27 febrero, 2012

¿En qué momento se jodió la derecha peruana?

¿En qué momento se jodió la derecha peruana?

Derecha peruanaPor Alvaro Vargas LLosa
Veo en lo que está convertida, con excepciones honrosas, nuestra derecha y pienso: en el momento en que nuestra economía y nuestra sociedad sufren mudanzas asombrosas sin el complemento de unas instituciones que estén a la altura de esos cambios, lo que sucede es trágico. ¿Cómo es posible que la tradición de la derecha peruana, de la que fueron epítomes, en el siglo 19, un Bartolomé Herrera, un Nicolás de Piérola o un José de la Riva Agüero y Osma –discutibles todos pero qué estatura–, esté convertida en ese detrito que afea el espacio? ¿En qué momento el autoritarismo peruano con ideas, cultura, valor e intuición pasó a ser esa mueca triste que dibujan en el lienzo de la vida pública cada acto y cada palabra de nuestra derecha? En qué momento el niño Goyito perdió el barco? 
En otras palabras: ¿cuándo y por qué pasó la derecha de aspirar al orden, la salvación espiritual y las jerarquías a la pendejada diminutiva, la vileza sin vuelo, la maledicencia embotada, única aspiración vital de esos parlamentarios cuyo norte son las amnistías para presidiarios, esos plumíferos para quienes copiar Wikipedia, contratar avisos del Estado y envidiar hasta el físico ajeno pasa por solvencia profesional, esos clérigos que no saben hablar porque no saben leer y esos mercachifles que se dicen empresarios pero están menos interesados en crear riqueza que en evitar que otros la creen y le temen a la luz, es decir a la información y la verdad, como el búho a la mañana? ¿Cuándo y por qué la DBA bautizada por Juan Carlos Tafur y propagada por Augusto Álvarez Rodrich fagocitó la tabla de valores de la derecha peruana?

