by Nora Fernández
La
Tierra es nuestro hogar pero no la respetamos, en parte porque
desarrollamos una cultura que respeta la fuerza pero no el balance, ni
la paz, ni lo sustentable. Avasallar, oprimir, reprimir, consumir y
destruir sin mayores miramientos son componentes esenciales de esa
cultura, que es de usar y tirar. Favorecemos, por otra parte, una buena
imagen de nosotros mismos, nos cuesta aceptarnos como consumidores,
opresores y depredadores, por eso perfeccionamos una perspectiva bífida
de nosotros y de nuestra forma de vivir, acostumbramos a lidiar con lo
desagradable obviándolo. Entonces, aunque la creciente contaminación nos
pone en serio peligro evitamos, generalmente, pensar en eso. Bloqueamos
lo inconveniente tanto como los pensamientos inquietantes y nos
dedicarnos al asunto de vivir “en el hoy,” sin pensar demasiado ni en el
ayer ni en el mañana. Olvidando que las gentes sin historia
generalmente son gentes sin futuro.
El
futuro es imposible de predecir, dicen muchos, y pienso que sin duda es
cierto pero que no hay que confundir tampoco. Predecir es un asunto
difícil, pero la evaluación crítica de futuros posibles no lo es, si
atendemos un poco notamos que ella nos guía en nuestra vida diaria. Es
la razón por la que los más cuerdos no manejamos borrachos ni bajo la
influencia de otras drogas, y por la que no testeamos la ley de gravedad
tirándonos de un sexto piso. Todos usamos un nivel de evaluación
crítica de futuros posibles, aunque no seamos tan conscientes de ello.
La prensa colabora en este asunto de convencernos de vivir sin mirar más allá y optimistamente
focalizados en el hoy, imaginando que eventualmente la ciencia o la
tecnología han de sacarnos la “olla hirviente” del medio ambiente del
fuego, justo antes de que se nos queme totalmente. Pero es
crecientemente obvio que la contaminación amenaza con dejarnos parias en
un planeta desertificado, inundado, contaminado, con una biosfera
destruida o en vías de destrucción. Y esto ya no parece pesimista sino
mirar la situación con la seriedad que merece. Si hacemos pública
nuestra seriedad, sin embargo, se nos mira mal o se nos deja como a Juan
el Bautista predicando en el desierto. De allí que aprendamos a callar,
a hablar solo lo aceptable, imponiéndonos la auto censura, que es muy
eficiente.
Entiendo
perfectamente que no estoy sola en esto de decir o no lo que pienso, o
de edulcorarlo a gusto para que me escuchen. Oradores mucho más
importantes se sienten sujetos a estas limitaciones; Fidel, sin ir más
lejos, decidió posponer sus comentarios sobre el peligro de una tercera
guerra mundial hasta bien pasadas las fiestas, explicando, que no quería
arruinarlas haciendo pública su perspectiva de que el mundo vive una
gran amenaza. Aparentemente, vivimos la dictadura del optimismo pueril,
basado en “nada.” Muchos y muchas caminan con sus lentes rosados
alegremente hacia el cadalso, confiando quizás que “alguien” solucionara
las cosas. Para los “optimistas porque si nomás” los demás somos
cargosos y quisieran callarnos; se niegan al cuestionamiento de su
perspectiva ilusoria porque les arruina el día, prefieren quizás
quedarse sin hogar y sin reservas, sin agua, sin alimentos, sin abrigo
en un planeta en ruinas, antes de abrir los ojos a esa posibilidad que
los atemoriza.
Las
conversaciones con mi madre, no optimista, terminan casi siempre con un
santo y seña, “siempre que llovió paró.” Ella por no querer asustarme y
yo a ella, y ambas por no pinchar el globo de los optimistas que nos
rodean y que no pueden enfrentar la realidad. Calladamente de acuerdo
llevamos la conversación hasta ese final predecible, no por fe en el fin
de la lluvia, sino al entender que los cambios necesarios no se están
dando y que pocos quieren escuchar. Claro que existen recursos de
energía sustentable (la energía del viento, del sol, del mar) y que se
usan alternativas de reciclado, pero no son suficientes. Hace falta
mucho más. Se trata de transformar la forma en que vivimos, nuestros
valores y nuestros deseos, se trata de un cambio civilizatorio. El santo
y seña nos marca el fin del tema pero somos conscientes del dudoso
privilegio de estar entre ese 20 por ciento que se lo está comiendo todo
y de la necesidad de cambiar el modelo imperante. ¿Qué hacer?
Los
efectos del desastre ambiental se presentan impredecibles, no hay Arca
de Noé ni Refugio contra Holocaustos que nos salven de un invierno
nuclear o de un desastre ecológico. De seguro los más ricos han de tener
sus planes para salvarse. Pero el resto ha de enfrentar la calamidad
sin plan alguno. Y me cuesta entender, dada la creciente evidencia de la
seriedad de la situación, que se haga tan difícil motivar a que la
humanidad entera cuestione el paradigma individualista, desarrollista y
expansionista que nos rige y que ignora que vivimos en un sistema
cerrado e interconectado, uno que como nosotros mismos e
interdependiente y que incluye balances frágiles y necesarios.
