Por Frank Chodorov.
Todo
empezó, como sabéis, con la Declaración de Independencia. Los americanos
presentaron su alegato, tanto los problemas que les imponía la corona británica
como el tipo de gobierno que consideraban apropiado bajo el que vivir.
La
acusación fue rechazada y el asunto se resolvió batallando. El dios de la
guerra se decidió en favor de los americanos, en lo que respecta a la
eliminación del severo gobierno, pero el establecimiento de un gobierno a gusto
de los vencedores quedó a su disposición. Nadie pudo ayudarles.
Ni
siquiera la historia pudo hacer una sugerencia, pues nunca había habido una
clase política construida u operando bajo los principios incluidos en la
Declaración. Además, estos principios eran bastante metafísicos, completamente
fuera del ámbito de la experiencia. Eran: (1) que todos los hombres fueron
creados iguales y (2) que todos los hombres disfrutan de derechos inalienables.
Cuando lo piensas, los dos conceptos metafísicos son realmente uno. Pues el
postulado de la igualdad no se aplica a las capacidades o atributos humanos,
que son bastante desiguales y muy alejados del ámbito del gobierno, sino al
disfrute de derechos o prerrogativas.
En ese
respecto, mantenían que todos los hombres deberían ser considerados como
iguales. Era una base de gobierno completamente nueva. En toda la ciencia
política hasta entonces conocida había sido un axioma que los derechos eran
privilegios otorgados a los súbditos del poder soberano, por lo que no había
nada positivo en ellos. Un nuevo rey o parlamento podían derogar los derechos
existentes o extenderlos a otros grupos o establecer nuevos favoritos.
Sin
embargo los estadounidenses insistieron en que en la naturaleza de las cosas
todos los derechos son inherentes al individuo por virtud de su existencia y
que se instituye el gobierno solo para impedir que un ciudadano viole los
derechos de otro. El poder soberano, dicen, reside en el individuo: el gobierno
es solo un agente de su voluntad. Si no cumple con sus deberes apropiadamente o
si presume que él mismo invade sus derechos, entonces lo moral es destituirlo.
Pero el
gobierno no es una abstracción: consiste en personas y la inclinación de todas
las personas es mejorar sus circunstancias con las habilidades y capacidades
que posean y por las oportunidades que se les presenten. El poder puesto en las
manos de esta agencia (de aplicar por fuerza el cumplimiento de una igualdad de
derechos) es en sí mismo una tentación de la que solo están libres los santos.
Por tanto
los Padres Fundadores afrontaban una difícil contradicción: siendo los hombres
como son, es necesario un gobierno y siendo el gobierno como es, debe
protegerse a los hombres de éste. Su remedio fue la Constitución. Materializara
o no el posterior gobierno la metafísica de la Declaración, la Constitución
era, en todo caso, un patrón concreto y cuando se ratificó y puso en práctica,
se convirtió en el producto final de la revolución.
Es verdad
que la Constitución limaba la doctrina de los derechos naturales. Debemos
recordar que era, después de todo, un instrumento político inventado por
hombres. Solo en su preámbulo este instrumento sirve a la moralidad; sus partes
en vigor debían ajustarse a los intereses de los grupos dominantes en la sociedad
y por tanto debía haber un compromiso y para llegar al compromiso la moralidad
debía rebajarse. La Constitución no fue una excepción. La supuesta igualdad de
derechos estaba claramente en oposición con el rentable mercado de esclavos,
los dueños de grandes propiedades inmobiliarias se preguntaban cómo podría
afectar a sus negocios; mercaderes y fabricantes la consideraban peligrosa para
su postura. La Constitución por tanto se redactó de forma que no podía
emplearse para cambiar el estatus.
Hubo
muchos estadounidenses que creyeron que el beneficio de la revolución se
liquidaba con la Constitución y debido a su insistencia se incluyó la
Declaración de Derechos.
La lucha social básica
Los
Padres Fundadores la forjaron bien. Dejando aparte lo que pudo haber sido, la
Constitución si rendía homenaje a la doctrina de los derechos naturales. Lo
hacía por el sencillo método de poner restricciones y limitaciones a los
poderes del gobierno. Sabemos por sus declaraciones publicadas que lo que
buscaban los Padres Fundadores era impedir que los despreciados “demócratas”,
si llagaban al poder, la utilizaran para el expolio. Eran bastante francos
acerca de ello y poco más puede decirse a favor de su tesis. En años recientes,
los “matones” a los que temían han llegado realmente al poder y el resultado
parece apoyar la opinión de Madison, Adams y Hamilton.
Pero
independientemente de sus argumentos y propósitos, las trabas constitucionales
en realidad no protegieron al pueblo para que disfrutara de sus queridos
derechos, aunque tal vez fuera inadvertidamente.
