por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Guayaquil, Ecuador— Librar una guerra contra el narcotráfico
tiene un costo extremadamente alto en vidas y amenaza con destruir las
instituciones necesarias para mantener una democracia en varios países
de la región. Cada vez se vuelve más evidente que la guerra no está ni
reduciendo la disponibilidad o el consumo de drogas y que agrava los daños colaterales asociados con ellas.
Cuando el presidente mexicano Felipe Calderón llegó
al poder en diciembre de 2006 le declaró una guerra sin cuartel al
narcotráfico e involucró a las fuerzas armadas. La tasa de homicidios
del país, medida como el número de homicidios por cada 100.000
habitantes, había venido cayendo de manera sostenida desde mediados de
los ochenta, pero entre 2007 y 2010 esta se ha disparado en un 260%.1
El gobierno reconoce 35.000 muertes relacionadas con el crimen
organizado entre diciembre de 2006 y fines de 2010, aunque cálculos
independientes ubican la cifra entre 40.000 y 52.000.2
Human Rights Watch indica en un informe publicado este mes cómo aumenta
dramáticamente el número de asesinatos año tras año: de 2.826 en 2007 a
15.273 en 2010.3
¿Son en vano estas muertes? El principal promotor a nivel mundial de
la prohibición es el gobierno de EE.UU.—país donde también se concentra
la mayor demanda de drogas— y es interesante que el informe anual
producido por el Departamento de Justicia de dicho país aporta evidencia
de que la guerra contra las drogas está fracasando.
Por ejemplo, allí se asevera que el consumo de varias de las principales
drogas ilícitas (la heroína, la marihuana, el éxtasis y la
metanfetamina) está aumentando, particularmente entre jóvenes; la
disponibilidad de drogas ilícitas en EE.UU. está aumentando; y las
organizaciones criminales transnacionales (OCTs) operaban en más de mil
ciudades de EE.UU. entre 2009 y 2010.4
La principal razón por la cual liberales como Milton Friedman han estado en contra de la prohibición ha sido por considerarla una violación injustificada de la libertad individual.
No obstante, un conservador bien podría respaldar políticas
alternativas a la prohibición en vista de que la guerra contra las
drogas no promueve sus objetivos. Por ejemplo, el ex presidente
brasileño Fernando Henrique Cardoso recientemente dijo al Wall Street Journal
que precisamente porque desea que se reduzca el consumo, la violencia y
la amenaza a la democracia en América Latina es que él propone como un
primer paso que se despenalice el consumo de la marihuana.5
Pero los gobiernos de la región, con contadas excepciones, insisten
ciegamente en la anticuada estrategia extremista de criminalizar el
consumo, la producción y la distribución de las drogas. En Guatemala, el
presidente electo Otto Pérez Molina acaba de ganar una elección prometiendo “mano dura” (al estilo mexicano) contra el narcotráfico. En Sudamérica, la Unasur se prepara para conformar una policía anti-droga.6 En EE.UU., la administración Obama
ha continuado con la política iniciada por Bush de enviar soldados
estadounidenses a participar en operativos militares en varios países
del hemisferio, incluidos Haití, Honduras, República Dominicana,
Guatemala y Belice.7
En países como México y Guatemala el costo de la guerra contra las
drogas se ha vuelto tan prohibitivo y doloroso que sería frívolo
continuar con la misma estrategia. Otros países latinoamericanos con
instituciones débiles se encuentran extremadamente vulnerables y podrían
seguir el mismo camino si no consideran las alternativas.
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