27 diciembre, 2011

¡Los años setenta!

Nosotros recibimos herencias sesenteras dolorosas bajo el signo del 68: desde la matanza estudiantil ordenada por Díaz Ordaz y Echeverría, hasta aquel inolvidable gesto de decepción, la frustración en el rostro del sargento José Pedraza al quedar segundo lugar.

Martín Moreno Hoy no escribiremos de política. Ni de políticos.
O sólo de algunos.
Hoy abriremos los Archivos de la vida.
Hoy escribiremos de los años setenta.
Porque algo tuvieron los años setenta que maravillaron al mundo. Irrepetibles. Sublimes.
Posiblemente fueron inolvidables porque son consecuencia natural del despertar estudiantil mundial y de la rebelión de los oprimidos de los años sesenta. Tal vez fueron el fruto de la “revolución de terciopelo” y de la heroica Praga con esa leyenda de nombre Vaclav Havel, recién fallecido. O seguramente nacen como herencia inevitable, genial e inmortal, de The Beatles. O son el reflejo de la grandeza de los Kennedy o de Martin Luther King. Yo qué sé. Pero esos años setenta fueron maravillosos.


Inolvidables.
Dolorosos, también, para México.
Nosotros recibimos herencias sesenteras dolorosas bajo el signo del 68: desde la matanza estudiantil ordenada por Díaz Ordaz y Echeverría, hasta aquel inolvidable gesto de decepción, la frustración en el rostro del sargento José Pedraza al quedar segundo lugar en los 20 kilómetros olímpicos. A unos pasitos de la gloria. Pinche ruso. Plata con sabor amargo. “Esa pinche medalla sólo me dejó amargura”, confesó Pedraza años después. Quizá, en muchos sentidos, nos quedó algo de la derrota de Pedraza.
Inolvidables, los años setenta. Para bien o para mal.
Inolvidables, por el futbol bello y revolucionario de Holanda y su mago Cruyff. Por el futbol poderoso de la Alemania comandada por un káiser apellidado Beckenbauer. Por el partido del siglo: Alemania vs. Italia. ¡Qué juegazo, carajo!
Inolvidables, por la matanza de estudiantes, en 1971, ordenada por el gobierno de Echeverría. Jueves de Corpus. Los Halcones de don Luis.
Inolvidables, por ver la —creo— película más grande de la historia: El Padrino. Gracias, Puzzo, Coppola, Pacino, Brando, Caan, Cazale, Duvall, Evans (productor). Otra historia más de familia. Lección de vida obligada.
Inolvidables, por la represión oficial contra cualquier intento de libertad política. Es el PRI. Nadie más. ¡Y a callar, cabrones!
Inolvidables, por la primera lectura de Las aventuras de Tom Sawyer, del eterno Mark Twain. ¡Todos somos Tom Sawyer!
Inolvidables, por la irresponsabilidad petrolera de López Portillo que nos llevó al desastre financiero. Entre saqueos, cine de ficheras y discursos lastimeros para que vean los mexicanos que su Presidente sufre como ellos, pobres y arruinados. ¡Gracias, don José!
Inolvidables, por la perfección en las jugadas de Roger Staubach, por el poderío en las piernas de Robert Newhouse y la velocidad endemoniada de Tony Dorsett. Vaya trío. Por la grandeza de aquellos Vaqueros de Dallas.
Inolvidables, por los fraudes electorales y el partido de Estado en su esplendor. ¡Ese es el PRI! “La dictadura perfecta”, definición histórica y brillante del admirado Mario Vargas Llosa, liberal y valioso, valioso por liberal, acuñada años después.
Inolvidables, por la mágica voz de Karen Carpenter. ¿Quién no dio un primer beso con “Close to you”? ¿O quién no cruzó miradas con “Can’t Smile Without You”, del maestro Manilow?
Inolvidables, porque aún bajo clasificación “B” (adolescentes y adultos) vimos, todavía niños, soñadores, cómo Tony Manero y la música de los Bee Gees revolucionaban al mundo bajo una fiebre de sábado por la noche. Es la música disco. ¿Quién la puede olvidar?
Inolvidables, por comenzar a leer entonces a García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, nuestro Premio Nobel sin premio sueco. Y los imprescindibles Dostoyevsky, Capote, Steinbeck, Spota.
Inolvidables, por el primer enamoramiento de adolescente.
Inolvidables, por ser testigos de la pelea heroica de un semental italiano que contra todos: Apollo Creed, el box-negocio, el mundo, subió al ring para dar una lección de valor, coraje y orgullo. ¡Vamos, Rocky, otro round más!
Inolvidables, por la primera vez que nos partieron el corazón. El desamor sí existía.
Inolvidables, porque Starsky y Hutch nos llevan por los caminos de la justicia. David Soul canta No te rindas, cariño. Paul Michael Glaser atrapa a los malos. Vaya par admirable.
Inolvidables, por las separaciones dolorosas. Por las muertes y las ausencias.
Inolvidables, por el gratificante sabor de la independencia personal, por el trabajo periodístico temprano —demasiado temprano— y remunerado, por supuesto.
Inolvidables, porque en aquella pantalla de la vieja televisión Motorola de bulbos, vimos, con ojos infantiles y por vez primera, a un inglés con cara de niño, barbón y ojos expresivos, cantando “Get Back”. ¿Quién es? Se llama Paul. Y desde esa noche setentera, y hasta hoy, siempre escuchados, siempre admirados.
Inolvidables, por muchas cosas, por los sueños, por las curvas de vida. Por los héroes reales y ficticios.
Inolvidables, por ser los años setenta.
Y usted, ¿cómo los recuerda?

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