ambos extremos del título se repite la palabra bienestar dando fe
de que el objetivo a lograr es precisamente el bienestar, aunque, en
cuanto a la manera o los medios de lograrlo, las opiniones pueden ser no
sólo distintas sino incluso contrapuestas. Hay más, la cadencia del
enunciado completo -«Del Estado del Bienestar a la Sociedad del
Bienestar»- acredita que los organizadores -y yo con ellos- piensan que
desde la situación presente -el Estado del Bienestar- hay que
evolucionar hacia una meta mejor que quedaría definida por el sintagma
«la Sociedad del Bienestar». No podía ser de otra manera en un curso
dirigido por la Fundación Independiente, cuya aspiración principal es la
revitalización de las estructuras sociales espontáneas como la mejor
manera de alcanzar los objetivos a los que el hombre como hombre, antes
que como ciudadano, aspira ineludiblemente, y entre los cuales ocupa un
lugar fundamental el anhelo innato al bienestar.
Empezaré,
pues, por hacer algunas reflexiones sobre el bienestar; pasaré después
a exponer, cómo, en mi opinión, el intento de proporcionar este
bienestar a todos mediante la actuación premeditada y directa del
Estado ha fracasado moral y económicamente; y finalmente intentaré
decir cómo puede efectivamente alcanzarse el deseable bienestar
mediante la espontánea actuación de la persona humana, individualmente o
en asociación con quien libremente desee, siempre que el Estado no
interfiera en este propósito y se limite, que no es poco, a crear el
marco legal para que la acción humana espontánea se produzca, acudiendo,
simplemente, en virtud de la función subsidiaria que le es propia, a
resolver aquellos pocos casos en los que los individuos no son capaces
de lograr, por sí solos, el nivel indispensable de bienestar.
EL BIENESTAR
Sabemos,
por propia experiencia, por observación de lo que ocurre a nuestro
alrededor y por la enseñanza de la más sana filosofía, que el hombre
tiende naturalmente a la felicidad. No se necesitan muchas
demostraciones para probar que el hombre, en su polifacético obrar,
busca inexorablemente la felicidad, aunque en la apreciación de lo que
apetece como bueno pueda errar, y de hecho yerra frecuentemente. Lo cual
no obsta para decir que siendo el hombre libre, aunque con libertad
humana imperfecta -solamente Dios es verdaderamente libre- la voluntad
humana apetece libremente la felicidad, aunque la apetezca de modo
necesario. Es cierto que la felicidad es un concepto subjetivo y cada
uno, según sus disposiciones anímicas, la cifrará a su manera, de forma
que bien puede decirse que hay tantas formas de buscar la felicidad
como hombres y mujeres existen, aunque, tal vez, quepa añadir que
algunos puedan pensar que la mejor manera de ser feliz es no
preocuparse demasiado por llegar a serlo. Sin embargo, cabe ciertamente
afirmar que entre los objetivos o fines que el hombre se puede
proponer en busca de la felicidad, en términos generales, ocupa un
lugar destacado el encaminado a satisfacer no sólo las necesidades
básicas o de subsistencia -en las que el hombre no se diferencia de los
animales irracionales-, sino también y sobre todo las necesidades
superiores, que únicamente el hombre siente, y que comprenden con los
bienes del espíritu, la inclinación hacia lo que se llama el bienestar,
como una realidad condicionada por el uso de las cosas materiales no
absolutamente imprescindibles para poder mantenerse en la existencia.
Ahora
bien, la aspiración a cubrir las necesidades básicas y, por encima de
ellas, las originadas por la inclinación al bienestar, requiere el
empleo de recursos que, por lo general, son escasos. Y aquí empieza la
historia del hombre que, desde que Dios lo puso en la tierra, para que
la trabajara, no ha cesado de luchar para extraer de su seno lo
necesario para el logro de este bienestar que innatamente desea. De tal
forma que Alfred Marshall pudo definir la economía como «el estudio de
aquella parte de la acción individual y social que está más íntimamente
relacionada con la consecución y uso de los requisitos materiales del
bienestar». Pero la simple observación de lo que, a lo largo de la
historia, ha sucedido, pone de manifiesto que no todos ni siempre logran
este bienestar que apetecen y al que, por su propia condición de
personas humanas, tienen derecho. Y aquí es donde se asientan los
argumentos para pretendidamente justificar la intervención del Estado
para adoptar el papel de benefactor de los necesitados, dando lugar a lo
que, con el paso del tiempo, ha venido a ser lo que hoy conocemos con
el nombre de Estado del Bienestar.