De esto
podemos aprender una lección poco considerada en la ciencia social, que es que
la lucha real que perturba disfrutar de la vida no es entre clases económicas
sino entre la Sociedad como un todo y el poder político que se impone a sí
mismo en la Sociedad. La teoría de la lucha de clases es un callejón sin
salida. Es verdad que la gente con intereses económicos similares se agrupará
para aprovecharse de otros. Pero dentro de estas clases hay tanta rivalidad
como la hay entre las clases.
Sin
embargo, cuando examinamos las ventajas que obtiene una clase sobre otra
descubrimos que la base de ellas es el poder político. Es imposible que una
persona explote a otra sin la ayuda del derecho y de la fuerza para respaldar a
la ley. Examinemos cualquier monopolio y veremos que se basa en el Estado. Así
que las injusticias económicas y sociales de las que nos quejamos no se deben a
las desigualdades económicas, sino a los medios políticos que producen estas
desigualdades.
Para que haya
paz en el orden social no lo lograremos acentuando una lucha de clases, sino
restringiendo la causa básica de ésta, que es el poder político. Para conseguir
una condición de iguales derechos, que es una condición de la justicia, las
manos del político deben estar tan atadas que no pueda extender sus actividades
más allá de la simple tarea de proteger la vida y la propiedad, su única
competencia.
Por
tanto, en la medida en que los Padres Fundadores delimitaron el poder del nuevo
gobierno (mediante el sistema de contrapesos y equilibrios), en esa misma
medida rindieron un inestimable servicio social. Y en esa medida aseguraron la
victoria de la revolución.
Durante
aproximadamente un siglo y medio, el ciudadano estadounidense disfrutó,
principalmente, de tres inmunidades frente al Estado: respecto de su propiedad,
respecto de su persona, respecto de su pensamiento y expresión. La presión
sobre él fue constante, pues en la búsqueda de poder el Estado es incansable,
pero los diques de la Constitución se mantuvieron firmes y lo mismo pasó con
las inmunidades. Solo en nuestros tiempos abrió efectivamente el Estado una
brecha vital en la Constitución y de golpe el estadounidense, sin que importe
su clasificación, se vio reducido al estado de súbdito, como lo estaba antes de
1776. Su ciudadanía se marchitó cuando la Decimosexta Enmienda reemplazó a la
Declaración de Independencia.
El
impuesto de la renta destruye completamente la inmunidad de la propiedad.
Declara lisa y llanamente un derecho prioritario del Estado sobre todas las
cosas producidas. Lo que permite retener al individuo es una concesión de
conveniencia, no un derecho en modo alguno, pues el Estado retiene la libertad
de establecer tarifas y fijar exenciones de un años para otro como le dicte su
conveniencia. Así que se viola el sagrado derecho de propiedad privada y el
hecho de que se haga pro forma no hace a la violación menos real que cuando lo
hace arbitrariamente un autócrata. Los espacios que rellenamos tan
diligentemente simplemente acentúan nuestra degradación al estado de súbditos.
A la
demagogia le encanta destacar una distinción entre derechos humanos y derecho
de propiedad. La distinción no tiene validez y solo sirven para fomentar la
envidia. El derecho a poseer es el distintivo del hombre libre. El esclavo es
un esclavo porque se la deniega ese derecho. Y como el hombre libre tiene
garantizada la posesión y disfrute de lo que produce y el esclavo no, el
estímulo a la producción está en uno y no en el otro. Los hombres producen para
satisfacer sus deseos y si sus retribuciones disminuyen dejan de producir más
allá del punto límite; por otro lado, el único límite a sus aspiraciones es la
libertad de disfrutar de los frutos de sus trabajos.
Este
hecho, profundamente enraizado en la naturaleza del hombre, supone el progreso
de la civilización cuando y donde se reconoce el derecho de propiedad y el
retroceso que se sigue de su denegación. El derecho de propiedad y los derechos
humanos son más que complementarios: son idénticos.
El
impuesto de la renta hace más que derogar la inmunidad de la propiedad. Da al
Estado los medios para atacar efectivamente las inmunidades de pensamiento y
persona, transfiere al Estado esa soberanía que, según la teoría
estadounidense, está alojada en el individuo. En el análisis final, la
soberanía es un asunto de dólares. Cuantos más dólares, más soberanía. El
individuo ya no es soberano cuando su forma de vida depende de una voluntad
superior, cuando esa voluntad se convierte en dominante por la fuerza económica
que hay tras ella.
Los
edictos del Estado no se aplican por sí mismos, ya que les falta el apoyo
voluntario de la opinión pública y por lo tanto solo son tan efectivos como el
tamaño que tenga la fuerza policial; pero la fuerza policial debe pagarse y
como los pagos deben provenir de la propiedad de aquéllos sobre los que recaen
los edictos, no hay manera de que se sostengan. Sin un FBI, sería imposible un
servicio militar obligatorio (que viola la inmunidad de la persona); fracasó
durante la Guerra de Secesión sencillamente porque Lincoln no tenía los fondos
para respaldar una agencia como ésa. La Ley de Espionaje (que viola la libertad
de pensamiento) no habría sido más que un pedazo de papel si no fuera por los
matones contratados por el Estado para aplicarla.
