La guerra sucia contra los pueblos.
Una
parte considerable de nuestras naciones latinoamericanas padecieron
durante los últimos tiempos un permanente desangramiento sin parangón en
su historia, motivado por la profundización de la violencia y los
conflictos internos. Las causas, en muchos casos aún latentes, fueron
las graves condiciones de desigualdad y un incremento de la injusticia
social. Las endebles democracias de América Latina, impuestas mediante
elecciones plagadas de corruptelas, o bajo la anuencia y presiones de la
Casa Blanca, resultaron ineficaces para controlar sus respectivos
países. Washington encontró en las cúpulas castrenses la aparente solución:
la dictadura militar. De esta forma, el poder castrense fue
entronizándose en las naciones del continente: primero en Paraguay
(1954); luego en Brasil (1964); y, posteriormente, en otras naciones del
Cono Sur como Perú (1968), Uruguay (1972), Chile (1973), Argentina
(1976) y Bolivia.
La macabra época de los generalatos, torturas y desapariciones, protagonizadas por hombres sin escrúpulos como Alfredo
Stroessner, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Hugo Banzer y el no menos
cruel, aunque civil, José María Bordaberry, golpeó a los mejores hijos
de Latinoamérica. Era tal la dependencia y la sumisión a
Washington, que varios gobiernos, en apariencia democráticos, optaron
por recurrir al patrocinio militar para enfrentar los justos reclamos
populares. Así sucedió en Uruguay, Guatemala, El Salvador y Honduras.
La
ideología de los generales, influida notablemente por el fascismo y las
doctrinas de la ultraderecha conservadora norteamericana, tenía el
doble propósito de detener, por un lado, a la legítima lucha de los
pueblos y, por otro, incrementar los niveles de dependencia al capital
extranjero. Toda esta amalgama ideológica, sustentada por la doctrina de
la Seguridad Nacional, descansó en la defensa a ultranza del desarrollo
de un capitalismo dependiente al capital foráneo y de las estrategias
de desarrollo diseñadas por teóricos norteamericanos, así como en la
represión y estigmatización de quienes propusieran otras alternativas de
progreso. El ejemplo cubano fue excomulgado, censurado y perseguido,
así como aquellos que le defendían como alternativa más viable para sus
países.
Fue una época oscura que solo
vale ser recordada para el reclamo de justicia y para evitar que se
repita. Las dictaduras castrenses se extendieron por largos años en
varias naciones del continente, a pesar de la condena internacional a
las mismas. La dictadura de Stroessner en Paraguay duró desde 1954 hasta
1991; el régimen de Pinochet en Chile se alargó desde 1973 hasta 1990;
la Argentina padeció a Videla, Viola y Galtieri desde 1976 hasta 1982;
mientras en Uruguay los gobiernos represores de Jorge Pacheco Areco y
José María Bordaberry se extendieron desde 1966 hasta 1985. Este mismo
panorama aterrador lo sufrieron otras naciones del continente como
Bolivia, Guatemala y otras.
El mal
impuesto a nuestras naciones, aunque no fue eterno, fue desastroso. La
humanidad entera se conmocionó ante tanto crimen y tamaña injusticia.
Fueron largos años de reclamo, de denuncia, de combate y oposición, los
que dieron al traste con esta página negra de nuestra historia. Muchas
fueron las causas de su desaparición, pero la más válida fueron la
resistencia denodada de los mejores hijos de nuestros pueblos y la
creciente solidaridad del mundo hacia su lucha heroica. Influyeron
también el desprestigio de estos regímenes a causa de la corrupción y su
criminalidad, las contradicciones internas dentro de los mismos y la
lucha de poder, el fracaso de los modelos económicos defendidos por
ellos mediante el terror y, sobre todo, la pérdida del miedo por parte
de los pueblos.
Mucho se trató de
hacer por ocultar tanto crimen. Los culpables de las torturas,
asesinatos y desapariciones, recurrieron a diversas artimañas para
escapar del justo reclamo de justicia por parte de sus víctimas y
familiares. Sin embargo, ni el olvido, ni la complacencia, pueden
resguardar y perdonar al crimen y a la impunidad.
¿Qué quedó, sin embargo, como huella amarga de esta nefasta experiencia?
Miles
de los mejores hijos de Latinoamérica fueron asesinados salvajemente,
arrancados de sus hogares en las sombras de la noche y sus cuerpos
desaparecidos para siempre. El dolor late, permanece y no quiere
perdonarse.
Por Percy Alvarado Godoy
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