EL ESTADO DEL BIENESTAR
En
este punto, con el que doy comienzo a la segunda parte de mi
exposición, no me parece ocioso llamar la atención sobre la componente
política -en la acepción menos noble de la palabra- de los orígenes de
tal actuación estatal. Fue en efecto el Canciller Bismarck quien, en los
años ochenta del siglo pasado, en su lucha contra el naciente
socialismo, adoptó determinadas disposiciones sociales de carácter
paternalista, pensando que, si los obreros percibían que el Kaiser se
ocupaba de ellos, dejarían de oír los cantos de sirena del partido
socialista. Sin embargo, pese al sesgo interesado y al carácter espúreo
de su origen, nada habría que objetar, hasta aquí, a una política
tendente a resolver las necesidades básicas de los estratos menos
favorecidos de la sociedad, ya que sin duda existe acuerdo en que
alguien debe tomar la decisión de subvenir a la indigencia.
Lo
que sucede es que, a partir del final de la primera Guerra Mundial, lo
que debía haber quedado como un sistema de resolver las necesidades
actuales y futuras de aquellas pocas personas que, por distintas
razones, no son capaces de hacerlo por sí mismas o en voluntaria y libre
colaboración con otros ciudadanos, se fue convirtiendo en un
instrumento para universalizar la protección social, con carácter de
servicio público, burocratizado, para pobres, clases medias y ricos.
Este modelo impuesto por los políticos, con la complicidad de las élites
dirigentes que, al amparo del pensamiento keynesiano, habían perdido
la fe en el Estado liberal, con el paso del tiempo ha ido extendiendo
su ámbito de acción y engrosando la magnitud de sus prestaciones, sin
que se sepa bien hasta dónde hay que llegar.
Puede
decirse que este Estado del Bienestar es el que desean los votantes,
pero la verdad es que éstos no tienen mucho donde elegir porque, a pesar
de que los resultados insatisfactorios del modelo fueron pronto
patentes, los políticos -sean socialistas sean conservadores- tienden
todos a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas, a fin de
ganar las elecciones que es lo que realmente importa a los políticos.
Si los ciudadanos han aceptado, implícitamente, el planteamiento del
Estado del Bienestar, ha sido bajo el engaño de hacerles creer que la
protección que les otorgaba era gratuita; siendo así que la pagamos
todos -unos más y otros menos- hasta que resulte imposible pagarla, cosa
que ya está sucediendo.
Desgraciadamente,
a pesar de la amarga experiencia del desempleo que se ha abatido sobre
Europa -y en especial sobre nuestro país- a consecuencia, sin duda,
del modelo socio-económico que late tras el Estado del Bienestar, la
realidad es que los políticos, presos ellos mismos del engaño en que han
hecho incurrir a sus electores, no se atreven a mentar nada que pueda
suponer un intento de cambio del sistema de protección social, a pesar
de que estén convencidos de que hay aspectos del mismo con imperiosa
necesidad de ser modificados. Y es que aun haciéndoles gracia de no
caer, en interés partidista, en el fomento del fraude y en la corrupción
del sistema, la tentación de utilizar los alegados beneficios de la
Seguridad Social con fines electorales es muy grande.
Pero
los hechos son tenaces y, si no se toman las necesarias medidas
correctoras, como están ya haciendo algunos países europeos, la quiebra
económica del Estado del Bienestar, sobre todo en lo que se refiere a
las pensiones, la sanidad y la protección del desempleo, es inexorable,
en un plazo más bien corto, ya que es imposible y, dentro del proyecto
de la Unión Europea todavía más, intentar cubrir el déficit que estas
prestaciones provocan, con más y más deuda; deuda, que a su vez, a causa
del peso de los intereses, es generadora de mayor déficit.
