Con la modificación de la convocatoria para el registro de las precandidaturas presidenciales y la imposición centralista de un convenio de coalición a todas luces excesivo a favor de los partidos Verde y Nueva Alianza, la dirigencia del PRI mostró un talante soberbio y autoritario. Las reacciones en el interior del partido —algunas soterradas, otras manifiestas— colocaron en la mira a quien ya para entonces era insostenible, Humberto Moreira. Fue su último suspiro, consciente o inconscientemente con aliento de sacrificio: cargados los costos de esas dos rudas y oscuras operaciones al insalvable déficit de su imagen, tan grande y vergonzoso como la deuda de Coahuila, recibió la señal irrefutable de su salida e imprescindible relevo.
Si alguien creía que, además de su popular imagen, Enrique Peña Nieto no contaba con otras cualidades políticas, el tino de sus decisiones más delicadas y la habilidad para ejecutarlas demuestran lo contrario. Si con la candidatura de Eruviel Ávila ya había demostrado objetividad y pertinencia, con el procesamiento del relevo de Moreira deja claro que, por encima de los operadores puros y duros de su entorno más cercano, escucha, valora y atiende las voces más experimentadas e inteligentes de su grupo político.
Del caso Moreira, una bola caliente entre las manos, hizo una carambola de tres bandas, pensada y ejecutada con agudeza y destreza. En primer lugar, pavimentó el camino hacia la candidatura única y consolidó los acuerdos de la coalición, sin asumir directamente los costos de esas operaciones. En segundo lugar, arrojó por la borda el lastre de la nave antes del arribo a las aguas turbulentas de la contienda electoral. Y, en tercer lugar, lo más importante, trazó la ruta de la concordia con segmentos y actores de su partido que no sólo requiere para preservar la unidad, sino sobre todo para mostrar fortaleza en el terreno de las ideas, la capacidad de diálogo y las reservas éticas de su proyecto. A menos de siete meses de la elección, el precandidato único del PRI mantiene la brújula y la cabeza fría.
La inminente llegada de Pedro Joaquín Coldwell a la presidencia del PRI es un gran salto cualitativo, pues representa al priismo ilustrado y progresista, con principios éticos y sustancia ideológica, social y políticamente sensible. Y representa también la concreción de acuerdos entre Peña y Beltrones, con lo que cada uno significa y suma para encarar la contienda electoral y, en caso de ganar, construir un proyecto de cambio creíble y factible. El acierto en el relevo no es, electoralmente, una buena noticia para el PAN y el PRD. Pero sí lo es para el país, porque al margen de las preferencias partidistas, México necesita políticos de calidad acreditada como Pedro Joaquín Coldwell.
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