Mahmud Ahmadineyad
le han quedado las fotografías con los presidentes de Venezuela,
Nicaragua, Ecuador y Cuba, la firma de algún pequeño negocio y los
buenos recuerdos. Nada más. Ahora que Brasil ha dado un paso atrás
en su apoyo al programa nuclear iraní y a su política sobre derechos
humanos, Ahmadineyad solo cuenta en la región con la amistad de algunos
de los países que integran la Alternativa Bolivariana para las Américas
(Alba). Salvo una encendida retórica antiimperialista, los presidentes
Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa y Raúl Castro no le han
ofrecido a Irán ninguna ayuda que le permita sortear la crisis política y
económica que atraviesa el régimen de los ayatolás, como consecuencia
del cerco que ha impuesto Occidente a su programa nuclear.
La mala hora de Ahmadineyad en América Latina comenzó en diciembre de
2010, cuando la recién electa presidenta de Brasil, Dilma Rousseff,
anunció que cambiaría el rumbo de la relación bilateral complaciente que
hasta entonces había mantenido el presidente saliente, Luiz Inácio Lula
Da Silva.
En los ocho años de Gobierno de Lula, Brasil siempre se abstuvo en
las votaciones de la Naciones Unidas que condenaban a Teherán o le
imponían sanciones, a causa de sus planes nucleares o de violaciones a
los derechos humanos. Rousseff dijo muy claro que eso cambiaría, en una
entrevista publicada por The Washington Post: “No estoy de
acuerdo con la forma en que Brasil votó (en la más reciente resolución
de la ONU)”. También dijo que, como mujer, no apoyaría bajo ninguna
circunstancia “prácticas que tienen características medievales”. Luego
en marzo de 2011, por primera vez en una década, la delegación brasileña
ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU votó a favor de la propuesta de EE UU de que fuese enviado un relator especial a Irán para investigar violaciones de derechos humanos.
El cambio de timón de Rousseff también podría complicar los negocios
americanos de Ahmadineyad. Al menos hasta 2009, Brasil solía ser el
socio comercial más importante de Irán en la región, con un intercambio
comercial calculado en 1.300 millones de dólares. Durante el mismo año,
el primer cliente de Teherán en el hemisferio fue Hugo Chávez. Según el
Instituto Nacional de Estadística venezolano, Irán exportó mercancías a
Venezuela por 73,69 millones de dólares al cierre de 2009 y por 16,03
millones de dólares en 2010. Pero hay un problema: Venezuela compra,
pero no paga a tiempo.
Durante la quinta visita de Ahmadineyad a América Latina, desde que
asumió el poder en 2005, Chávez le ha llamado otra vez “hermano” y ha
coincidido con él en su retórica antiimperialista. Chávez fue el
presidente que, en 2006, le abrió al Gobierno de los ayatolás las
puertas del continente, ayudándole a consolidar negocios y contactos
políticos con Ecuador, Cuba, Nicaragua y Bolivia. Pero la situación
actual de Venezuela es otra. Tanto la enfermedad de Chávez —que en junio de 2011 admitió padecer cáncer—
como las crecientes deudas que ha contraído Venezuela con sus socios y
vecinos, sin contar las promesas de grandes proyectos no cumplidas, han
provocado una cada vez más marcada pérdida de influencia del socialismo
del siglo XXI en la región.
En los últimos seis años, Caracas y Teherán han firmado unos 300
acuerdos en materia comercial y tecnológica que no terminan de rendir
frutos. Una anécdota, para ilustrar: el pasado domingo, Chávez quiso
celebrar la llegada de Ahmadineyad con el anuncio de que al fin
inauguraría una fábrica de cemento construida por los iraníes, que debió
empezar a funcionar en julio de 2008; pero cientos de trabajadores
venezolanos de la planta, que salieron a protestar reclamando el pagos
de salarios, se lo impidieron. Además del discurso antiestadounidense y
de algún que otro negocio, Venezuela e Irán coinciden en ser dos países
con altísimas tasas de inflación. Al cierre de 2011, el aumento
acumulado del coste de la vida en Irán fue de 20% y en Venezuela, de
26,7%, tasa más alta en América Latina.
La suerte de Ahmadineyad no ha sido mejor a su paso por Nicaragua,
Cuba y Ecuador, donde solo cosechó postales para el recuerdo, ataques
contra el imperio de los Estados Unidos y apretones de manos. De La
Habana, se lleva solo una declaración tibia de apoyo, escrita por Fidel
Castro quien no obstante sobre la polémica nuclear tiene una posición
que no coincide precisamente con Teherán: “Ningún país grande o pequeño
tiene el derecho a poseer armas nucleares”.
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