El
Estado del Bienestar, tal como se ha concebido y aplicado, ha sido y
sigue siendo perjudicial, pero no solamente por la quiebra económica a
que conduce. Con ser esto malo, a mi juicio no es lo peor. Lo peor del
Estado de Bienestar es el daño que ha hecho a la mentalidad de los
hombres de nuestro siglo. El Estado ciertamente debe proteger las
situaciones de indigencia y, en ejercicio de su función subsidiaria,
extenderla a los contados casos que la sociedad no puede atender. El
error del Estado del Bienestar es haber querido que esta protección se
universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin
necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que
dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz; en lugar de
ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de
seguridad, con cargo al Presupuesto y, lo que es peor, en detrimento de
las unidades productivas de riqueza que, de esta forma, se sienten
desincentivadas. En este sentido el nivel a que se ha llevado el Estado
del Bienestar ha traicionado incluso el pensamiento de Lord Beveridge,
tenido por el padre del Estado del Bienestar moderno, quien había
escrito: «el Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar
los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel
mínimo garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada
individuo para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia».
Lo
que, contrariamente, ha sucedido, es que nuestros contemporáneos,
acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades
básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a
la aventura, creadora de riqueza. Preso de una paralizante excesiva
seguridad, el hombre de hoy se desinteresa progresivamente de su
contribución al desarrollo de la sociedad, lo que conduce a
instituciones cada vez más ineficaces y anquilosadas. En esta situación,
lo único que subsiste es la ambición por el enriquecimiento rápido y
sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de
artes torcidas para lograrlo.
El
Estado del Bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios
objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los
que dice perseguir. El seguro de desempleo amplio y duradero, produce
más paro; la ayuda a los marginados produce más marginación; los
programas contra la pobreza producen más pobres; la protección a las
madres solteras y a las mujeres abandonadas, multiplica el número de
madres solteras y el número de hogares monoparentales... Los estatistas
dicen que, a pesar de todo, el Estado del Bienestar produce sociedades
socialmente más justas. Y pretenden probarlo, porque, haciendo un
empleo abusivo del concepto de «justicia», han convertido en «derechos»
a satisfacer en nombre de la «justicia social», lo que no eran más que
reivindicaciones propugnadas por determinados grupos políticos y
sindicales. Por eso, aunque, en España, desde 1970 el peso del gasto
social sobre el PIB se ha más que doblado, la gente no se siente
satisfecha y pide más y más amplias prestaciones, continuando la
escalada de presiones para convertir en derechos las pretensiones más
absurdas y abusivas, como es, por ejemplo, la demanda de hacerse
reembolsar los gastos de abortar, con lo cual, además de haber
legalizado el crimen, se pretende que el crimen en que el aborto
consiste sea pagado con el dinero de los contribuyentes, con total
vulneración de lo que debe entenderse por Estado de Derecho.
Los
defensores del Estado del Bienestar dicen, también, corrompiendo de
nuevo los conceptos, que, gracias a él, nuestras sociedades son más
solidarias, cuando, en realidad, la solidaridad organizada con cargo al
Presupuesto lo que hace es expulsar la virtud personal de la
solidaridad, con sacrificio personal, de la que la sociedad dio
abundantes pruebas antes de que el intervencionismo estatal justificara
la inhibición del individuo. Este es el daño moral hecho por el Estado
del Bienestar: la vinculación del individuo al Estado. Sus efectos
serán muy difíciles de desarraigar en unas generaciones crecidas al
amparo del Presupuesto. No sin razón se ha podido decir que el
ciudadano de nuestros días contempla la seguridad que el Estado del
Bienestar le proporciona como algo consustancial a su propia forma de
vida y a lo que difícilmente va a renunciar. Esto es lo malo.
