El reciente anuncio periodístico de que agentes
de la DEA que operan en México lavan dinero de los cárteles mexicanos
pone en duda los verdaderos objetivos de esta agencia fuera de las
fronteras estadounidenses.
Esta
semana se dio a conocer que agentes de la Agencia Antidrogas
Estadounidense, la cada vez más sospechosa DEA, que operan en México han
estado involucrados en operaciones de lavado de dinero con el supuesto
objetivo de “aprender” cómo utilizan las organizaciones criminales
mexicanas este mecanismo financiero ilegal.
La información fue dada a conocer por el
New York Times el domingo pasado y desde entonces ha despertado,
justificadamente, cuestionamientos sobre la verdadera actividad de esta
agencia en países extranjeros y también sobre el efecto totalmente
opuesto que estas operaciones tienen en contraste con el discurso detrás
del que se amparan. Además, estas acciones se suman al taimadamente
fallido operativo “Rápido y Furioso” con el que la misma agencia
autorizó el tráfico ilegal de armas a México, pretendiendo también que
de esa manera conocerían mejor la estructura de los cárteles de la
droga.
Por lo pronto se ha anunciado que el
Congreso Estadounidense, que ya investiga la operación “Rápido y
Furioso”, indagará también sobre ese lavado de dinero en que incurrió la
DEA, misma que se defendió diciendo que, a diferencia del tráfico de
armamento, el dinero “representa menor riesgo para la seguridad pública”
(como si no fuera el dinero, la ganancia, lo que anima, vertebra y
explica el narcotráfico y sus deplorables consecuencias).
Asimismo, en comparecencia ante el
Comité Judicial de la Cámara de Representantes, el procurador
estadounidense Eric Holder admitió el fracaso del operativo Rápido y
Furioso y aseguró que “utilizar una táctica equivocada es algo que nunca
deberá ocurrir de nuevo”.
Sin embargo, lo más probable es que
ocurra. Que las drogas, las armas y el dinero sigan fluyendo de un lado a
otro con la anuencia de las autoridades que dicen combatir su tráfico
ilegal. Porque estos dos ejemplos —auspiciados totalmente por la
dependencia gubernamental estadounidense encargada de perseguir los
delitos asociados al narcotráfico y, por otro lado, parece ser que con
pleno conocimiento de las autoridades mexicanas responsables de tareas
idénticas— muestran que el negocio de las drogas puede ser un
dispositivo más de control por parte del gobierno estadounidense, una
forma de mantener a países como México sumidos en un subdesarrollo
conveniente a sus intereses. Lamentablemente, con plena colaboración de
los gobiernos nacionales, como el mexicano, que prefieren rendir
obediencia a esos intereses que a los del bienestar de su población.
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