Por Ludwig von Mises
El “ingeniero social” es el reformista
que está dispuesto a “liquidar” todo lo que no se ajuste a su plan para
la organización de los asuntos humanos. Aún así, los historiadores e
incluso a veces las víctimas a quien mata no se oponen a encontrar
algunas circunstancias atenuantes a sus masacres o masacres planeadas
apuntando que están en último término motivado por una ambición noble:
quería establecer el estado perfecto de la humanidad. Le asignan un
lugar en la larga fila de diseñadores de planes utópicos.
Es ciertamente una locura excusar de
esta manera los asesinatos en masa de gángsters sádicos como Stalin y
Hitler. Pero no hay duda de que muchos de los más sangrientos
“liquidadores” se vieron guiados por las ideas que inspiraron desde
tiempo inmemorial los intentos de los filósofos de meditar acerca de una
constitución perfecta. Una vez incubado el diseño de un orden ideal
como ése, el autor va en busca del hombre que pueda establecerlo
suprimiendo la oposición de todos los que estén en desacuerdo. En esta
línea, Platón ansiaba encontrar un tirano que usaría su poder para la
realización del estado ideal platónico. La cuestión de si a otra gente
le gustaría o disgustaría que él mismo tuviera en la tienda nunca se le
planteó a Platón. Para él era cosa sabida que el rey que se convertía en
filósofo o el filósofo que se convertía en rey era el único con derecho
a actuar y que todos los demás, independientemente de su voluntad,
tenían que someterse a sus órdenes. Visto desde el punto de vista del
filósofo que está convencido de su propia infalibilidad, todos los
disidentes aparecen sencillamente como obcecados rebeldes resistiéndose a
lo que les beneficia.
La experiencia ofrecida por la historia,
especialmente por la de los últimos 200 años, no ha sacudido esta
creencia en la salvación por la tiranía y la liquidación de los
disidentes. Muchos de nuestros contemporáneos están firmemente
convencidos de que lo que se necesita para hacer perfectamente
satisfactorios todos los asuntos humanos es la supresión brutal de toda
la gente “mala”, es decir, de aquellos con los que no están de acuerdo.
Sueñan con un sistema perfecto de gobierno que (según piensan) ya
existiría desde hace mucho tiempo si esta gente “mala”, guiada por la
estupidez y el egoísmo, no hubiera obstaculizado su establecimiento.
Una escuela moderna supuestamente
científica de reformistas rechaza estas medidas violentas y echa la
culpa de todo lo que se considera deficiente en las condiciones humanas
al supuesto fracaso de lo que llama la “ciencia política”. Las ciencias
naturales, dicen, han avanzado considerablemente en los últimos siglos y
la tecnología nos ofrece casi mensualmente nuevos instrumentos que
hacen la vida más agradable. Pero “el progreso político ha sido nulo”.
La razón es que “la ciencia política se detuvo”.[1] La ciencia política
tendría que adoptar los métodos de las ciencias naturales: no debería
seguir perdiendo su tiempo en meras especulaciones, sino estudiar los
“hechos”. Pues, como en las ciencias naturales, “se necesitan los hechos
antes de las teorías”.[2]
Difícilmente puede uno malentender más
lamentablemente todos los aspectos de las condiciones humanas.
Restringiendo nuestra crítica a los problemas epistemológicos
planteados, tenemos que decir: Lo que hoy se llama “ciencia política” es
esa rama de la historia que se ocupa de la historia de las
instituciones políticas y de la historia del pensamiento político
manifestado en los escritos de autores que disertaron acerca de las
instituciones políticas y diseñaron planes para alterarlas. Es historia,
y como tal no puede, como se ha apuntado antes, proporcionar nunca
ningún “hecho” en el sentido en que se usa este término en las ciencias
naturales experimentales. No hay necesidad de pedir a los científicos
políticos que ensamblen todos los hechos del pasado remoto y de la
historia reciente, calificados falsamente como “experiencia
presente”.[3]Realmente, hacen todo lo que puede hacerse a este respecto.
Y no tiene sentido decirles que las conclusiones derivadas de este
material tendrían que “probarse mediante experimentos”.[4] Es superfluo
repetir que las ciencias de la acción humana no pueden realizar ningún
experimento.
Sería absurdo afirmar apodícticamente
que la ciencia nunca conseguirá desarrollar una doctrina apriorística
praxeológica de organización política que ponga una ciencia teórica al
nivel de la disciplina puramente histórica de la ciencia política. Todo
lo que podemos decir hoy es que ningún hombre vivo sabe cómo podría
construirse una ciencia así. Pero incluso aunque esa nueva rama de la
praxeología fuera a aparecer algún día, no serviría para tratar el
problema que filósofos y estadistas estaban y están ansiosos por
resolver.
