El País, Madrid
Quienes creen que la historia de América
Latina es una obra maestra de la sinrazón, un producto del puro
instinto y de la fuerza bruta, deberían leer el reciente libro del
historiador mexicano Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina
(Debate, 2011). Este ambicioso y audaz ensayo quiere mostrar, a través
de perfiles biográficos de 12 latinoamericanos de diversa vocación
-políticos, revolucionarios, escritores, dictadores- que la evolución de
América Latina no es un caos, resultante de las pasiones y los apetitos
desbocados, sino una compleja trama movida por ideas y convicciones
que, aunque a menudo disimuladas detrás de desplantes, matonerías y
retóricas rimbombantes y huecas, le dan a aquella sentido, coherencia y
racionalidad.
Como los autores de las dos obras capitales que le sirven de modelo, Russian Thinkers, de Isaiah Berlin, y To the Finland Station,
de Edmund Wilson, Enrique Krauze cree firmemente que las ideas hacen
siempre la historia y explican todos los grandes hechos -repugnantes o
admirables, generosos o mezquinos, liberadores o esclavizantes- que
constituyen el devenir de todas las sociedades y naciones.
Aunque rigurosamente trabados entre sí,
los capítulos del libro son de dimensión y profundidad variada y entre
el riquísimo y exhaustivo dedicado a Octavio Paz -un libro dentro del
libro, en verdad- y los más breves y someros consagrados, por ejemplo, a
José Martí y a Eva Perón, hay diferencias acusadas. Pero todos están
escritos con desenvoltura, astucia y felicidad y se leen con la
expectativa y la excitación de las mejores novelas. Redentores
es una obra clave de nuestros días, una de las empresas intelectuales
más audaces concebidas en el ámbito intelectual y político
latinoamericano, y, por su rigor y erudición y la originalidad de sus
análisis, un aporte valiosísimo para entender la actualidad y las
perspectivas inmediatas de ese continente que creíamos de las
oportunidades perdidas pero que, según la tesis más polémica de Krauze,
ya no lo es más, pues ha entrado por fin, en medio del tumulto que es
todavía su fachada, en un rumbo de verdadero progreso.
El optimismo que transpira el libro no
peca de ingenuo, está fundado en datos, indicios y razonamientos
persuasivos. Debo confesar que, en mi caso, ha servido para derribar
desconfianzas y escepticismos que alentaba hacia algunos países, sumidos
en problemas que me parecían obstáculos insalvables para que en ellos
echaran raíces en un futuro próximo instituciones y costumbres
democráticas sobre bases estables. Desde luego, Krauze es muy consciente
de la enorme diversidad existente entre la veintena de países de
América Latina y de la imposibilidad de que todos ellos progresen al
mismo ritmo y de la misma manera. Es también muy lúcido sobre los
desafíos mayores para la democratización que representan el narcotráfico
y su inmenso poderío económico y el crecimiento desaforado de la
delincuencia y la corrupción que en gran parte es su consecuencia. Lo
que señala es una tendencia general a la que, unos más rápido y otros
con retardo, todos se van sumando, algunos con entusiasmo y lucidez y
los demás a regañadientes y hasta sin darse cuenta cabal del proceso
modernizador en el que están inmersos.
Según Krauze no es casual que en la
América Latina de nuestros días no haya sino una sola dictadura de tipo
clásico, la de la Cuba castrista, una semidictadura demagógica y
corrupta, la Venezuela de Hugo Chávez, y un par de democracias
populistas y secuestradas por caudillos como la Bolivia de Evo Morales y
la Nicaragua de Daniel Ortega, en tanto que todos los otros países, no
importa cuán imperfectas sean todavía sus instituciones, parecen haber
optado de manera resuelta por Estados de derecho basados en la
democracia política y economías de mercado. Más importante todavía: el
modelo socialista autoritario que en los años sesenta y setenta
reclutaba a todas las vanguardias políticas del continente y era el
santo y seña de sus juventudes, está hoy prácticamente en ruinas,
condenado a una marginalidad que se sigue encogiendo y que alientan
apenas grupos y grupúsculos huérfanos de calor popular, en tanto que una
nueva izquierda, como la que gobernó en Chile con la Unidad Popular y
que gobierna ahora en países como Brasil, Uruguay, El Salvador y Perú,
ha dejado atrás sus viejos sueños colectivistas y estatistas y optado
por el pragmatismo democrático y de economías abiertas de la social
democracia europea.
