27 diciembre, 2011

Es el momento de otra revolución

Por Frank Chodorov. 
Todo empezó, como sabéis, con la Declaración de Independencia. Los americanos presentaron su alegato, tanto los problemas que les imponía la corona británica como el tipo de gobierno que consideraban apropiado bajo el que vivir.
La acusación fue rechazada y el asunto se resolvió batallando. El dios de la guerra se decidió en favor de los americanos, en lo que respecta a la eliminación del severo gobierno, pero el establecimiento de un gobierno a gusto de los vencedores quedó a su disposición. Nadie pudo ayudarles.
Ni siquiera la historia pudo hacer una sugerencia, pues nunca había habido una clase política construida u operando bajo los principios incluidos en la Declaración. Además, estos principios eran bastante metafísicos, completamente fuera del ámbito de la experiencia. Eran: (1) que todos los hombres fueron creados iguales y (2) que todos los hombres disfrutan de derechos inalienables. Cuando lo piensas, los dos conceptos metafísicos son realmente uno. Pues el postulado de la igualdad no se aplica a las capacidades o atributos humanos, que son bastante desiguales y muy alejados del ámbito del gobierno, sino al disfrute de derechos o prerrogativas.

En ese respecto, mantenían que todos los hombres deberían ser considerados como iguales. Era una base de gobierno completamente nueva. En toda la ciencia política hasta entonces conocida había sido un axioma que los derechos eran privilegios otorgados a los súbditos del poder soberano, por lo que no había nada positivo en ellos. Un nuevo rey o parlamento podían derogar los derechos existentes o extenderlos a otros grupos o establecer nuevos favoritos.
Sin embargo los estadounidenses insistieron en que en la naturaleza de las cosas todos los derechos son inherentes al individuo por virtud de su existencia y que se instituye el gobierno solo para impedir que un ciudadano viole los derechos de otro. El poder soberano, dicen, reside en el individuo: el gobierno es solo un agente de su voluntad. Si no cumple con sus deberes apropiadamente o si presume que él mismo invade sus derechos, entonces lo moral es destituirlo.
Pero el gobierno no es una abstracción: consiste en personas y la inclinación de todas las personas es mejorar sus circunstancias con las habilidades y capacidades que posean y por las oportunidades que se les presenten. El poder puesto en las manos de esta agencia (de aplicar por fuerza el cumplimiento de una igualdad de derechos) es en sí mismo una tentación de la que solo están libres los santos.
Por tanto los Padres Fundadores afrontaban una difícil contradicción: siendo los hombres como son, es necesario un gobierno y siendo el gobierno como es, debe protegerse a los hombres de éste. Su remedio fue la Constitución. Materializara o no el posterior gobierno la metafísica de la Declaración, la Constitución era, en todo caso, un patrón concreto y cuando se ratificó y puso en práctica, se convirtió en el producto final de la revolución.
Es verdad que la Constitución limaba la doctrina de los derechos naturales. Debemos recordar que era, después de todo, un instrumento político inventado por hombres. Solo en su preámbulo este instrumento sirve a la moralidad; sus partes en vigor debían ajustarse a los intereses de los grupos dominantes en la sociedad y por tanto debía haber un compromiso y para llegar al compromiso la moralidad debía rebajarse. La Constitución no fue una excepción. La supuesta igualdad de derechos estaba claramente en oposición con el rentable mercado de esclavos, los dueños de grandes propiedades inmobiliarias se preguntaban cómo podría afectar a sus negocios; mercaderes y fabricantes la consideraban peligrosa para su postura. La Constitución por tanto se redactó de forma que no podía emplearse para cambiar el estatus.
Hubo muchos estadounidenses que creyeron que el beneficio de la revolución se liquidaba con la Constitución y debido a su insistencia se incluyó la Declaración de Derechos.