El que toda acción humana tenga que
juzgarse y se juzgue por sus frutos o resultados es una antigua
obviedad. Es un principio con respecto al cual los Evangelios están de
acuerdo con las enseñanzas a menudo mal entendidas de la filosofía
utilitaria. Pero lo crucial es que la gente difiere ampliamente una de
otra en su valoración de los resultados. Lo que algunos consideran como
bueno o mejor es a menudo rechazado con vigor por otros como
completamente malo. A los utópicos no les preocupaba decirnos que la
disposición de los asuntos del estado satisfaría mejor a sus
conciudadanos. Simplemente exponían qué condiciones del resto de la
humanidad serían más satisfactorias para ellos. Ni a ellos ni a sus
adeptos que trataban de aplicar sus programas se les ocurrió nunca que
hay una diferencia fundamental entre estas dos cosas. Los dictadores
soviéticos y sus séquitos piensan que todo está bien en Rusia si ellos
están satisfechos.
Pero incluso si dejáramos aparte este
asunto, tenemos que destacar que el concepto del sistema perfecto de
gobierno es engañoso y contradictorio.
Los que eleva al hombre por encima de
todos los demás animales es el conocimiento de que la cooperación
pacífica bajo el principio de la división del trabajo es un método mejor
de preservar la vida y eliminar la incomodidad percibida que dedicarse a
la competencia biológica despiadada por lo que los filósofos han
llamado el estado de naturaleza o helium omnium contra omnes o la ley de
selva. Sin embargo, para preservar la paz, es indispensable estar
dispuestos, como lo están los seres humanos, a repeler con la violencia
cualquier agresión, ya sea por parte de matones interiores o de enemigos
exteriores. Así, la cooperación humana pacífica, el prerrequisito de la
prosperidad y la civilización, no puede existir sin un aparato social
de coerción y coacción, es decir, sin un gobierno. Los males de la
violencia, el robo y el asesinato solo pueden prevenirse por una
institución que, siempre que se necesite, recurra a los mismos métodos
de actuación para cuya prevención ha sido establecida. Aquí aparece una
distinción entre el empleo ilegal de la violencia y el recurso legítimo a
ella. Ante el conocimiento de este hecho, algunos han calificado al
gobierno de un mal, aunque admitan que sea un mal necesario. Sin
embargo, lo que se requiere para alcanzar in fin visto y considerado
como beneficioso no es un mal en la connotación moral del término, sino
un medio, el precio a pagar por ello. Aún así, permanece el hecho de que
acciones que se consideran altamente objetables y delictivas cuando las
perpetran personas “no autorizadas” se aprueban cuando las cometen las
“autoridades”.
El gobierno como tal no solo no es un
mal, sino la institución más necesaria y beneficiosa, pues sin él no
podría desarrollarse ni preservarse ninguna cooperación social duradera
ni civilización. Es un medio para ocuparse de la imperfección propia de
muchos, tal vez la mayoría de toda la gente. Si todos los hombres fueran
capaces de darse cuenta de que la alternativa a la cooperación social
pacífica es la renuncia a todo lo que distingue al homo sapiens de las
bestias carnívoras y si todos tuvieran la fortaleza moral como para
actuar de acuerdo con ello, no habría necesidad del establecimiento de
un aparato social de coerción y opresión. No es que el estado sea un
mal, sino que los defectos de la mente y el carácter humano que
requieren imperativamente la operación de un poder de policía. El
gobierno y el estado nunca pueden ser perfectos, porque deben su raison
d'être a la imperfección del hombre y solo pueden alcanzar su fin, la
eliminación del impulso humano innato a la violencia, recurriendo a la
violencia, lo mismo que se pretende que eviten.
Es un arma de doble filo otorgar a una
persona o grupo de personas la autoridad para recurrir a la violencia.
El incentivo implícito es demasiado tentador para un ser humano. Los
hombres que han de proteger a la comunidad contra la agresión violenta
se convierten fácilmente en los agresores más peligrosos. Transgreden su
mandato. Usan incorrectamente su poder para oprimir a quienes esperan
que les defiendan de la opresión. El principal problema político es cómo
impedir que el poder policial se convierta en tiránico. Ese es el
significado de todas las luchas por la libertad. La característica
esencial de la civilización occidental que la distingue de las
civilizaciones detenidas y petrificadas del este fue y es su
preocupación por la libertad frente al estado. La historia de Occidente,
desde la época de las πολις griegas hasta la resistencia al socialismo
del día de hoy, es esencialmente la historia de la lucha por la libertad
contra las invasiones de los funcionarios.
Una escuela de pensamientos superficial
de filósofos sociales, los anarquistas, eligió ignorar el asunto
sugiriendo una organización de la humanidad sin estados. Simplemente
olvidaron el hecho de que los hombres no son ángeles. Son demasiado
torpes como para darse cuenta de que a corto plazo un individuo o un
grupo de individuos pueden ciertamente avanzar en sus propios intereses a
costa de los intereses a largo plazo de otra gente e incluso de los
suyos propios. Una sociedad que no esté dispuesta a detener los ataques
de esos atacantes asociales y miopes está indefensa y a merced de sus
miembros menos inteligentes y más brutales. Mientras que Platón
fundamentaba su utopía en la esperanza de que esté disponible un pequeño
grupo de filósofos perfectamente sabios y moralmente impecables para la
dirección suprema de los asuntos, los anarquistas suponían que todos
los hombres sin excepción estarían dotados de la sabiduría perfecta y la
impecabilidad moral. No entendían que ningún sistema de cooperación
social puede eliminar el dilema entre los intereses de un hombre o un
grupo a corto plazo y los que hay a largo plazo.