LA SOCIEDAD DEL BIENESTAR
La
crítica económico-financiera y sobre todo moral que acabo de hacer al
Estado del Bienestar no significa, ni mucho menos, que tengamos que
renunciar a la búsqueda del bienestar social. Lo que significa, y con
ello entro en la tercera parte de mi intervención, es que hay que
buscarlo por otro camino y este camino no puede ser más que el de
devolver el protagonismo al individuo y a la sociedad, replegándose el
Estado al papel que le es propio. Yo no soy anarquista y, por lo tanto,
no pretendo elaborar un modelo de bienestar en el que el Estado esté
ausente. Creado por el hombre, para servirle a él y a la sociedad, que
es un producto espontáneo de la propia naturaleza humana, el Estado es
necesario. El Estado debe existir, acotado a los límites determinados
por los fines para los que primigeniamente fue concebido, es decir, para
servir, y no como ahora sucede, para ser idolatrado, sacrificando en
su honor a las personas y a sus bienes materiales y espirituales, entre
los cuales están la libertad y la dignidad humana, tantas veces
conculcadas por las concepciones estatistas.
El
Estado debe existir para servir a la sociedad, no al revés, definiendo
el marco legal dentro del cual los individuos, aisladamente o en
asociación con quien deseen, puedan perseguir libre y responsablemente
sus propios fines; y administrando justicia entre los ciudadanos, todos
iguales ante la ley, para dirimir los conflictos que en la persecución
de estos fines puedan presentarse. Descendiendo al campo concreto del
bienestar, que es el que esta mañana nos ocupa, el Estado, si se me
permite el juego de palabras, no debe, en principio, dar al hombre lo
que necesita para asegurarse el bienestar, sino darle la seguridad de
que por sí mismo puede ganarse el bienestar que necesita, espoleando en
él, con los adecuados incentivos, el ímpetu para abrirse camino en la
vida, es decir, fomentando la responsabilidad de forjar la propia
existencia, generando en el individuo la garra suficiente para afrontar
la lucha con vistas a la realidad presente y a las eventualidades del
futuro. O sea, propiciando todo lo que el Estado del Bienestar ha
destruido, pretendiendo dar a todos una excesiva y, por ello,
paralizante seguridad.
Todo
individuo, en orden a la satisfacción de sus necesidades económicas,
intenta maximizar la utilidad de su consumo a lo largo del tiempo,
mediante una adecuada combinación de gasto y ahorro. El hombre sabe que,
contando con sus solos medios, si desea disponer de recursos en el
futuro para atender a toda clase de necesidades, previsibles o no, ha de
sacrificar el consumo presente en aras de un ahorro que le asegure el
futuro. Esta convicción hace al hombre emprendedor y prudente, al mismo
tiempo. Emprendedor, para asumir aquellos riesgos razonables que
prometen mayores ingresos, y prudente, para apartar del consumo aquella
razonable parte de los ingresos destinados a la previsión del futuro.
Por esto el ahorro es una virtud.
Esta
situación, que es, a mi entender, la deseable, es la que se produce
cuando el Estado no lo impide. En ausencia del intervencionismo estatal,
la sociedad se vertebra y produce, por iniciativa individual, todas
aquellas instituciones de carácter privado necesarias para el logro de
los objetivos del bienestar. El primer resultado de este cambio de
enfoque es que los objetivos se lograrían mejor, es decir, más
eficientemente y a menor coste. Todo el mundo está convencido de que los
sistemas privados de prestaciones sociales son más eficaces y baratos
que los públicos. Incluso los que defienden la Seguridad Social
pública, lo hacen, no por razones económicas, sino por la necesidad
-dicen, erróneamente, desde luego- de primar la equidad sobre la
eficiencia, reconociendo, implícitamente, lo que hoy ya no se discute,
es decir, que la eficiencia está del lado privado. Es más, en el
supuesto de que el Estado quiera reservarse -en algunos casos
razonablemente, como veremos- el papel de financiador total o parcial
de las prestaciones sociales, su provisión puede y debe confiarse al
sector privado porque lo hará mejor y más barato.
