02 enero, 2012

El asesinato político en la América Latina del siglo XX (1a. parte)


La guerra sucia contra los pueblos.
Una parte considerable de nuestras naciones latinoamericanas padecieron durante los últimos tiempos un permanente desangramiento sin parangón en su historia, motivado por la profundización de la violencia y los conflictos internos. Las causas, en muchos casos aún latentes, fueron las graves condiciones de desigualdad y un incremento de la injusticia social. Las endebles democracias de América Latina, impuestas mediante elecciones plagadas de corruptelas, o bajo la anuencia y presiones de la Casa Blanca, resultaron ineficaces para controlar sus respectivos países. Washington encontró en las cúpulas castrenses la aparente solución: la dictadura militar. De esta forma, el poder castrense fue entronizándose en las naciones del continente: primero en Paraguay (1954); luego en Brasil (1964); y, posteriormente, en otras naciones del Cono Sur como Perú (1968), Uruguay (1972), Chile (1973), Argentina (1976) y Bolivia.

La macabra época de los generalatos, torturas y desapariciones, protagonizadas por hombres sin escrúpulos como Alfredo Stroessner, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Hugo Banzer y el no menos cruel, aunque civil, José María Bordaberry, golpeó a los mejores hijos de Latinoamérica. Era tal la dependencia y la sumisión a Washington, que varios gobiernos, en apariencia democráticos, optaron por recurrir al patrocinio militar para enfrentar los justos reclamos populares. Así sucedió en Uruguay, Guatemala, El Salvador y Honduras.
La ideología de los generales, influida notablemente por el fascismo y las doctrinas de la ultraderecha conservadora norteamericana, tenía el doble propósito de detener, por un lado, a la legítima lucha de los pueblos y, por otro, incrementar los niveles de dependencia al capital extranjero. Toda esta amalgama ideológica, sustentada por la doctrina de la Seguridad Nacional, descansó en la defensa a ultranza del desarrollo de un capitalismo dependiente al capital foráneo y de las estrategias de desarrollo diseñadas por teóricos norteamericanos, así como en la represión y estigmatización de quienes propusieran otras alternativas de progreso. El ejemplo cubano fue excomulgado, censurado y perseguido, así como aquellos que le defendían como alternativa más viable para sus países.
Fue una época oscura que solo vale ser recordada para el reclamo de justicia y para evitar que se repita. Las dictaduras castrenses se extendieron por largos años en varias naciones del continente, a pesar de la condena internacional a las mismas. La dictadura de Stroessner en Paraguay duró desde 1954 hasta 1991; el régimen de Pinochet en Chile se alargó desde 1973 hasta 1990; la Argentina padeció a Videla, Viola y Galtieri desde 1976 hasta 1982; mientras en Uruguay los gobiernos represores de Jorge Pacheco Areco y José María Bordaberry se extendieron desde 1966 hasta 1985. Este mismo panorama aterrador lo sufrieron otras naciones del continente como Bolivia, Guatemala y otras.
El mal impuesto a nuestras naciones, aunque no fue eterno, fue desastroso. La humanidad entera se conmocionó ante tanto crimen y tamaña injusticia. Fueron largos años de reclamo, de denuncia, de combate y oposición, los que dieron al traste con esta página negra de nuestra historia. Muchas fueron las causas de su desaparición, pero la más válida fueron la resistencia denodada de los mejores hijos de nuestros pueblos y la creciente solidaridad del mundo hacia su lucha heroica. Influyeron también el desprestigio de estos regímenes a causa de la corrupción y su criminalidad, las contradicciones internas dentro de los mismos y la lucha de poder, el fracaso de los modelos económicos defendidos por ellos mediante el terror y, sobre todo, la pérdida del miedo por parte de los pueblos.
Mucho se trató de hacer por ocultar tanto crimen. Los culpables de las torturas, asesinatos y desapariciones, recurrieron a diversas artimañas para escapar del justo reclamo de justicia por parte de sus víctimas y familiares. Sin embargo, ni el olvido, ni la complacencia, pueden resguardar y perdonar al crimen y a la impunidad.
¿Qué quedó, sin embargo, como huella amarga de esta nefasta experiencia?
Miles de los mejores hijos de Latinoamérica fueron asesinados salvajemente, arrancados de sus hogares en las sombras de la noche y sus cuerpos desaparecidos para siempre. El dolor late, permanece y no quiere perdonarse.
Por Percy Alvarado Godoy

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