ANTONIO SANCHEZ GARCIA: UNA HEROINA EN UNA PATRIA MENGUADA
Fue
el broche de oro que desenmascaró la íngrima verdad de una jornada que
mostró a un hombre al borde de sus capacidades, menguado psíquica,
intelectual, políticamente, pero obligado a demostrar fortaleza y
capacidad física para desmentir lo que es una verdad a gritos: Chávez se
acerca a su fin. María Corina Machado terminó por darle su estocada.
No era “esa chusma valerosa de los Corrales y de Balbanera” a la que le
cantó Jorge Luis Borges en uno de sus célebres poemas, El Tango, la que
llenaba de bote en bote – camisas, blusas, gorras y pañuelos
rojorojitos, como lo exige el guión – el pervertido hemiciclo construido
hace siglo y medio por el Ilustre Americano. Era la chusma aclamatoria
que recibe la recompensa de un suculento cheque los quince y último en
alguna de las dependencias del estado por presentarse de punto en rojo y
con la garganta perfectamente afiatada a sus actos oficiales. La misma
que en ocasiones ha sido provista de pasaportes diplomáticos, montada en
aviones y transportada a costos de las finanzas de todos los
venezolanos a lejanos países del mundo para bajarse del avión, correr a
simular una turbamulta y apostarse de inmediato en la pista para hacerle
claque al caudillo que desciende del imponente Airbus presidencial
elevando las manos al cielo y haciéndose el sorprendido por “tan cálida
recepción de los hermanos zimbabuenses”. Lo mismo que hicieron ayer,
pero sin banderitas de papel. Esta vez estaban en Caracas, Venezuela. No
en papel de extras en la tournée del Führer, sino de protagonistas de
la historia de un país llamado Venezuela.
Por lo mismo bramaron, patearon, gritaron, abuchearon, insultaron a
mansalva seguramente de acuerdo a alguna señal de tras de cámaras, como
las que muestran con un pizarroncito los asistentes de producción de
programas de alto rating, como Sábado Sensacional o Fantástico. Hablaba
el caudillo – 9 horas 28 minutos catorce segundos, exactamente
cronometrados - y se escuchaba el bramido de aprobación. Hablaba un
opositor y una ronca marejada de reprobación iba in crescendo según las
indicaciones del hombre de la pizarra, seguramente un Izarrita en
miniatura, conectado vía inalámbrica con el director de escena.
Fueron diez horas de oprobio, de abuso, de diarreica e insustancial
cháchara de un autócrata en plena decadencia, convertido en la perfecta
encarnación de aquella comiquita en que los superhéroes se asemejan a
una gota de aceite: inflados por arriba y menguados por abajo. Cerebros
pequeñejos – por dentro y por fuera -, aprisionados en una cabezota a
punto de estallar, brotada directamente de los hombros – el cuello
ausente víctima de la hinchazón - un tronco abultado “como de buey”,
dicen los oncólogos, un tórax que repele toda botonadura, unos brazos
cortos e igualmente hinchados que culminan en unas manos de dedos q
terminan abombados cuales repollitos de Bruselas. Y el resto, cintura
abajo, discretamente oculto tras un púlpito que sepa Dios que artilugio
de ortopedia forense permite aliviarle sus apuros gástrico-urológicos.
Ningún recién operado en dos ocasiones y sometido a quimioterapia de la
pesada resiste diez horas sin desfallecer, orinar o defecar. A no ser
provisto de un sistema de evacuación intensiva especialmente adaptado a
la circunstancia.
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Durante esas diez largas, tediosas, interminables horas, interrumpidas
por necesidades de elemental fisiología ya tratadas, me pregunté por la
función que cumplían en el diseño de tan lamentable espectáculo más de
sesenta diputados, electos por el 52% de la ciudadanía, si se juzga
según los extraños y nada convincentes baremos del CNE. Vale decir:
representantes de una mayoría ciudadana que ningún argumento puede
desdeñar. Mientras el 48% real pero 65% efectivo de la representación
parlamentaria del régimen dirigía con pericia dudamelesca la sinfonía de
gritos, pataletas y otras expresiones de euforia de las galerías
llagunescas llevadas expresamente para enaltecer al caudillo, un grupo
silencioso, amurrado, introvertido y como ausente se iba hundiendo poco a
poco en sus asientos. Jamás vi una mayoría más fantasmal, apocada,
disminuida y alienada que la que representaba los valores más altos de
la civilización, en Venezuela en lucha permanente contra la barbarie: la
libertad, la justicia, la honra y la decencia de un pueblo. Estaban,
pero brillaban por su ausencia.