Para
anticiparme a las críticas -que, sin haberse expresado, estoy ya
oyendo- a las críticas, digo, basadas en el presunto menosprecio del
sistema expuesto hacia aquellas personas que ni son capaces por sí
mismas de hacer frente a sus necesidades de bienestar presente y futuro,
ni disponen tampoco de los medios para acceder a las instituciones que
la sociedad civil promueve, me gustaría explicar con cierto detalle,
por vía de ejemplo, cómo funcionaría, cómo debería funcionar, sin
olvidar a los menos capaces, un sistema de bienestar social,
proporcionado por la libre iniciativa de la sociedad, en tres campos
tan sensibles y significativos como son la enseñanza, la asistencia
sanitaria y el sistema de pensiones, a fin de probar que el sistema
liberal que propugno ni es insensible ni inhumano.
Empezando
por la enseñanza, habría que privatizar todos los centros de
educación, primaria, secundaria, profesional y universitaria y, en los
casos en que no resulte, por el momento, posible, hay que desenchufar
los centros estatales de los presupuestos del Estado, dotándoles de
autonomía de gestión, así como suprimir todas las subvenciones a los
llamados centros concertados, de forma que unos y otros, con las tasas o
matrículas necesarias para cubrir sus respectivos costes, compitieran
en eficacia, calidad y precio, a fin de que los padres o los propios
alumnos pudieran elegir el Centro que más les convenza. De esta forma
se acabaría con la injusticia, la inmoralidad, de que el Estado imparta
educación gratuita o a un precio irrisorio, tanto al hijo del mayor
potentado como al hijo del obrero menos remunerado. Esta situación es
inmoral porque la diferencia entre, por ejemplo, las 70.000 pesetas de
la matrícula y las 500.000 pesetas, por lo menos, que es el coste real
de una plaza en una Facultad Universitaria, la pagan en sus impuestos
principalmente las clases medias, incluidas aquellas personas que no
utilizan los servicios educativos.
Naturalmente
que, para tranquilizar a los críticos, añadiré que, dejando aparte que
en el Estado liberal la gente dispondría de mayores rentas netas a
consecuencia de los menores impuestos que esta clase de Estado reclama,
el sistema que propugno no se opone a que el Estado, para que no se
pierda ninguna inteligencia por falta de medios económicos, facilite
bonos escolares a quienes lo necesiten, de acuerdo con su nivel de
renta, a fin de que cada uno aplique el bono, en pago total o parcial, a
la escuela, instituto o universidad libremente elegida y que, al no
ser subvencionada, ofrecería precios de matriculación de acuerdo con
sus propios costes reales y según la calidad de la enseñanza impartida.
Pienso que este esquema es más razonable que el actual y deja a salvo
la atención a los menos pudientes.
Aunque
el sistema descrito es sustancialmente aplicable a todas las otras
áreas del bienestar, pasemos a la asistencia sanitaria, donde para
mejorar una eficiencia que hoy está por los suelos, es indispensable,
también, aumentar la competencia entre todos los prestadores de
servicios para la salud, sean centros hospitalarios, sean oficinas de
farmacia, sean, en su caso, compañías aseguradoras del coste de estos
servicios, llegado el momento de su utilización por parte de los
usuarios finales. Veamos, brevemente y a título de ejemplo, lo que cabe
hacer con los actuales hospitales públicos. Estas instituciones pueden
ser vendidas o, en su caso, cedidas por el Estado a grupos privados,
quienes previo pago de un canon al Estado por dicha cesión, facturarían a
las Compañías Aseguradoras, o Mutuas, los gastos incurridos por sus
afiliados. Estas Compañías captarían sus clientes entre los que
quisieran «desengancharse» de la Seguridad Social dejando de cotizar la
parte correspondiente a sanidad. Naturalmente que para admitir la
deducción de cuotas habría que demostrar la existencia de póliza de
cobertura privada, ya que el Estado no puede permitir que, por falta de
la misma, recayera sobre él la subsidiaria función asistencial.
En
la línea de la protección a los que no dispongan de medios para
afiliarse a una Mutua, o hacerse su propio seguro de asistencia
sanitaria, el Estado, en su papel subsidiario,en el que según se ve no
ceso de insistir, proporcionaría, como en el caso de la enseñanza, bonos
sanitarios para ser gastados en el centro médico que cada uno
eligiera.