La propensión atávica del hombre a
someter por la fuerza a las demás personas se manifiesta claramente en
la popularidad de la que disfruta el esquema socialista. El socialismo
es totalitario. El autócrata o el consejo de autócratas son los únicos
que pueden actuar. Todos los demás hombres estarán privados de
discreción para elegir o apuntar a los fines elegidos; los oponentes
serán liquidados. Al aprobar este plan, todo socialista supone
tácitamente que los dictadores, los encargados de la gestión de la
producción y todas las funciones del gobierno, cumplirán precisamente
con sus propias ideas acerca de lo que es deseable y lo que no lo es. Al
divinizar el estado (si es un marxista ortodoxo, lo llama la sociedad) y
asignarle un poder ilimitado, se diviniza a sí mismo y apunta a la
supresión violenta de todos aquéllos con quienes está en desacuerdo. El
socialista no ve ningún problema en la dirección de los asuntos
políticos porque solo le importa su propia satisfacción y no tiene en
cuenta la posibilidad de que un gobierno socialista no actúe de una
forma que a él no le guste.
Los “científicos políticos” están libres
de las ilusiones y los autoengaños que afectan al juicio de anarquistas
y socialistas. Pero ocupados con el estudio del inmenso material
histórico, se empezaron a preocupar por el detalle, por los innumerables
ejemplos de pequeños celos, envidias, ambiciones personales y codicia
que mostraban los actores en la escena política. Adscriben el fracaso de
todos los sistemas políticos hasta ahora intentados a las debilidades
morales e intelectuales del hombre. Tal y como lo ven, los sistemas
fracasaron porque su funcionamiento satisfactorio habría requerido
hombres de cualidades morales e intelectuales solo excepcionalmente
presentes en la realidad. A partir de esta doctrina, trataron de
escribir planes para un orden político que pudiera funcionar
automáticamente, por decirlo así, y no se viera afectado por la
ineptitud y los defectos de los hombres. La constitución ideal tendría
que garantizar una dirección inmaculada de los asuntos públicos a pesar
de la corrupción e ineficiencia de los gobernantes y el pueblo. Los que
buscan un sistema legal así no caen en las ilusiones de los autores
utópicos que suponían que todos los hombres o al menos una minoría de
hombres superiores son intachables y eficientes. Disfrutaban de una
aproximación realista al problema. Pero nunca plantearon la pregunta de
cómo los hombres contaminados por todos los defectos inherentes a la
condición humana podrían ser inducidos a someterse voluntariamente a un
orden que les impediría dar rienda suelta a sus caprichos y modas.
Sin embargo, la principal deficiencia de
esta aproximación supuestamente realista al problema no es ésta. Ha de
verse en la ilusión de que el gobierno, una institución cuya función
esencial es el empleo de la violencia, podría funcionar de acuerdo con
los principios de moralidad que condenan perentoriamente el recurso a la
violencia. El gobierno busca mediante la fuerza el sometimiento, el
encarcelamiento y la muerte. La gente puede tender a olvidarlo porque el
ciudadano que cumple las leyes se somete dócilmente a las órdenes de
las autoridades para evitar el castigo. Pero los juristas son más
realistas y califican a una ley a la que no se asocia una sanción como
una ley imperfecta. La autoridad de la ley hecha por los hombres se debe
completamente a las armas de los policías que obligan a obedecer sus
provisiones. Nada de lo que pueda decirse acerca de la necesidad de
acción gubernamental y de los beneficios que de esto se derivan puede
eliminar o mitigar el sufrimiento de quienes languidecen en prisión.
Ninguna reforma puede hacer perfectamente satisfactoria la operación de
una institución cuya actividad esencial consiste en infligir dolor.
La responsabilidad por el fracaso en
descubrir un sistema perfecto de gobierno no se basa en el supuesto
retraso de lo que se llama la ciencia política. Si los hombres fueran
perfectos, no habría necesidad de gobierno. Con hombres imperfectos
ningún sistema de gobierno podría funcionar satisfactoriamente.
La preeminencia del hombre consiste en
su poder de elegir fines y recurrir a medios para alcanzar los fines
elegidos: las actividades del gobierno se dirigen a restringir esta
discreción a los individuos. Todo hombre trata de evitar lo que le
produce dolor; las actividades del gobierno consisten en definitiva en
infligir dolor. Todos los grandes logros de la humanidad fueron producto
de un esfuerzo espontáneo por parte de individuos; el gobierno
sustituye la acción voluntaria por la coacción. Es verdad que el
gobierno es indispensable porque los hombres no son intachables. Pero
diseñado para ocuparse de algunos aspectos de la imperfección humana,
nunca puede ser perfecto.
Ludwig von Mises es
reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento
económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor
prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica,
historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus
contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a
la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la
integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la
demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver
el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en
reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la
acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.
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