Aunque
“pesimista” no pierdo la esperanza de que la iluminación general se dé
en algún momento y cada mañana me intereso por ver si acaso el despertar
haya llegado, me lo imagino concreto y emocionante. Entiendo que
algunos lo vean imposible o posible sólo demasiado tarde o que incluso
argumenten que no será total sino dividido en pequeñitos despertares,
con soluciones parciales lidiando problema por problema de la compleja
realidad. Prefiero la gran transformación porque imagino los costos
personales y comunales que seguir esperando implica. Ser partidaria de
la “iluminación total” habla también de las limitaciones propias, y del
lente que uso.
Las
consecuencias de la contaminación, ya visibles, van desde las sequías a
las inundaciones, que miradas en números como al poder le gusta se
transforman en daños medibles en dinero. Una sequía reciente en Texas
causó daños por más de 5 mil millones de dólares en la agricultura; el
huracán Irene -que llegó a New York menos violento de lo que se
esperaba, causó daños por montos superiores a los que causó Katrina.
Esta historia se repite a lo largo y ancho del planeta: incendios
consumiendo parques nacionales en Chile, inundaciones que afectan la
mitad del territorio de Colombia, sequías en Brasil, inundaciones en la
capital de Tailandia (Bangkok) con costos estimados en 45 mil millones
de dólares.
La
desertificación cubre un tercio de la superficie de la tierra y avanza
debido a la deforestación, la escasez de agua, el deterioro de los
suelos y las alteraciones climáticas. Las áreas secas cubren más del 40
por ciento de la superficie de la Tierra –y en esas tierras viven 1700
millones de personas, la mayoría de los pobres del mundo. La
desertificación resulta de una combinación de factores sociales y
biofísicos, con causas climáticas y naturales y raíces en actividades
humanas de deforestación, intensificación de la agricultura,
sobrepastoreo, salinización, urbanización, polución y conflictos. Es un
problema grave. La guerra no
ayuda: cuando una bomba explota se generan temperaturas muy altas que
aniquilan flora, fauna y gente, pero también destruye la estructura y
composición de los suelos.
Los
cambios climáticos, el efecto invernadero, el derretimiento de los polos
y la contaminación de océanos, mares, ríos, lagos, recursos de agua
potable y subterránea, se suman a la contaminación del aire, a la
realidad del agotamiento de los metales, a la continua tala de árboles,
bosques y junglas, a la destrucción de humedales, al agotamiento y
desaparición de ríos, lagos y otras fuentes de agua. Son temas
interconectados que requieren una transformación enorme en nuestra forma
de vivir, tan grande que se nos presenta abrumadora. Pero es un 20 por
ciento de la población la que consume el 80 por ciento de los recursos y
entre los que tienen menos acceso están los mil millones que sufren
hambre. A pesar del hambre, el 50 por ciento del grano comercializado se
usa para alimentar el ganado y en la producción de biocombustibles.
Teniendo en cuenta que el 40 por ciento de la tierra arable está
deteriorada. Sabemos que cada año desaparecen trece millones de
hectáreas forestales; que un mamífero de cada cuatro, un pájaro de cada
ocho, un anfibio de cada tres, está en vías de extinción -un ritmo 1000
veces más rápido del natural. Sabemos que tres cuartos de los lugares de
pesca están agotados y que las capas heladas de los polos son un 40 por
ciento más delgadas que hace 40 años. No nos asusta parece que se
estime en 200 millones el número de refugiados climáticos para el 2050,
algunos piensan que antes.
El
mundo arde como si sufriera una reacción inflamatoria: la enfermedad
somos nosotros y nuestra forma de vivir. No podemos, o no queremos,
detener esa inflamación. Nuestras actividades se enmarcan en una
ideología que opone “civilización y cultura” a “naturaleza y barbarie.”
Le quita mérito a lo material en favor de una espiritualidad superficial
que nos ayuda a desatender las necesidades
materiales básicas de todos los seres humanos para atender los
caprichos consumistas de los menos. El planeta, disfrazado de “madre
naturaleza” sufre el destino de las madres todas: amadas y
menospreciadas, encargadas de atender la necesidad fundamental de
conexión y de satisfacer necesidades humanas básicas, ignoradas con
respecto al valor de su fundamental contribución. Loadas como santas,
tratadas sin respeto.
La
relación maternal elevada y deprimida al mismo tiempo se visibiliza en
la imagen que Jake Sully, soldado invasor unido a la lucha del pueblo
aborigen en Avatar, explica sobre su propia cultura que es la nuestra:
llegan de un mundo donde ya no queda verde porque “asesinaron a su
madre, y van a hacer lo mismo aquí.” La
dualidad que opone civilización y naturaleza favorece la explotación de
esta última por la primera y nos lleva al exterminio. Una civilización
que destruye a su propia madre, ensucia su hogar que es su nido,
favorece el consumo, el negocio y la guerra, tiene los días contados,
aunque no lo sepa o no lo quiera saber.