Los había de todos los partidos. Muchos de ellos – casi la mitad – con
una nalga en el curul y la otra en la alcaldía o gobernación a que
aspiran. Sepa Dios con qué objetivos. Pues a juzgar por la mera y muda
presencia que ayer pusieran de manifiesto, poco más se puede esperar de
quienes ante una confrontación histórica en un momento definitorio de la
Patria deciden sumirse en el más aplastante y expresivo silencio.
Resistieron, eso sí, con un estoicismo digno de un senador romano, pero
más que senadores parecían condenados a la galera comandada látigo en
mano por el dueño del establecimiento.
Volvieron a asaltarme las hamletianas dudas de siempre: ¿puede una
oposición silente, pusilánime y acobardada enfrentar a un tirano
desbocado, prometeico y desaforado, carente de todos los límites y
principios propios de un jefe de Estado, amo y señor de un país al que
ha convertido en un circo misérrimo y sangriento de su exclusiva
propiedad y armado hasta los dientes con unas fuerzas armadas
convertidas en guardia pretoriana de contrabandistas, asaltantes,
narcotraficantes y multimillonarios?
Ante una país sin otra ocupación que seguir la función, disfrutando o
sufriendo la carnicería a la que el emperador condenaba a millones y
millones de conciudadanos por una obligatoria cadena nacional, burlando
todas las previsiones, mintiendo o desfigurando la verdad de los hechos
hasta extremos inconcebibles en un país de ciudadanos dotados de los más
elementos instrumentos de la civilización y la cultura – como saber
leer y escribir - , negándose a decir la verdad de un país que ha
devastado, llevándolo a la división, el odio, la ruindad y la miseria,
aliándolo con gobiernos forajidos execrados por la comunidad
internacional y cediéndole gratuita y graciosamente sus bienes de
fortuna y su honra a la Cuba castrista, la más miserable de las naciones
de Occidente – con la excepción nada honrosa de Haití -, sentí la honda
humillación y la vergüenza de estar enzarzado en un combate íntimo,
casi solitario, inútil y condenado al fracaso. Me sentí lo que soy: un
venezolano de la Venezuela de hoy, en su hora menguada.
3
El destino de 28 millones de venezolanos y de una nación de doscientos
años de historia no me parece ser asunto de trapicheos, conciliábulos,
cálculos de tahúres y previsiones desalmadas asumidas por una banda de
facinerosos en la mesa de una ruleta. No conozco la historia de una sola
república que haya salido de sus tiranos a ojo de buen cubero: si me
muevo en la débil línea de sombra de lo permitido obtengo más votos que
si desenmascaro la ignominia del régimen. Callo hoy, pero hablaré
mañana. Le sobaré el lomo y lo estrangulo a la primera de cambio.
Creo, bien por el contrario, que a la historia no se la engaña con
pillerías y trapisondas. Y que no hay mejor arma para enfrentar la
mentira, que la verdad. Detrás de la caída de todo tirano hay un acto de
valentía, un gesto de coraje, un paso al frente. Por supuesto: hablo de
los que cayeron en vida, no de los que dejaron el poder en el lecho de
muerte. Pinochet recibió un disparo letal de la mano de Ricardo Lagos,
que rompiendo todas las reglas, normas y convenios de 15 años de tiranía
lo denunció por tirano y ambicioso en un programa de televisión. Se
rompió entonces y casi automáticamente la escafandra de miedos y temores
que lo blindaban como un tirano ante la opinión pública. Fue el
comienzo del fin.
Así será apreciada la valerosa intervención de María Corina Machado ayer
en la sesión del congreso, con la que en dos minutos de temple,
sencillez y veracidad derrumbó el monumento a la mentira construido con
falacias, burlas y medias verdades durante nueve horas y media de
logorrea presidencial. Hay que imaginarse la grandeza de espíritu que se
requiere para, desde las fauces del monstruo y aprisionada entre sus
colmillos, tener el valor de enfrentársele y decirle ante el mundo la
más grave y verídica de las acusaciones que la parte doliente del país
no había tenido ocasión de señalarle cara a cara: “expropiar es robar”.
“¿Robar?” – le preguntó en tono sarcástico quien creía que la desarmaba.
“¡Robar!” – le respondió sin inmutarse. Ante la vociferante indignación
de la plebe y el ominoso silencio de sus congéneres.
Fue
el broche de oro que desenmascaró la íngrima verdad de una jornada que
mostró a un hombre al borde de sus capacidades, menguado psíquica,
intelectual, políticamente, pero obligado a demostrar fortaleza y
capacidad física para desmentir lo que es una verdad a gritos: Chávez
llega a su fin. María Corina Machado terminó por darle su estocada.
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