La lucha social básica

Los Padres Fundadores la forjaron bien. Dejando aparte lo que pudo haber sido, la Constitución si rendía homenaje a la doctrina de los derechos naturales. Lo hacía por el sencillo método de poner restricciones y limitaciones a los poderes del gobierno. Sabemos por sus declaraciones publicadas que lo que buscaban los Padres Fundadores era impedir que los despreciados “demócratas”, si llagaban al poder, la utilizaran para el expolio. Eran bastante francos acerca de ello y poco más puede decirse a favor de su tesis. En años recientes, los “matones” a los que temían han llegado realmente al poder y el resultado parece apoyar la opinión de Madison, Adams y Hamilton.
Pero independientemente de sus argumentos y propósitos, las trabas constitucionales en realidad no protegieron al pueblo para que disfrutara de sus queridos derechos, aunque tal vez fuera inadvertidamente.
De esto podemos aprender una lección poco considerada en la ciencia social, que es que la lucha real que perturba disfrutar de la vida no es entre clases económicas sino entre la Sociedad como un todo y el poder político que se impone a sí mismo en la Sociedad. La teoría de la lucha de clases es un callejón sin salida. Es verdad que la gente con intereses económicos similares se agrupará para aprovecharse de otros. Pero dentro de estas clases hay tanta rivalidad como la hay entre las clases.
Sin embargo, cuando examinamos las ventajas que obtiene una clase sobre otra descubrimos que la base de ellas es el poder político. Es imposible que una persona explote a otra sin la ayuda del derecho y de la fuerza para respaldar a la ley. Examinemos cualquier monopolio y veremos que se basa en el Estado. Así que las injusticias económicas y sociales de las que nos quejamos no se deben a las desigualdades económicas, sino a los medios políticos que producen estas desigualdades.
Para que haya paz en el orden social no lo lograremos acentuando una lucha de clases, sino restringiendo la causa básica de ésta, que es el poder político. Para conseguir una condición de iguales derechos, que es una condición de la justicia, las manos del político deben estar tan atadas que no pueda extender sus actividades más allá de la simple tarea de proteger la vida y la propiedad, su única competencia.
Por tanto, en la medida en que los Padres Fundadores delimitaron el poder del nuevo gobierno (mediante el sistema de contrapesos y equilibrios), en esa misma medida rindieron un inestimable servicio social. Y en esa medida aseguraron la victoria de la revolución.
Durante aproximadamente un siglo y medio, el ciudadano estadounidense disfrutó, principalmente, de tres inmunidades frente al Estado: respecto de su propiedad, respecto de su persona, respecto de su pensamiento y expresión. La presión sobre él fue constante, pues en la búsqueda de poder el Estado es incansable, pero los diques de la Constitución se mantuvieron firmes y lo mismo pasó con las inmunidades. Solo en nuestros tiempos abrió efectivamente el Estado una brecha vital en la Constitución y de golpe el estadounidense, sin que importe su clasificación, se vio reducido al estado de súbdito, como lo estaba antes de 1776. Su ciudadanía se marchitó cuando la Decimosexta Enmienda reemplazó a la Declaración de Independencia.
El impuesto de la renta destruye completamente la inmunidad de la propiedad. Declara lisa y llanamente un derecho prioritario del Estado sobre todas las cosas producidas. Lo que permite retener al individuo es una concesión de conveniencia, no un derecho en modo alguno, pues el Estado retiene la libertad de establecer tarifas y fijar exenciones de un años para otro como le dicte su conveniencia. Así que se viola el sagrado derecho de propiedad privada y el hecho de que se haga pro forma no hace a la violación menos real que cuando lo hace arbitrariamente un autócrata. Los espacios que rellenamos tan diligentemente simplemente acentúan nuestra degradación al estado de súbditos.
A la demagogia le encanta destacar una distinción entre derechos humanos y derecho de propiedad. La distinción no tiene validez y solo sirven para fomentar la envidia. El derecho a poseer es el distintivo del hombre libre. El esclavo es un esclavo porque se la deniega ese derecho. Y como el hombre libre tiene garantizada la posesión y disfrute de lo que produce y el esclavo no, el estímulo a la producción está en uno y no en el otro. Los hombres producen para satisfacer sus deseos y si sus retribuciones disminuyen dejan de producir más allá del punto límite; por otro lado, el único límite a sus aspiraciones es la libertad de disfrutar de los frutos de sus trabajos.
Este hecho, profundamente enraizado en la naturaleza del hombre, supone el progreso de la civilización cuando y donde se reconoce el derecho de propiedad y el retroceso que se sigue de su denegación. El derecho de propiedad y los derechos humanos son más que complementarios: son idénticos.
El impuesto de la renta hace más que derogar la inmunidad de la propiedad. Da al Estado los medios para atacar efectivamente las inmunidades de pensamiento y persona, transfiere al Estado esa soberanía que, según la teoría estadounidense, está alojada en el individuo. En el análisis final, la soberanía es un asunto de dólares. Cuantos más dólares, más soberanía. El individuo ya no es soberano cuando su forma de vida depende de una voluntad superior, cuando esa voluntad se convierte en dominante por la fuerza económica que hay tras ella.
Los edictos del Estado no se aplican por sí mismos, ya que les falta el apoyo voluntario de la opinión pública y por lo tanto solo son tan efectivos como el tamaño que tenga la fuerza policial; pero la fuerza policial debe pagarse y como los pagos deben provenir de la propiedad de aquéllos sobre los que recaen los edictos, no hay manera de que se sostengan. Sin un FBI, sería imposible un servicio militar obligatorio (que viola la inmunidad de la persona); fracasó durante la Guerra de Secesión sencillamente porque Lincoln no tenía los fondos para respaldar una agencia como ésa. La Ley de Espionaje (que viola la libertad de pensamiento) no habría sido más que un pedazo de papel si no fuera por los matones contratados por el Estado para aplicarla.