El camino para llegar hasta aquí -a la
modernidad y el realismo políticos- ha sido largo, sangriento, de
confusión y delirio ideológicos, sueños utópicos de redención social a
través de la violencia, la guerra civil, dictaduras atroces, democracias
paralizadas por la ineptitud y la venalidad de sus líderes, burócratas y
parlamentarios, y Enrique Krauze lo traza en síntesis brillantes y
elocuentes a través de los perfiles biográficos. Por momentos, como en
las páginas dedicadas a José Vasconcelos, a Evita Perón, al Che Guevara y
al subcomandante Marcos, el libro alcanza vuelos épicos, relata
deslumbrantes peripecias aventureras que parecen provenir más de las
fantasías locas del realismo mágico que de una realidad documentada. Los
repetidos fracasos, las enormes desigualdades económicas y sociales, el
sufrimiento que las repetidas desventuras políticas han ido sembrando
por todo el continente, poco a poco han ido empujando a las sociedades
latinoamericanas hacia el realismo, es decir, hacia los consensos
democráticos, el primero, el de coexistir en la diversidad política sin
entrematarse, acatando los veredictos electorales, la renovación
periódica de los Gobiernos, el respeto a la libertad de expresión y al
derecho de crítica, la aceptación de la propiedad, de la empresa privada
y del mercado como mecanismos indispensables del desarrollo económico.
Todo ello ha ido imponiéndose poco a poco, por la fuerza de las cosas, a
través de la evolución de una derecha y una izquierda que, no sin
reticencias y traspiés, han ido renunciando a sus viejas obsesiones
excluyentes y violentistas, y cambiando de métodos.
Desde luego que nada de esto es
irreversible. Enrique Krauze no cree que la historia tenga leyes
inflexibles a las que los pueblos estén sometidos como los astros a la
ley de gravedad, sino que aquella fluctúa, avanza o retrocede y a veces
gira sobre sí misma de manera tautológica. Pero las conclusiones de su
libro son elocuentes y estimulantes: comparada, no con el ideal, sino
con su pasado mediato e inmediato, América Latina ha progresado de
manera notable. Si sus economías van creciendo y han resistido mejor la
crisis financiera que causa estragos en Estados Unidos y en Europa es
porque ahora es más libre que en el pasado y porque la cultura de la
libertad ha ido impregnando tanto su realidad política como la social y
la económica. Nada indica que en el futuro inmediato esta tendencia vaya
a cambiar. Todo lo contrario. Habría que ser ciego porfiado en materias
ideológicas para creer que todavía la Cuba totalitaria, donde siguen
muriendo los disidentes perseguidos por la policía política, o la
Venezuela arruinada y enconada por las malas artes de Hugo Chávez,
pudieran ser el modelo hacia el cual se encamina el resto del
continente. Es evidente que esos regímenes representan anacronismos en
proceso de desintegración -muy lenta, por desgracia- en un contexto en
el que lo que se va imponiendo de manera inequívoca es el modelo
democrático liberal.
Como soy uno de los 12 protagonistas de Redentores,
y Krauze me dedica un generoso ensayo, he tenido dudas hamletianas
antes de reseñarlo. Sé de sobra las suspicacias que este artículo puede
despertar. Pero lo hago porque, como todavía las ideas que su autor
defiende tienen tanta dificultad para ser reconocidas y aceptadas en el
medio intelectual latinoamericano -paradójicamente más retrógrado que el
político y el económico-, me temo que no tenga la difusión que se
merece y sea víctima de la discriminación y censura que aún practica el establishment
cultural, controlado por un progresismo de pacotilla. Krauze tiene el
coraje de proclamarse un liberal en un medio donde todavía esta parece
una mala palabra, asociada a las ideas de explotación y egoísmo
capitalista, y otro de los grandes méritos de su ensayo es devolver a
aquella su prístino sentido de defensor y amante de la libertad como
valor supremo, pero de ninguna manera disociada de la justicia y de la
convicción de que ésta, en el dominio social, sólo puede significar la
creación de una sociedad donde haya igualdad de oportunidades para
todos. En este sentido, tiene muchísima razón cuando sostiene que el
liberalismo está más cerca de la socialdemocracia que del
conservadurismo, y que, buena parte del proceso de modernización de
América Latina se debe a que, sin que nadie lo quisiera ni advirtiera,
ambas tendencias se han ido acercando y confundiendo en la realidad,
empujando de este modo la civilización y haciendo retroceder la
barbarie. Su libro es un hito decisivo en este proceso civilizador.
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