El nuevo presidente no la tendrá fácil en España
Las recientes elecciones de España
produjeron uno de los resultados más desproporcionados desde el retorno
de la democracia en 1975.
Con una mayoría parlamentaria de 186
escaños y más del 44% de los votos, el conservador Partido Popular logró
su mejor desempeño, mientras que los socialistas gobernantes sufrieron
su peor derrota. Si el presidente entrante Mariano Rajoy no salva a su
país de la catástrofe económica, no será por carecer de apoyo político.
De todos los países con problemas en
Europa, España es el más importante. Dado sus tamaños relativamente
pequeños, Grecia, Irlanda y Portugal—los países que ya fueron
temporalmente “rescatados” por la Unión Europea—no representan el
corazón de la eurozona. E Italia, cuyas tribulaciones son comparables a
los de España, tiene un largo historial de meterse en problemas y salir
del paso. Así que las dificultades de Italia no resultan extrañas.
Pero se suponía que España era
diferente. España era el gran éxito de la Europa moderna, una nación que
saltó del aislamiento político, el atraso económico y la represión
social a la modernidad. Su difícil situación actual, por lo tanto, es
más consecuente.
Los problemas de España, francamente,
deberían haber sido anticipados. En algún momento durante ese espléndido
salto hacia adelante, muchos españoles perdieron la conexión entre el
esfuerzo y la recompensa. Olvidaron que trabajar, ahorrar e invertir en
activos reales es el camino hacia el éxito. Decidieron cosechar los
frutos sin renovar el esfuerzo, sin percatarse de que tarde o temprano
la prosperidad se detendría.
Una burbuja inmobiliaria, que afectó a
España peor que a cualquier otro país, fue el punto de inflexión.
Agravando el problema estaban su oneroso Estado de Bienestar, las
rígidas normas laborales, las reglamentaciones que disuadían a la gente
de emprender negocios y los altos impuestos sobre los asalariados de
clase media que no se benefician de las lagunas fiscales accesibles a
quienes tienen mayores ingresos.
Una vez que estalló la crisis, 150.000
empresas se declararon en quiebra y el desempleo superó el 21%. Entre
los jóvenes, el porcentaje era dos veces mayor.
Luego vinieron los esfuerzos del
gobierno socialista para rescatar a varias industrias y proteger a los
trabajadores, mientras que los ingresos gubernamentales caían
precipitadamente. El resultado fue un enorme incremento en la deuda
pública, que ahora equivale a alrededor del 360% del PIB—más del triple
que la de los EE.UU.
Este es el regalo envenenado que el
presidente electo Rajoy heredará de los salientes socialistas a finales
de diciembre. Rajoy ha prometido reformas importantes en materia
tributaria, la legislación laboral y la reglamentación financiera para
aliviar el asfixiante clima empresarial—con la esperanza de que estas
medidas aumentarán la confianza de inversores y consumidores.
Si España tuviese su propia moneda, en
lugar del euro, Rajoy tendría que devaluar la peseta hasta que alcanzase
su verdadero nivel, haciendo en consecuencia más competitivas a las
exportaciones. Pero dado que España, al igual que la mayor parte de
Europa, está casada con el euro, la carga de corregir el descalabro
caerá pesadamente sobre los asalariados, los jubilados y los
consumidores, que verán su poder adquisitivo erosionado por el aumento
de los precios y los salarios estancados. Es inevitable.
Los beneficios gubernamentales de todo
tipo tendrán que ser recortados. Eso es también inevitable. Un generoso
Estado de Bienestar socialista y una economía sana no pueden coexistir
hasta el infinito. A pesar del mandato de Rajoy, no hay garantía alguna
de que la sociedad española vaya a tolerar la difícil medicina que se
requiere.
Portugal, donde las medidas de
austeridad han desatado manifestaciones en contra de otro gobierno
recientemente elegido, sugiere lo que podría acontecer.
Pendiendo sobre Rajoy está también el
interrogante de qué sucederá con Europa como un todo. El escenario más
probable es el de un masivo esfuerzo de rescate por parte del Banco
Central Europeo y las transferencias indirectas de los países más ricos a
los que han vivido dispendiosamente más allá de sus posibilidades.
Aparte de los costos que tal decisión tendrá para Europa en el futuro,
ello no ayudará a España a resolver su problema—un sesgo institucional y
cultural contrario a la prosperidad sostenible.
Según todos los indicios, Rajoy entiende
lo que se necesita. Aún no está claro, dada su estrategia de
comunicación recatada y prudente, si hará lo que sabe que hay que hacer.
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