Sobornando a la Constitución
Además,
la riqueza adquirida por el Estado a costa de los productores le permitía
comprar su vía hacia la soberanía. Los Padres Fundadores pusieron controles al
poder central delimitando claramente su ámbito, especificando que todas las
demás prerrogativas, con o sin nombre, debían residir en las comunidades
autónomas que lo componen. Sabían por experiencia lo que podía hacer a la
humanidad una autoridad lejana y autosuficiente y buscaban evitar ese peligro
haciendo del gobierno local el receptor de todo el poder no especificado, no
porque el político local sea diferente en tipo del político nacional, sino
porque su proximidad al pueblo le hace más sensible a su voluntad.
Sin
embargo, con la llegada del impuesto de la renta, esta salvaguarda perdió todo
significado, pues desde entonces el político local tuvo cada vez menos
obligaciones para con sus electores; por otro lado, se vieron obligados a
obedecer por su capacidad entregar gratificaciones derivadas de concesiones
federales, para las cuales no tuvieron más que entregar la dignidad que les
otorgaba la Constitución. Su preferencia política ahora es en buena parte cosa
de dispensar patrocinio federal. El estadounidense ya no considera a su
gobierno local como nada más que una agencia del Estado.
Así, la
federación original (la Unión) se han visto reemplazada de hecho por un poder
centralizado único y el ciudadano de la comunidad se ha convertido en un
súbdito de ese poder. Solo el impuesto de la renta hizo esto posible e
inevitable.
La
transmutación de la Constitución por soborno también se ha visto afectada
mediante canales privados. El impuesto de la renta ha hecho del Estado el mayor
comprador del país y, como “el cliente siempre tiene razón”, es impensable que
los receptores de su patrocinio se opongan al Estado en ningún asunto
importante para sus fines. Las subvenciones a la agricultura, la educación y la
prensa se han visto complementados con gratificaciones a diversos grupos de
presión, facilitando así el cambio de la soberanía del individuo al Estado.
Para culminar todo esto, el capital absorbido por el Estado, a través del
impuesto de la renta, lo ha dedicado a negocios a lo grande, de tal manera que
es ahora el primer empresario de la nación; la lealtad a un jefe de ese potencial
crea un tipo especial de libertad de conciencia.
Perder la voluntad de libertad
Nuestros
antecesores no desconocían la relación inversa entre impuestos y libertad. Su
experiencia con la corona británica seguía fresca cuando los Padres Fundadores
redactaron la Constitución y revisaron sus provisiones fiscales con extremo
cuidado. Acerca del poder fiscal en general concedía a la autoridad federal el
derecho a recaudar sobre las importaciones. Hamilton sabía que esto
difícilmente generaría lo suficiente como para apoyar el establecimiento
contemplado y solicitado con gran perspicacia de recaudar impuestos internos al
consumo. Su argumentación prevaleció, pero solo porque, como apuntaba, sin
estos ingresos el gobierno se habría visto obligado a pedir algo impensable: un
impuesto sobre las tierras o sobre las rentas.
Y hasta
1913, el establishment tuvo que arreglárselas como mejor pudo con lo que
recogía de los aranceles de aduanas y unos pocos impuestos al consumo. Así se
contenía su soberanía.
En 1913
se invirtió la relación entre el Estado y la Sociedad. Áreas que hasta entonces
se habían considerado dentro del dominio privado, terreno sagrado por decirlo
así, fueron entonces invadidas por el Estado arrogante y enriquecido y en
treinta años el individuo se vio acorralado en un rincón tan pequeño que
incluso a su alma le faltaba espacio vital. Su caso era mucho peor de lo que lo
era en 1776: a cambio de un impuesto de la renta, el rey Jorge III habría
concedido todos los puntos que le presentaron los colonos y e incluso podía
haber hecho penitencia por sus pecados. Pero el carácter de aquellos americanos
fue tal que le desafiaron porque quiso poner un miserable impuesto sobre el té.
Lo que ganaron en Yorktown lo perdió su descendencia ciento treinta años después.
Si la
disposición de la actual generación de estadounidenses fuera comparable a la de
sus antecesores, habría que hacer una nueva revolución para recuperar los
beneficios de la primera. Hay hoy mucha más justificación de la que había en
1776. Pero el pueblo no hace lo que dicta la razón: hace lo que su disposición
les impele a hacer. Y la disposición estadounidense en la década de 1950 es
fláccidamente plácida, obsequiosa y completamente sin sentido de la libertad:
se ha moldeado en tal condición por culpa de la Decimosexta Enmienda. Somos
americanos geográficamente, no en tradición. En estas circunstancias, una
vuelta a las inmunidades constitucionales debe esperar un milagro.
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