Pero
es en el campo de las pensiones de jubilación donde quizá mejor se ve
lo que estoy propugnando. El actual sistema español de pensiones,
público y de reparto, exige su reconversión para hacerlo privado y de
capitalización. Las razones de esta afirmación son obvias. El sistema
vigente es, en primer lugar, injusto porque la pensión del jubilado de
ayer la pagan los trabajadores de hoy, trasladándose así la carga hacia
las generaciones futuras que no saben si, cuando llegue la hora de su
jubilación, habrá alguien que pague sus pensiones. Porque el sistema,
además de injusto, es ineficiente; tiende a la quiebra. Cuando había
cuatro trabajadores por jubilado, el sistema sin dejar de ser injusto,
funcionaba; pero, a medida que la población envejece y el paro aumenta,
va disminuyendo la base en que se apoya el invento. Cuando se llegue,
ya estamos cerca, a que no haya ni un trabajador por jubilado, ¿cómo
vamos a pagar las pensiones? Por esto el sistema, más pronto o más
tarde, inexorablemente quebrará. Todos los estudios lo confirman y el
propio Pacto de Toledo, artimaña política para mantener el sistema
público y de reparto, lo reconoce cuando, para asegurar el pago de las
pensiones en el futuro, no encuentra otra solución, en forma más o
menos disimulada, que reducirlas.
Por
esto, aun aquellos que, en nombre de una mal entendida solidaridad, no
quieren reconocer la inmoralidad del sistema de reparto y la
ineficiencia de la gestión pública del mismo, no tienen más remedio que
aceptar que, finalmente habrá que cambiarlo, para pasar -gradualmente,
desde luego- a un sistema en el que cada uno se construya la pensión
que desee para el futuro con su propio ahorro de hoy, de acuerdo con su
propia función de utilidad. Yo ahorro ahora para tener más el día de
mañana. Si gasto más hoy, tendré menos mañana. Optar por una u otra
alternativa debe ser una libre decisión de cada cual. Cada cual debe
fabricarse la pensión, o el seguro de enfermedad, de que quiera
disponer. ¿Significa esto que el Estado no tiene nada que decir en este
asunto? Desde luego que no. El Estado tiene dos funciones a realizar:
la función reguladora y la función subsidiaria. En méritos a la
primera, el Estado debe obligar a todo el mundo a asegurarse una
pensión mínima que, en la mayoría de los casos, debe ser equivalente o
próxima al salario que se percibe. ¿Qué se necesita para esto?
¿Detraer, por ejemplo, un 10% del salario? Pues se detrae, con exención
fiscal desde luego. ¿Alguien quiere obtener una pensión más amplia y
quiere ahorrar, por ejemplo, un 20%? Ahorre un 20%, que también debería
estar exento de impuestos para estimular el ahorro, ya que el ahorro,
que se convertirá en inversión, es bueno para el país. Que cada uno
ahorre para su pensión lo que quiera, pero el Estado debe exigir el
mínimo, porque si alguien no se asegura, puede caer en la indigencia y
el Estado, en méritos de la otra función, que es la subsidiaria,
tendría que acudir en socorro de ese indigente, que ha llegado a serlo
porque ha querido, no porque no haya podido.
El
caso del que no ha cumplido con la obligación de asegurarse la pensión
mínima porque no ha podido, porque no ha tenido ingresos de donde
detraer el ahorro, es completamente distinto. En este caso, la
aplicación del principio de subsidiariedad entra de lleno. En este caso,
el Estado debe pasarle una pensión, que llamamos «asistencial» y que
se financia con cargo a los Presupuestos Generales; es decir con cargo a
los impuestos que pagan todos los contribuyentes y que, como ya he
señalado, serán impuestos muy reducidos, porque, en el modelo de Estado
mínimo que estoy defendiendo, el Estado necesita poco dinero. Pero las
pensiones que llamamos «contributivas» deben hacerse capitalizando cada
uno su propio ahorro, con un mínimo obligatorio y voluntariamente por
encima de dicho mínimo.