No puedo aquí contar esta abracadabrante historia como habría que contarla, pero una razón de peso está en la eternal ausencia de un espacio liberal en la vida republicana.
En el siglo 19, el liberalismo fueron cuatro gatos brillantes y a veces contradictorios: un Manuel Vidaurre, un Francisco González de Paula Vigil o un José Gálvez (y quizá hasta al anarquista González Prada). El militarismo (no tuvimos un presidente civil hasta 1872 y luego el civilismo le cerró las puertas al Partido Demócrata) y el mercantilismo (el maridaje del guano y el Estado, del que el Partido Civil fue expresión política) se las arreglaron para impedir, a pesar de esporádicos y tímidos intentos, por ejemplo bajo Ramón Castilla, el desmontaje de la herencia colonial.
En el siglo 20, a raíz del interminable enfrentamiento entre aprismo y antiaprismo el país quedó polarizado entre dos fuerzas que nuevamente le cerraron el espacio al liberalismo. El autoritarismo (el leguiísmo, el sanchecerrismo, el pradismo y el odriísmo) y el mercantilismo (el azúcar y el algodón reemplazaron al guano pero no la forma de entender la riqueza) se legitimaron en el choque perpetuo con el partido de Haya de la Torre, con el que luego algunos de ellos acabaron aliados. En aquel forcejeo, el socialismo y el nacionalismo que informan el ideario del Apra ven postergado su acceso al poder hasta que Velasco hace suyo ese programa y el primer Alan García lo remata.
Como había ocurrido en el siglo 19, en esa dinámica de autoritarios, el liberalismo quedó reducido a ciertos chispazos (Pedro Beltrán y más tarde el Movimiento Libertad, por ejemplo). Pero no hubo un esfuerzo de larga duración y exitoso por traducir en las instituciones y en el orden jurídico –y por tanto por potenciar mediante los instrumentos de la igualdad ante la ley y la ausencia de privilegios– las cosas importantísimas que sucedían en la sociedad: el surgimiento de una industria nacional, las migraciones rurales, el mestizaje definitivo y el desborde popular del Estado, como lo llamó Matos Mar. Las agrupaciones existentes fueron hurtando pedacitos del ideario liberal sin entender lo que esa concepción de los derechos del individuo significaba a plenitud. El resultado fue, a la larga, una bastardización del liberalismo. A tal punto que parte de la DBA se define como liberal, que es como si Ceausescu se declarase progresista.
En el interín, las nuevas clases medias, y en particular sus sectores profesionales, produjeron agrupaciones que pretendían traducir al idioma local las corrientes extranjeras: Acción Popular (desarrollismo) y la Democracia Cristiana (socialcristianismo), luego refundada como PPC. El partido de Belaunde tenía en programas como Cooperación Popular y en su lealtad al Estado de Derecho elementos liberales, pero su evolución quedó truncada por dos golpes de Estado, primero el de Velasco y luego el de Fujimori. El PPC, menos desarrollista en su visión económica pero también más elitista, sufrió las consecuencias de su alianza con AP en los ochenta y, finalmente, el devastador efecto del régimen dictatorial de los años noventa, que lo sumió en una crisis existencial, escindido, como estaba, entre un deber ser democrático y un querer ser fujimorista.
En el orden empresarial, la segunda parte del siglo 20 también ahogó esfuerzos de avanzada –de liberalismo empresarial, si se quiere– como el que simbolizaron, en la pesca, un Banchero Rossi y en la agricultura algunos hacendados mejores que el resto.
La dictadura de los noventa, forzada a abrir y privatizar parte de la economía por el agotamiento del modelo heredado, acabó de expulsar al liberalismo de la ciudad. Vació de sustancia esa palabra, asociándola a la negación de mucho de lo que significa; de paso, canibalizó a la derecha peruana, como un mecánico que desmonta las partes de una máquina y construye con ellas el cacharro que se le ocurre. Esa derecha renunció a ser para medrar o, casi da lo mismo, para no sentir el frío que se siente fuera del poder (sin darse cuenta de que se hincaba ante el más frío de los monstruos, como llamó Nietzsche al Estado). La imagen, tiempo después, en la segunda vuelta del 2011, de la derecha encaramada literal y figuradamente en el estrado del fujimorismo para empujar de regreso al Perú al pantano institucional de los noventa, mostró que sigue moralmente exangüe, políticamente tullida e intelectualmente yerma.
Que una década después los periódicos y televisiones, los partidos y dirigentes, y los empresarios y curas de la derecha abdicaran de los valores morales no fue la causa de que hoy la DBA campee en ese segmento del espectro ideológico: fue un síntoma de degeneración. El tránsito de la derecha ilustrada a la DBA resume la historia de una degeneración dos veces secular.
Hace dos décadas, el principal problema del Perú era, o parecía, sobre todo su izquierda: su lealtad a las instituciones republicanas era dudosa (el extremismo la había acomplejado) y había desatendido la lección del estatismo de los sesenta, setenta y ochenta, que había desacoplado al Perú del relativo progreso de otros países latinoamericanos. Pero esa izquierda evolucionó. Lo hizo de forma desigual y contradictoria, pero lo hizo, a pesar de que subsiste una izquierda jurásica. Hay una izquierda que apuesta mayoritariamente por las instituciones republicanas y no propugna el regreso al Estado de ayer aun cuando cree que el objetivo central de las políticas públicas es recaudar más, gastar más y proteger o ensanchar el ámbito de los sectores ‘estratégicos’.
Que un sector clave de la izquierda que acompañó a Ollanta Humala y hoy ve con recelo el rumbo del gobierno haya optado por seguir aliada con él refleja en parte dicha evolución. Con dolores de parto traumático, esa izquierda asume con ello la ‘Hoja de ruta’ ya no por razones electorales sino en su rol de soporte del gobierno, desde el Congreso, el Ejecutivo o la diplomacia. Para quienes creemos que la izquierda no va a desaparecer, hay un inequívoco progreso: si mantiene esa línea, la mejor izquierda irá marginando a la otra. Los países con una izquierda moderna no se han librado de la antimoderna: la han expulsado a los márgenes. El desarrollo no es posible si la izquierda no se desarrolla también.
En la derecha, los términos están invertidos: no son los civilizados los que van ganando la partida a los trogloditas. Hay casos notables de melancólicos que tratan de significar algo más digno que el salvajismo de derechas: sin embargo, están acorralados por la DBA, minoritaria sociológicamente pero dominante política, periodística y empresarialmente. No logran –ni siquiera intentan– desfujimorizarse y reencarnarse en una derecha más o menos liberal, como la surgida en Brasil, México, Chile, Uruguay o Colombia. Son meras comparsas o validos de la DBA porque han abdicado de toda responsabilidad cívica.
Aunque en partes del ámbito empresarial hay una visión más competitiva que antes, son por antonomasia los nuevos empresarios, los surgidos de abajo, quienes van modernizando al Perú. Los de arriba o han sido barridos por la globalización, o han debido asociarse, a la fuerza, con los de afuera, o han hecho un ejercicio de esquizofrenia: siendo modernos empresarialmente, su contribución a nuestra polis es retardataria. Por tanto su contribución a la sociedad, más allá de la productiva, es retardataria. Una clase empresarial retardataria no puede ser productiva indefinidamente. Si no, el positivismo de un Porfirio Díaz o de un Juan Vicente Gómez, por nombrar dos períodos autoritarios de un gran dinamismo capitalista, no hubieran fracasado en México y Venezuela.
El problema no es que intentasen devolvernos a los tiempos de la dictadura; vituperen el informe de la Comisión de la Verdad que desconocen; sospechen que la democracia está bien sólo para Estados Unidos y Europa; crean que los recelos de las comunidades contra el Estado propietario del subsuelo que entrega concesiones a capitales forasteros deben ser atropellados por la bota; aspiren a que las ONG sean proscritas; pretendan que los diarios libres sean perseguidos o insinúen que los políticos de izquierda también. El problema no es que crean que la Corte Interamericana de Derechos Humanos es una conspiración o los derechos humanos una cojudez, ni que hayan saturado las redes sociales de racismo y violencia. El problema tampoco es que, incapaces de ganar una sola de las batallas delirantes que emprenden, traten ahora ingenuamente de que Humala sea uno de los suyos o propugnen que la universidad peruana sea apéndice del clero más bruto y achorado para corregir los devaneos socialdemócratas. No, el mayor problema ni siquiera es su mentalidad de campanario o en que suspiren por una alianza entre Alan García y el fujimontesinismo para el 2016.
No, el verdadero problema, aquel que no debemos perder de vista, es que la DBA, que no significa nada aunque practique el onanismo de creerse algo, puede acabar incubando una IBA, una izquierda bruta y achorada, como ya sucedió. Velasco no hubiera sido posible si a Haya no le hubieran cerrado las puertas del poder, como el primer Alan García no habría sido posible si entre 1980 y 1985 la derecha hubiera empujado al gobierno a desmontar la herencia velasquista. Y Sendero Luminoso no habría sido posible si la radicalización de la izquierda, producto de una América Latina en la que la derecha antediluviana cerró las puertas al liberalismo, no hubiera anidado en un sector medio de provincias poseído por el resentimiento social.
Ese es el mayor peligro: que la DBA nos traiga de vuelta una IBA capaz de revertir el proceso gradual, incompleto, de modernización de la izquierda y del país. El Movadef o variantes más benignas no tienen hoy mejor aliado que la DBA. ¿De acuerdo, Zavalita?

2 comentarios:

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