Sobornando a la Constitución

Además, la riqueza adquirida por el Estado a costa de los productores le permitía comprar su vía hacia la soberanía. Los Padres Fundadores pusieron controles al poder central delimitando claramente su ámbito, especificando que todas las demás prerrogativas, con o sin nombre, debían residir en las comunidades autónomas que lo componen. Sabían por experiencia lo que podía hacer a la humanidad una autoridad lejana y autosuficiente y buscaban evitar ese peligro haciendo del gobierno local el receptor de todo el poder no especificado, no porque el político local sea diferente en tipo del político nacional, sino porque su proximidad al pueblo le hace más sensible a su voluntad.
Sin embargo, con la llegada del impuesto de la renta, esta salvaguarda perdió todo significado, pues desde entonces el político local tuvo cada vez menos obligaciones para con sus electores; por otro lado, se vieron obligados a obedecer por su capacidad entregar gratificaciones derivadas de concesiones federales, para las cuales no tuvieron más que entregar la dignidad que les otorgaba la Constitución. Su preferencia política ahora es en buena parte cosa de dispensar patrocinio federal. El estadounidense ya no considera a su gobierno local como nada más que una agencia del Estado.
Así, la federación original (la Unión) se han visto reemplazada de hecho por un poder centralizado único y el ciudadano de la comunidad se ha convertido en un súbdito de ese poder. Solo el impuesto de la renta hizo esto posible e inevitable.
La transmutación de la Constitución por soborno también se ha visto afectada mediante canales privados. El impuesto de la renta ha hecho del Estado el mayor comprador del país y, como “el cliente siempre tiene razón”, es impensable que los receptores de su patrocinio se opongan al Estado en ningún asunto importante para sus fines. Las subvenciones a la agricultura, la educación y la prensa se han visto complementados con gratificaciones a diversos grupos de presión, facilitando así el cambio de la soberanía del individuo al Estado. Para culminar todo esto, el capital absorbido por el Estado, a través del impuesto de la renta, lo ha dedicado a negocios a lo grande, de tal manera que es ahora el primer empresario de la nación; la lealtad a un jefe de ese potencial crea un tipo especial de libertad de conciencia.

Perder la voluntad de libertad

Nuestros antecesores no desconocían la relación inversa entre impuestos y libertad. Su experiencia con la corona británica seguía fresca cuando los Padres Fundadores redactaron la Constitución y revisaron sus provisiones fiscales con extremo cuidado. Acerca del poder fiscal en general concedía a la autoridad federal el derecho a recaudar sobre las importaciones. Hamilton sabía que esto difícilmente generaría lo suficiente como para apoyar el establecimiento contemplado y solicitado con gran perspicacia de recaudar impuestos internos al consumo. Su argumentación prevaleció, pero solo porque, como apuntaba, sin estos ingresos el gobierno se habría visto obligado a pedir algo impensable: un impuesto sobre las tierras o sobre las rentas.
Y hasta 1913, el establishment tuvo que arreglárselas como mejor pudo con lo que recogía de los aranceles de aduanas y unos pocos impuestos al consumo. Así se contenía su soberanía.
En 1913 se invirtió la relación entre el Estado y la Sociedad. Áreas que hasta entonces se habían considerado dentro del dominio privado, terreno sagrado por decirlo así, fueron entonces invadidas por el Estado arrogante y enriquecido y en treinta años el individuo se vio acorralado en un rincón tan pequeño que incluso a su alma le faltaba espacio vital. Su caso era mucho peor de lo que lo era en 1776: a cambio de un impuesto de la renta, el rey Jorge III habría concedido todos los puntos que le presentaron los colonos y e incluso podía haber hecho penitencia por sus pecados. Pero el carácter de aquellos americanos fue tal que le desafiaron porque quiso poner un miserable impuesto sobre el té. Lo que ganaron en Yorktown lo perdió su descendencia ciento treinta años después.
Si la disposición de la actual generación de estadounidenses fuera comparable a la de sus antecesores, habría que hacer una nueva revolución para recuperar los beneficios de la primera. Hay hoy mucha más justificación de la que había en 1776. Pero el pueblo no hace lo que dicta la razón: hace lo que su disposición les impele a hacer. Y la disposición estadounidense en la década de 1950 es fláccidamente plácida, obsequiosa y completamente sin sentido de la libertad: se ha moldeado en tal condición por culpa de la Decimosexta Enmienda. Somos americanos geográficamente, no en tradición. En estas circunstancias, una vuelta a las inmunidades constitucionales debe esperar un milagro.

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