Y
aunque la mayoría de los habitantes del planeta no se beneficien de
esto, la mayor parte de los humanos aspiramos, sin embargo, a
“desarrollarnos” siguiendo ese mismo modelo destructor. Un modelo que
funciona muy bien para enriquecer a menos del uno por ciento de la
población, y para ultra enriquecer a un porcentaje mucho menor entre
ellos, unas decenas de miles de personas que son: los verdaderos dueños
del mundo.
Las
élites dominantes enriquecidas brutalmente no se conforman y aspiran a
cada vez más, quieren ser dueñas del patrimonio de la humanidad,
apropiarse del planeta. Es obvio que no tienen en mente compartir ni
pagar el precio que les corresponde por su consumo desmedido y su abuso
del bien común. No está en sus planes solidarizar ni les preocupa
construir un mundo sostenible, igualitario, mejor. Entienden el problema
fundamentalmente desde un ángulo propio, les preocupa el “exceso de
población.” Ancestralmente, temen a las hordas hambrientas y numerosas
que pueden hacer tastabillar su poder y quitarles el control. Su plan es
someterlas, obligarlas a conformarse con vivir apenas o que sucumban al
hambre, la sed, la enfermedad, la falta de sanidad, la angustia o la
violencia.
De
allí la conexión importante con la guerra, esos “puntos calientes”
creados artificialmente, que contribuyen a incendiar el planeta en
llamas, y con los fraudes de las finanzas y los bancos. La guerra no es
sino un método de apropiación de los recursos ajenos, uno que incluye
violación, invasión, robo y crimen, pero que se une a este otro método
efectivo para lo mismo que son los fraudes financieros. Juntos ambos
fabrican el Nuevo Orden bajo nuestros pies, tejen y tejen mientras
dormimos.
Las
explosiones e incendios que destruyen la vida y los suelos y liberan
energía y contaminantes, se unen a los daños que las bombas de la guerra
causan al destruir complejos industriales que liberan contaminantes
adicionales a la atmósfera -dioxinas y tóxicos en la destrucción de una
fábrica de plásticos, amoníaco u otros químicos. En esto se ha
transformado la forma de vida de la civilización occidental en sus
últimos tiempos. El agredido, que responde con lo que tiene, hace
escalar el precio para todos también. En Iraq la quema de pozos
petroleros causó grave contaminación atmosférica, terrestre y de aguas
superficiales y subterráneas -500 pozos de petróleo ardiendo produjeron 3
millones de toneladas de humos contaminantes que provocaron
enfermedades respiratorias, muerte de aves marinas, la ruina de la pesca
y la contaminación de manglares. Según el Instituto de Recursos
Mundiales (World Resource Institute) los residuos tóxicos de esa guerra
afectarán la industria pesquera por más de 100 años.
Las
armas modernas son, además, “exquisitamente” contaminantes y sus efectos
sobre la vida y el planeta han sido poco estudiadas porque el mundo de
las armas es muy reservado. EEUU usó uranio empobrecido en aviones,
tanques, cañones antiminas y minas terrestres durante la Guerra del
Golfo. Estas municiones contaminan químicamente a los seres humanos y al
ambiente. Recién se están haciendo públicos los resultados en Iraq en
términos del aumento del número de abortos, malformaciones, leucemia y
cáncer, particularmente cerca de Basora, pero también en otras áreas del
país.
Un
mundo en guerra, una guerra continua y una economía de guerra. Guerra y
finanzas incluyen la toma de países enteros, que de la esfera pública se
mueven a la privada, privatizando ganancias y bienes, haciendo públicas
pérdidas y costos. Países enteros supeditados al poder privado de la
Banca Mundial -puñado de hombres ricos. Países “enemigos” invadidos y
destruidos y transformados en “aliados” a prepo. Una civilización que
avasalla “diferencias” usando la excusa del proyecto Ilustrado y en
nombre del progreso. Iguales todos, esclavos en un mundo único y global,
Un mundo de comida chatarra, entretenimiento chatarra, prensa chatarra,
filosofía chatarra, sicología chatarra, sentimientos chatarra. Un mundo
de seres humanos chatarra que viven vidas chatarra también.
El
mundo arde, entre guerras y finanzas fraudulentas, pocos tratan de
apagarlo, quienes lo intentan reciben el odio de occidente que con
lenguaje bífido distorsiona lo que dice o directamente miente.
Falsedades que no son simplemente reflejo del momento en que vivimos,
sino que son la esencia de una civilización guerrerista que llega a su
fin, pero que continúa queriendo acapararlo todo y puede, en un
holocausto global, inmolarnos.
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