Ahora
bien; que el Estado obligue a todos los ciudadanos a constituirse una
pensión mínima no quiere decir que los fondos destinados a ello, así
como los destinados a capitalizar pensiones voluntarias de mayor
importe, tengan que ser administrados por el Estado. El Estado obliga
hasta un mínimo y estimula fiscalmente por encima del mínimo, pero este
ahorro forzoso o voluntario que cada uno realiza debe poder invertirlo
en la capitalizadora privada que prefiera de acuerdo con las
condiciones que le ofrezca, en régimen de competencia, que quiere decir
de eficiencia, con la ventaja añadida de que el ahorro administrado
por las capitalizadoras sirve para financiar, a través del mercado de
capitales, la economía privada creadora de riqueza y empleo.
De
esta forma, gracias a la mayor eficiencia del régimen de mercado, con
el mismo ahorro se obtendrían pensiones mayores de las que ahora
promete la Seguridad Social y, andando el tiempo, no podrá pagar,
porque, como los cálculos imparciales demuestran, el sistema quebrará.
Los políticos, del partido que sea, no quieren hablar de ello, porque
piensan que les quita votos, pero de hecho es imposible mantener
nuestro sistema público de pensiones.
CONCLUSIÓN
Preferir
al Estado del Bienestar la Sociedad del Bienestar que, desde luego
requiere la presencia del Estado, pero de un Estado mínimo, que cree el
marco regulador y ejerza simplemente la función subsidiaria, no impide
reconocer que, en las actuales circunstancias, es difícil que la
sociedad civil asuma el papel que le corresponde. No porque
intrínsecamente carezca de capacidades para ello, sino porque, tras
décadas de intervencionismo estatal, estas capacidades han sido
adormecidas. Pero precisamente porque, adormecidas, siguen latentes, no
es imposible despertarlas, regenerarlas y vertebrarlas para que
produzcan con toda pujanza los frutos deseables.
Es
cierto que, al día de hoy, la virtud moral de la solidaridad, que
supone sacrificio y esfuerzo personal, aparece dañada por los efectos
deletéreos de la solidaridad organizada por el Estado, con cargo al
presupuesto, porque las conciencias se sienten tranquilizadas, ya que
-piensan los ciudadanos- para ocuparse de los otros ya está el Estado,
que para esto nos quita el dinero con los impuestos. Pero, a pesar de
ello, todos podemos observar la presencia y hasta el auge de tantas
organizaciones no gubernamentales, que es un nombre moderno para
designar el antiguo y permanente fenómeno del voluntariado social. No es
que yo pretenda que el bienestar de los incapaces de procurárselo por
ellos mismos haya que esperarlo exclusivamente de la benevolencia o la
beneficencia de los que tienen más recursos; ya he dicho
insistentemente que esta función ha de ser asumida por el Estado, en el
ejercicio de su papel subsidiario. Si he querido referirme al fenómeno
del altruismo que, sin duda, existe en nuestra sociedad a pesar de
que, en su conjunto, aparezca como tan egoístamente hedonista, ha sido
para hacer caer en la cuenta del potencial de la sociedad para,
acertadamente estimulada, desarrollar todo el poder creador inserto en
la propia libertad del hombre. Y es este potencial el que debe crear
las instituciones civiles que, reemplazando al Estado en el papel que
errónea e ineficazmente tiene asumido, sirvan para lograr, en interés
propio que no es sinónimo de egoísmo, el deseable bienestar de los
promotores, sabiendo que, aun sin proponérselo, lograrán también el
bienestar de los demás.
Para
este despertar de la sociedad frente al Estado, para este rearme de
las instituciones civiles es necesario insistir, en toda ocasión, como
incansablemente hace la Fundación Independiente, entre otras entidades,
en la inexcusable recuperación de los valores morales individuales y
de la convivencia, así como en la responsabilidad que alcanza a todos
aquellos que con sus palabras y su ejemplo pueden ayudar a la
revitalización de las estructuras espontáneas capaces de evolucionar,
prescindiendo de la no deseable actuación gubernamental, los grandes y
pequeños problemas del cotidiano vivir, a fin de alcanzar aquel nivel de
bienestar que, como decía al empezar, es necesario para que el hombre
pueda atender, sin agobios materiales, al cultivo de los valores
superiores del espíritu que, como ser racional y libre, de naturaleza
trascendente, le son exclusivamente propios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario