¿En qué momento se jodió la derecha peruana?
Veo en lo que está convertida, con
excepciones honrosas, nuestra derecha y pienso: en el momento en que
nuestra economía y nuestra sociedad sufren mudanzas asombrosas sin el
complemento de unas instituciones que estén a la altura de esos cambios,
lo que sucede es trágico. ¿Cómo es posible que la tradición de la
derecha peruana, de la que fueron epítomes, en el siglo 19, un Bartolomé
Herrera, un Nicolás de Piérola o un José de la Riva Agüero y Osma
–discutibles todos pero qué estatura–, esté convertida en ese detrito
que afea el espacio? ¿En qué momento el autoritarismo peruano con ideas,
cultura, valor e intuición pasó a ser esa mueca triste que dibujan en
el lienzo de la vida pública cada acto y cada palabra de nuestra
derecha? En qué momento el niño Goyito perdió el barco?
En otras palabras:
¿cuándo y por qué pasó la derecha de aspirar al orden, la salvación
espiritual y las jerarquías a la pendejada diminutiva, la vileza sin
vuelo, la maledicencia embotada, única aspiración vital de esos
parlamentarios cuyo norte son las amnistías para presidiarios, esos
plumíferos para quienes copiar Wikipedia, contratar avisos del Estado y
envidiar hasta el físico ajeno pasa por solvencia profesional, esos
clérigos que no saben hablar porque no saben leer y esos mercachifles
que se dicen empresarios pero están menos interesados en crear riqueza
que en evitar que otros la creen y le temen a la luz, es decir a la
información y la verdad, como el búho a la mañana? ¿Cuándo y por qué la
DBA bautizada por Juan Carlos Tafur y propagada por Augusto Álvarez
Rodrich fagocitó la tabla de valores de la derecha peruana?
No puedo aquí contar
esta abracadabrante historia como habría que contarla, pero una razón
de peso está en la eternal ausencia de un espacio liberal en la vida
republicana.
En el siglo 19, el
liberalismo fueron cuatro gatos brillantes y a veces contradictorios: un
Manuel Vidaurre, un Francisco González de Paula Vigil o un José Gálvez
(y quizá hasta al anarquista González Prada). El militarismo (no tuvimos
un presidente civil hasta 1872 y luego el civilismo le cerró las
puertas al Partido Demócrata) y el mercantilismo (el maridaje del guano y
el Estado, del que el Partido Civil fue expresión política) se las
arreglaron para impedir, a pesar de esporádicos y tímidos intentos, por
ejemplo bajo Ramón Castilla, el desmontaje de la herencia colonial.
En el siglo 20, a
raíz del interminable enfrentamiento entre aprismo y antiaprismo el país
quedó polarizado entre dos fuerzas que nuevamente le cerraron el
espacio al liberalismo. El autoritarismo (el leguiísmo, el
sanchecerrismo, el pradismo y el odriísmo) y el mercantilismo (el azúcar
y el algodón reemplazaron al guano pero no la forma de entender la
riqueza) se legitimaron en el choque perpetuo con el partido de Haya de
la Torre, con el que luego algunos de ellos acabaron aliados. En aquel
forcejeo, el socialismo y el nacionalismo que informan el ideario del
Apra ven postergado su acceso al poder hasta que Velasco hace suyo ese
programa y el primer Alan García lo remata.
Como había ocurrido
en el siglo 19, en esa dinámica de autoritarios, el liberalismo quedó
reducido a ciertos chispazos (Pedro Beltrán y más tarde el Movimiento
Libertad, por ejemplo). Pero no hubo un esfuerzo de larga duración y
exitoso por traducir en las instituciones y en el orden jurídico –y por
tanto por potenciar mediante los instrumentos de la igualdad ante la ley
y la ausencia de privilegios– las cosas importantísimas que sucedían en
la sociedad: el surgimiento de una industria nacional, las migraciones
rurales, el mestizaje definitivo y el desborde popular del Estado, como
lo llamó Matos Mar. Las agrupaciones existentes fueron hurtando
pedacitos del ideario liberal sin entender lo que esa concepción de los
derechos del individuo significaba a plenitud. El resultado fue, a la
larga, una bastardización del liberalismo. A tal punto que parte de la
DBA se define como liberal, que es como si Ceausescu se declarase
progresista.
En el interín, las
nuevas clases medias, y en particular sus sectores profesionales,
produjeron agrupaciones que pretendían traducir al idioma local las
corrientes extranjeras: Acción Popular (desarrollismo) y la Democracia
Cristiana (socialcristianismo), luego refundada como PPC. El partido de
Belaunde tenía en programas como Cooperación Popular y en su lealtad al
Estado de Derecho elementos liberales, pero su evolución quedó truncada
por dos golpes de Estado, primero el de Velasco y luego el de Fujimori.
El PPC, menos desarrollista en su visión económica pero también más
elitista, sufrió las consecuencias de su alianza con AP en los ochenta
y, finalmente, el devastador efecto del régimen dictatorial de los años
noventa, que lo sumió en una crisis existencial, escindido, como estaba,
entre un deber ser democrático y un querer ser fujimorista.
En el orden
empresarial, la segunda parte del siglo 20 también ahogó esfuerzos de
avanzada –de liberalismo empresarial, si se quiere– como el que
simbolizaron, en la pesca, un Banchero Rossi y en la agricultura algunos
hacendados mejores que el resto.
La dictadura de los
noventa, forzada a abrir y privatizar parte de la economía por el
agotamiento del modelo heredado, acabó de expulsar al liberalismo de la
ciudad. Vació de sustancia esa palabra, asociándola a la negación de
mucho de lo que significa; de paso, canibalizó a la derecha peruana,
como un mecánico que desmonta las partes de una máquina y construye con
ellas el cacharro que se le ocurre. Esa derecha renunció a ser para
medrar o, casi da lo mismo, para no sentir el frío que se siente fuera
del poder (sin darse cuenta de que se hincaba ante el más frío de los
monstruos, como llamó Nietzsche al Estado). La imagen, tiempo después,
en la segunda vuelta del 2011, de la derecha encaramada literal y
figuradamente en el estrado del fujimorismo para empujar de regreso al
Perú al pantano institucional de los noventa, mostró que sigue
moralmente exangüe, políticamente tullida e intelectualmente yerma.
Que una década
después los periódicos y televisiones, los partidos y dirigentes, y los
empresarios y curas de la derecha abdicaran de los valores morales no
fue la causa de que hoy la DBA campee en ese segmento del espectro
ideológico: fue un síntoma de degeneración. El tránsito de la derecha
ilustrada a la DBA resume la historia de una degeneración dos veces
secular.
Hace dos décadas, el
principal problema del Perú era, o parecía, sobre todo su izquierda: su
lealtad a las instituciones republicanas era dudosa (el extremismo la
había acomplejado) y había desatendido la lección del estatismo de los
sesenta, setenta y ochenta, que había desacoplado al Perú del relativo
progreso de otros países latinoamericanos. Pero esa izquierda
evolucionó. Lo hizo de forma desigual y contradictoria, pero lo hizo, a
pesar de que subsiste una izquierda jurásica. Hay una izquierda que
apuesta mayoritariamente por las instituciones republicanas y no
propugna el regreso al Estado de ayer aun cuando cree que el objetivo
central de las políticas públicas es recaudar más, gastar más y proteger
o ensanchar el ámbito de los sectores ‘estratégicos’.
Que un sector clave
de la izquierda que acompañó a Ollanta Humala y hoy ve con recelo el
rumbo del gobierno haya optado por seguir aliada con él refleja en parte
dicha evolución. Con dolores de parto traumático, esa izquierda asume
con ello la ‘Hoja de ruta’ ya no por razones electorales sino en su rol
de soporte del gobierno, desde el Congreso, el Ejecutivo o la
diplomacia. Para quienes creemos que la izquierda no va a desaparecer,
hay un inequívoco progreso: si mantiene esa línea, la mejor izquierda
irá marginando a la otra. Los países con una izquierda moderna no se han
librado de la antimoderna: la han expulsado a los márgenes. El
desarrollo no es posible si la izquierda no se desarrolla también.
En la derecha, los
términos están invertidos: no son los civilizados los que van ganando la
partida a los trogloditas. Hay casos notables de melancólicos que
tratan de significar algo más digno que el salvajismo de derechas: sin
embargo, están acorralados por la DBA, minoritaria sociológicamente pero
dominante política, periodística y empresarialmente. No logran –ni
siquiera intentan– desfujimorizarse y reencarnarse en una derecha más o
menos liberal, como la surgida en Brasil, México, Chile, Uruguay o
Colombia. Son meras comparsas o validos de la DBA porque han abdicado de
toda responsabilidad cívica.
Aunque en partes del
ámbito empresarial hay una visión más competitiva que antes, son por
antonomasia los nuevos empresarios, los surgidos de abajo, quienes van
modernizando al Perú. Los de arriba o han sido barridos por la
globalización, o han debido asociarse, a la fuerza, con los de afuera, o
han hecho un ejercicio de esquizofrenia: siendo modernos
empresarialmente, su contribución a nuestra polis es retardataria. Por
tanto su contribución a la sociedad, más allá de la productiva, es
retardataria. Una clase empresarial retardataria no puede ser productiva
indefinidamente. Si no, el positivismo de un Porfirio Díaz o de un Juan
Vicente Gómez, por nombrar dos períodos autoritarios de un gran
dinamismo capitalista, no hubieran fracasado en México y Venezuela.
El problema no es
que intentasen devolvernos a los tiempos de la dictadura; vituperen el
informe de la Comisión de la Verdad que desconocen; sospechen que la
democracia está bien sólo para Estados Unidos y Europa; crean que los
recelos de las comunidades contra el Estado propietario del subsuelo que
entrega concesiones a capitales forasteros deben ser atropellados por
la bota; aspiren a que las ONG sean proscritas; pretendan que los
diarios libres sean perseguidos o insinúen que los políticos de
izquierda también. El problema no es que crean que la Corte
Interamericana de Derechos Humanos es una conspiración o los derechos
humanos una cojudez, ni que hayan saturado las redes sociales de racismo
y violencia. El problema tampoco es que, incapaces de ganar una sola de
las batallas delirantes que emprenden, traten ahora ingenuamente de que
Humala sea uno de los suyos o propugnen que la universidad peruana sea
apéndice del clero más bruto y achorado para corregir los devaneos
socialdemócratas. No, el mayor problema ni siquiera es su mentalidad de
campanario o en que suspiren por una alianza entre Alan García y el
fujimontesinismo para el 2016.
No, el verdadero
problema, aquel que no debemos perder de vista, es que la DBA, que no
significa nada aunque practique el onanismo de creerse algo, puede
acabar incubando una IBA, una izquierda bruta y achorada, como ya
sucedió. Velasco no hubiera sido posible si a Haya no le hubieran
cerrado las puertas del poder, como el primer Alan García no habría sido
posible si entre 1980 y 1985 la derecha hubiera empujado al gobierno a
desmontar la herencia velasquista. Y Sendero Luminoso no habría sido
posible si la radicalización de la izquierda, producto de una América
Latina en la que la derecha antediluviana cerró las puertas al
liberalismo, no hubiera anidado en un sector medio de provincias poseído
por el resentimiento social.
Ese es el mayor
peligro: que la DBA nos traiga de vuelta una IBA capaz de revertir el
proceso gradual, incompleto, de modernización de la izquierda y del
país. El Movadef o variantes más benignas no tienen hoy mejor aliado que
la DBA. ¿De acuerdo, Zavalita?
2 comentarios:
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